Capítulo 32

El muchacho de la mejilla tatuada interrogó a su maestro con cierta angustia.

– ¿De veras conocéis a este hombre, sheikh?

El hombre de los poblados bigotes asintió. Era como si el estrecho café La Quintana se le hubiera venido encima. Resultaba evidente que trataba de dominar el torrente de emociones y recuerdos que le provocaba estar junto al cuerpo inerte de aquel tipo. Waasfi había hablado con perspicacia cuando le advirtió que ellos -sus viejos enemigos- estaban en la ciudad.

– Se llama Nicholas Allen, hermano -susurró su mentor con esfuerzo-. Hace años que competimos por las piedras negras.

El joven Waasfi echó otro vistazo al desfallecido. La descarga electromagnética de «la caja» lo había dejado en un estado catatónico, tal vez irreversible. Trató de imaginarse la clase de adversario que hubiera sido para él si no lo hubiera esquivado en la catedral. Aquel tipo tenía la piel veteada de arrugas, una cicatriz que le partía la frente en dos y, ahora, una desagradable mancha oscura por debajo de la nariz. Al perder el conocimiento debió de haberse dado un buen golpe contra el pavimento y había estado sangrando, pero ni aun así había perdido ni un ápice de su capacidad intimidatoria.

– ¿Y ella? -El sheikh lo sacó de sus cavilaciones, señalando a la desmadejada muchacha que sostenía entre los brazos. Tenía su cabellera roja sobre el rostro y era difícil reconocerla con la poca luz de que disponían-. ¿Es la que viste en la catedral, Waasfi?

El joven asintió.

– Lo es, maestro. -Entonces añadió algo más-: Lo que no me explico es cómo la ha encontrado él antes que nosotros…

– Ha seguido la misma pista -admitió el maestro de mala gana-. Me temo que el vídeo de Martin Faber no dejaba muchas otras alternativas.

– ¿Queréis que lo mate?

El rostro de Waasfi se endureció. Para él, Allen encarnaba un viejo y terrible enemigo. Uno que, según le enseñaron sus maestros en las montañas de Hrazdan, iba incluso más allá de lo que representaban los Estados Unidos de América. En sus escuelas aprendió que hombres de su ralea eran la encarnación misma del mal. Por eso le complacería tanto apretar el gatillo y acabar con uno de ellos.

Pero el sheikh lo detuvo.

– No -dijo-. Deja que «la caja» decida su suerte. Los mejores adversarios merecen una muerte noble.

El soldado ahogó su furia descendiendo su mirada hacia el cuerpo que sostenía.

– ¿Y qué hacemos con ella, maestro?

– Regístrala -ordenó-. No quiero sorpresas.

Obediente, Waasfi depositó a la mujer en el suelo. La cacheó en busca de armas u objetos contundentes, mientras el sheikh trataba de reanimar el dispositivo electrónico del coronel Allen. No hubo forma. El pulso electromagnético que emitía la nube había neutralizado el equipo y el iPad no llegó a encenderse siquiera.

Iluminado por su linterna forrada de fibra de plomo y titanio, el muchacho palpó las piernas de la joven, examinó su torso, cuello y muñecas con cierto detenimiento, sin encontrar nada peligroso. La doctora Julia Álvarez era inofensiva. Todo lo metálico que llevaba encima se reducía a una cadenita al cuello con un crucifijo y una medalla que, al examinarla de cerca, resultó de lo más anodina. A continuación vació su bolso y ordenó sus pertenencias por tamaños, pero tampoco allí vio nada que pudiera servir como arma.

– Está limpia -dijo.

– ¿Seguro?

– Completamente.

El sheikh miró con curiosidad el cuerpo inerte de Julia y las pertenencias que había examinado su discípulo.

– ¿Y la medalla?

– No es interesante, maestro.

– Enséñamela.

El joven se la tendió sin titubear. Era una pequeña lámina de plata que lucía un escudo grabado en relieve. Mostraba un barco sobrevolado por un pájaro y enmarcado por una frase enigmática: «Principio y fin.»

Al verlo, por alguna razón, el rostro de su maestro se iluminó.


– Aún te queda mucho por aprender, hijo -susurró mientras apretaba los dientes en una sonrisa turbadora. Waasfi bajó la cabeza en señal de humillación-. ¿Sabes qué es esto?

El joven soldado levantó la vista hacia la medallita, sacudiendo la cabeza.

– Es la señal que dice dónde está la piedra -se adelantó el sheikh con una casi imperceptible socarronería-. Es una pena que los paganos no sepan leerla.

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