Capítulo 103

Nunca pensé que le importara tanto.

Los pequeños ojos del padre Benigno Fornés se llenaron de lágrimas en cuanto terminé de desgranarle el relato de mis últimos días. Se humedecieron sin hacerse notar, llenando de brillos sus pupilas transparentes. No es que el suyo fuera un llanto desconsolado o triste, pero tampoco de júbilo. Aquéllas eran, al fin, lágrimas de reconocimiento. Como si a través de mis palabras el bueno del deán hubiera hallado un consuelo que hacía años que buscaba.

Había acudido a verle por una razón sentimental. El fue el primero que se interesó por mí -y no por mis piedras- cuando puse el pie en Santiago, dejándome una nota en el buzón de casa para que lo llamara a mi regreso. Su gesto me enterneció. El viaje de vuelta a España había sido penoso. Las dieciséis horas de trámites aduaneros y consulares para justificar por qué no llevaba el pasaporte encima, sin contar con el precioso tiempo perdido convenciendo al destacamento aéreo número 6 de la OTAN en Yenidoğan de que no tenía ningún tesoro tecnológico arcaico que ofrecerles, me habían dejado maltrecha y desencantada. Por no hablar de los tres vuelos regulares que debí abordar antes de llegar a casa.

Y luego esa sensación.

La de que el Ararat se lo había quedado todo. Incluso a mi marido.

Al leer la nota del deán -una tarjeta de visita con una frase escueta: «Ven a mi despacho, tengo respuestas para ti»-, pensé que don Benigno me ayudaría a empezar.

Para mi sorpresa, me citó en la puerta de la catedral a las ocho, poco antes del cierre al público de sus puertas. Como es natural, quería escuchar todos los detalles de lo ocurrido, pero no se atrevía a presionarme. Se imaginaba por lo que había pasado y aguardó paciente mi respuesta. Enseguida le dije que sí. Que aceptaba encantada. Hablar me sentaría bien. Me ayudaría a ordenar lo que sucedió entre la noche del tiroteo y los últimos momentos dentro del glaciar. Y funcionó, porque nada de lo que le expliqué le pareció fantástico o exagerado. Ni siquiera al abordar el tema de los descendientes de los ángeles caídos o su desesperada obsesión por llamar al cielo. Hombre prudente y con poco que perder, convino conmigo en que la «fuerza» que nos había envuelto a todos en la cumbre más sagrada de Turquía debía de parecerse mucho, en efecto, a la escala de Jacob.

Lo que no esperaba -y juro por lo más sagrado que ni se me pasó por el pensamiento- era que el viejo sacerdote se sincerara conmigo y me explicara su visión de lo sucedido.

– Yo ya estoy a las puertas de la muerte, Julia, y no creo que deba ocultar mi pequeño secreto por más tiempo -murmuró. Aunque estábamos solos, el silencio de la catedral era sobrecogedor e invitaba a respetarlo.

– ¿Su secreto, padre? ¿Qué secreto?

– Su valor no es poseerlo, sino saber usarlo.

Yo, por supuesto, ignoraba a qué se refería.

– ¿Sabes por qué te he apoyado tantas veces en tu trabajo en el Pórtico de la Gloria? -Don Benigno me agarró de la mano, llevándome justo hacia donde había dejado los andamios y mis ordenadores, cinco días atrás. Todo seguía allí tal y como lo recordaba. Como si el tiempo se hubiera enquistado en ese lugar y nada de lo que pasó después hubiera sido real-. Siempre fuiste una valiente al defender tus convicciones, hija mía. Creías que en el deterioro de las imágenes del Pórtico influía algo telúrico, una fuerza invisible que emana de la tierra y que, como la fe, se siente pero no se puede demostrar. Yo te veía discutir con el comité científico de la Fundación Barrié dejándote la piel en polémicas estériles y me preguntaba cuándo llegaría el momento de contarte lo que sé. De ayudarte a demostrar a esos técnicos a los que sólo les interesaban el peso, la medida y la talla lo equivocados que estaban al no tener en cuenta tus consideraciones… Pues bien… -suspiró-, ahora ese tiempo ha llegado.

