La enorme pantalla de plasma del despacho del director de la Agencia Nacional de Seguridad se iluminó mientras sus persianas eléctricas oscurecían la sala con un suave zumbido. Un hombre trajeado, de aspecto impecable, aguardaba tras una mesa de caoba a que el todopoderoso Michael Owen le explicara por qué lo había hecho venir a toda prisa desde Nueva York.
– Señor Allen -carraspeó el gigante negro clavando su mirada en él-. Le agradezco que haya venido a verme con tanta diligencia.
– Supongo que no tenía elección, señor -respondió.
Nicholas L. Allen era un agente curtido en aquellos lances. Llevaba dos décadas moviéndose con razonable agilidad por el bosque burocrático de Washington D. C. y se contaban con los dedos de una mano las veces que había pisado aquel despacho. Si el director Owen lo había convocado a su madriguera en Fort Meade, Maryland, era porque se avecinaba una crisis. Y de las grandes. Acudir presto era lo menos que podía hacer.
– Verá, coronel Allen -prosiguió Owen. Sus ojos todavía lo escrutaban con severidad-. Hace seis horas nuestra embajada en Ankara nos ha enviado el vídeo que deseo mostrarle. Le ruego que se fije en todos los detalles y comparta sus impresiones cuando termine de verlo. ¿Lo hará?
– Claro, señor.
Nick Allen había sido entrenado para eso. Para obedecer a sus superiores sin oponer resistencia. Tenía el perfil del soldado perfecto: complexión fuerte, casi un metro ochenta y cinco de alzada, rostro cuadrado, surcado por alguna que otra fea marca de combate, y una mirada azul que podía graduar desde la infinita bondad a la furia más despiadada. Dócil, se reclinó en su butaca y aguardó a que la pantalla de barras multicolores desapareciera para desvelar su primera imagen.
Lo que vio le hizo dar un respingo.
Sentado en una habitación llena de desconchaduras y manchas en la pared aguardaba un hombre maniatado y con la cabeza cubierta por una capucha. Alguien lo había vestido con un mono naranja como el utilizado en las prisiones federales de los Estados Unidos. Sin embargo, los individuos que se movían a su alrededor distaban mucho de parecer norteamericanos. Allen distinguió a dos, quizás a tres tipos vestidos con galabeyas que escondían sus rostros tras pasamontañas negros. «Límite entre Turquía e Irán -calculó en silencio-. Tal vez Irak.» Los tiros de cámara le permitieron reconocer enseguida varios grafitis escritos en kurdí, impresión que se confirmó en cuanto los oyó hablar. El vídeo tenía una calidad razonable pese a haber sido filmado con una cámara doméstica. Tal vez con un teléfono móvil. Una frase más de aquellos tipos le bastó para identificar su procedencia. «Frontera con Armenia», concluyó. Además, dos llevaban al hombro sendos AK-47 y, al cinto, grandes cuchillos de hojas curvas típicos de la región. No le sorprendió demasiado que el operador de cámara fuera quien dirigiese la escena. Ni tampoco que le hablara al rehén en un inglés con el acento áspero que tantas veces había escuchado en el noroeste de Turquía.
«Está bien. Ahora diga lo que debe», ordenó.
El prisionero se removió al sentir que unas manos fuertes lo agarraban del cuello y lo orientaban con rudeza en dirección al objetivo mientras le arrancaban la capucha.
«¡Dígalo!»
El hombre de la pantalla titubeó. Tenía mal aspecto. Barba descuidada. Pelo revuelto y un rostro sucio, demacrado y de piel quemada por el Sol. A Nick Allen le extrañó no poder verlo mejor. La luz era pobre. Posiblemente procedía de una sola bombilla. Y, pese a todo, algo en aquel perfil le resultaba familiar.
«En nombre de las Fuerzas de Defensa Populares…, exijo al gobierno de los Estados Unidos que cese de apoyar al invasor turco», dijo entonces en un inglés perfecto. Una algarada de gritos se elevó por detrás de él. «¡Continúa, perro!» El pobre hombre -al que no conseguía identificar, pese a concentrarse en cada uno de sus gestos- se estremeció. Balanceó su cuerpo hacia delante mostrando sus manos atadas a cámara. Tenía varios dedos ennegrecidos, tal vez congelados, que parecían aferrar un pequeño objeto. Una especie de colgante opaco, de aspecto irregular, poco atractivo, hizo que los ojos de Nick Allen se abrieran de par en par. «Si quieren rescatarme con vida, hagan lo que piden -dijo como si una tristeza infinita se hubiera instalado en su garganta-. Mi vida… Mi vida vale la salida de las tropas de la OTAN en un perímetro de doscientos kilómetros alrededor del Agri Daghi.»