El padre Benigno caminaba con esfuerzo. La catedral se había quedado vacía enseguida y el equipo de seguridad privada contratado por el cabildo repasaba ahora sus capillas y recovecos siguiendo su protocolo, con la esperanza de poder activar las alarmas volumétricas antes de las nueve.

– ¿Ves esa maravilla?-dijo señalando al Pórtico-. En realidad, Julia, no debería estar ahí.

– Pero, padre…

– No, no. No debería -insistió-. El maestro Mateo la levantó, como sabes, en 1188, impulsado por un cabildo codicioso que sólo buscaba atraer más y más peregrinos a Santiago. Los movía el deseo de enriquecer su diócesis aun a costa de tergiversar el sentido íntimo del Camino. En ese tiempo, Julia, hubo mucha tensión en esta ciudad y un grupo de sacerdotes que no estaban de acuerdo con tanta vulgarización decidió proteger la verdadera razón de ser de este lugar. Es sorprendente, hija, lo mucho que tiene que ver ésta con lo que has vivido. Te lo explicaré.

– ¿El Camino, padre? -Me encogí de hombros-. ¿De veras cree que tiene algo que ver con lo que le he contado?

– Lo tiene.

– Le escucho.

– Hasta principios del siglo XII muchos de los que recorrían la Ruta Jacobea eran conscientes de que transitaban por una metáfora enorme y precisa de la vida. De hecho, todavía hoy sigue siendo la mejor que el ingenio humano haya diseñado jamás. Esos fieles encaraban su ruta en los frondosos Pirineos franceses, rodeados de vegetación y agua, trasunto perfecto de la infancia. Después, con el correr de los días, iban madurando adentrándose por terrenos más llanos, tierras fértiles de La Rioja o Aragón, que evocaban la adolescencia y la plenitud. Y al entrar en Castilla todo ese esfuerzo se convertía en polvo. La sequedad y aspereza del Camino al atravesar Burgos o León eran la encarnación ideal de la vejez y de la muerte, recibiendo los peregrinos una lección impagable sobre la fugacidad de la existencia. Pero, Julia, todos ellos sabían que al llegar a León aún les quedaba un trecho más que recorrer. El del Paraíso. Entusiasmados, cruzaban por O Cebreiro y entraban en la Galicia exuberante, rica en árboles y torrentes. La atravesaban asombrados hasta alcanzar Santiago y aquí, después de casi ochocientos kilómetros a pie, justo en este lugar en el que nos encontramos, ocurría el gran milagro.

Sentí un leve estremecimiento.

– Aquí, querida. En este pórtico -dijo, golpeando el suelo con el tacón de sus zapatos-. Sólo que antes del que tú y yo estamos contemplando, antes de que el maestro Mateo lo cambiara, hubo otro diseñado por las mentes que pergeñaron la Ruta Jacobea. Como podrás imaginar, lo que encontraban aquí no era un conjunto escultórico para evocar el Apocalipsis o la llegada de la Jerusalén celestial. No. Lo que aquí se les mostraba era una portada que recordaba un episodio simbólico mucho más trascendental: el de la trasmutación y la ascensión del Señor a los cielos desde la cima del monte Tabor. Ese pórtico desaparecido era una «foto en piedra» del momento extraordinario en el que Jesús resucitado dejó el cuerpo de carne y hueso con el que había retornado del más allá y se convertía en luz divina para ingresar en la casa del Padre. Los peregrinos, después de recorrer el Camino desde su infancia a su muerte y más allá, arribaban aquí y descubrían que también ellos podían convertirse en luz y seguir… viviendo.

– ¿Y qué fue de ese pórtico, padre?