«¿Agri Daghi? ¿Eso es todo? ¿No piden rescate?»
Allen vio cómo los dos hombres que tenía detrás volvieron a corear gritos en kurdí. Parecían muy excitados. Uno de ellos llegó incluso a sacar su daga y a agitarla alrededor del cuello del prisionero como si fuera a rebanárselo allí mismo.
– Y ahora fíjese bien -susurró Owen.
El coronel se frotó la nariz y aguardó a que el vídeo avanzase.
«¡Diga su nombre!»
La nueva orden del operador de cámara no lo pilló por sorpresa. Había visto demasiadas veces escenas como ésa para saber qué venía a continuación. Después de obligar al rehén a identificar su unidad militar, su graduación o su procedencia exacta, lo acercarían al objetivo para que no cupiera duda alguna de su identidad. Si en ese momento el prisionero careciera de interés, lo dejarían llorar y desesperarse mientras se despedía de su familia y, acto seguido, lo obligarían a bajar la cabeza para degollarlo. Los más afortunados terminarían su agonía con un tiro de gracia. Los que no, boquearían y se desangrarían hasta morir.
Pero aquel hombre debía de tener un gran valor. Michael Owen no lo hubiera llamado si no fuera así. Nick Allen era, a fin de cuentas, un experto en operaciones especiales. En su currículo figuraban misiones de rescate en Libia, Uzbekistán y Armenia, y formaba parte de la unidad más reservada de la Agencia. ¿Era eso lo que quería de él su director? ¿Que lo trajera de vuelta a su despacho?
El vídeo rugió de nuevo:
«¿No me ha oído?-dijo el operador-. ¡Diga su nombre!»
El prisionero levantó los ojos dejando ver unas feas bolsas de color morado bajo ellos y una frente cuarteada.
«Me llamo Martin Faber. Soy científico…»
El todopoderoso Michael Owen detuvo entonces el vídeo. Tal y como esperaba, Allen se había quedado mudo de asombro.
– ¿Comprende ahora mi urgencia, coronel?
– ¡Martin Faber! -masculló moviendo su mandíbula de un lado a otro, sin terminar de creérselo-. ¡Pues claro!
– Y eso no es todo.
Owen alzó el mando a distancia en el aire y trazó un círculo alrededor de la imagen congelada de aquel individuo.
– ¿Ha visto lo que sostiene en sus manos?
– ¿Es…? -El fiel militar amagó un gesto de profunda inquietud-. ¿Es lo que imagino, señor?
– Lo es.
Nick Allen frunció los labios como si no diera crédito a lo que veía. Se acercó todo lo que pudo a la pantalla y se fijó mejor.
– Si no me equivoco, señor, ésa es sólo una de las piedras que necesitamos.
Un brillo malévolo destelló en los ojos del enorme gorila que dirigía los designios del servicio de inteligencia más poderoso del planeta.
– Tiene usted razón, coronel -sonrió-. La buena noticia es que este documento desvela, sin querer, el paradero de la que falta.
– ¿De veras?
– Fíjese bien, por favor.
Michael Owen dirigió el mando a distancia hacia la pantalla y lo accionó. La figura demacrada de Martin Faber volvió a moverse como por arte de magia. Su mirada azul se había vuelto aún más acuosa, como si estuviera a punto de romper a llorar.
«Julia -susurró-. Tal vez no volvamos a vernos…»
«¿Julia?»
Al apreciar la mueca de satisfacción de su hombre más capacitado, el director de la Agencia Nacional de Seguridad sonrió. El vídeo no había terminado aún cuando su orden se coló en el cerebro de su mejor agente, ocupando el primer lugar de su lista de prioridades:
– Julia Álvarez -completó Owen la información que faltaba-. Encuentre a esa mujer, coronel. De inmediato.