– Se despiezó y sus piedras se dispersaron por toda Galicia. El secreto que quiero compartir contigo está íntimamente relacionado con él, Julia. Los deanes de este santo lugar llevamos siglos trasmitiéndonoslo unos a otros por una poderosa razón. Un motivo que te aclarará por qué has atravesado toda tu odisea y has regresado al punto de partida justo para comprender lo ocurrido.

Noté cómo el padre Benigno se ponía serio porque se atusó su sotana y dio un paso más hacia el centro del conjunto escultórico del Pórtico.

– Mucho antes de que naciera Nuestro Señor, antes de que se levantara la primera iglesia cristiana del mundo, este lugar ya era sagrado. Los celtas, y aún antes de ellos los misteriosos pueblos del mar, eligieron estas colinas atraídos por la fuerza que emanaban. Las leyendas hablan de un gigante que dijo ser pariente de Noé y llamarse Túbal y que se estableció aquí para marcar su santo suelo. Levantó una torre para señalar el punto más sagrado y advirtió a los que habitaban las aldeas cercanas que se abstuvieran de acercarse a ella si no era para orar a Dios. Otros levantaron columnas parecidas por todo el orbe. En Jerusalén. En Roma. En las planicies de Wiltshire. En París. Eso ocurrió mucho antes de que nosotros les diéramos esos nombres. Pero en todos los casos hubo gentes que las visitaron atraídos por la promesa de que, desde sus cimas, se podía conversar con Dios. Después llegó otra torre, la de Babel, que buscaba lo mismo. Y tras su colapso vino Su enfado, el Diluvio y la destrucción del viejo mundo. La humanidad se envileció. Olvidó lo que había aprendido en aquellos siglos de oro en los que los hijos de Dios compartían su sabiduría con nosotros, y pronto tan sólo nos quedó la sombra de lo ocurrido oculta en los viejos cuentos y libros sagrados.

Don Benigno tiró de mí hacia el parteluz del Pórtico de la Gloria.

– Esas torres, querida Julia, no fueron un capricho de místicos. Servían realmente para enviar señales más allá de la Tierra que llamaban la atención del Ser Supremo. No obstante, sólo podían utilizarse si se disponía de una llave material, una piedra del cielo, unalapsis exillis, lo que terminó llamándose grial en la Edad Media, y otra espiritual, una invocación, un nombre que pronunciar. En Santiago el uso de esas llaves se encriptó por última vez en un libro perseguido por la Inquisición, famoso entre brujas y herejes, conocido como el grimorio de San Cipriano y del se decía que el original descansaba en algún lugar de este templo atado con una cadena. Pero no me desviaré del tema. Todos esos son símbolos que hay que descifrar. Los antiguos recurrían a ellos porque carecían de vocabulario para describir las maravillas que obraba la ciencia de la Edad de Oro, la del tiempo anterior al Diluvio.

– ¿Por qué me cuenta esto, padre?

Don Benigno trató de enderezar su espalda.

– Es muy sencillo, Julia. De algún modo, tú acabas de dejar atrás esa limitación secular. Los símbolos se han convertido en evidencias para ti. Has visto piedras que hablan. Escaleras que descienden del cielo. Y hasta criaturas intermedias que han dirigido tus pasos. Pero, con todo, todavía te falta por conocer uno. El último. Uno que, como no podía ser de otro modo, voy a enseñarte en el lugar en el que empezó tu aventura…

– ¿Cuál? -me impacienté-. ¿El que descubrieron los armenios en Santiago la noche del tiroteo? ¿La marca de la puerta de Platerías?

– Oh, no, no. Ése está superado -sonrió-. Si no me equivoco, y después de escuchar tus explicaciones lo tengo ya claro, los yezidís y el clan Faber se han pasado media vida en busca de las antiguas torres y han intentado activarlas destapando en ellas los signos que formaban parte de la «llave espiritual». La que debían pronunciar correctamente para que el enclave les aportara su energía. Pero no. No me refiero a eso.

– ¿Y entonces?

– ¿Cuánto tiempo has pasado trabajando en el Pórtico, Julia? -Los ojos del deán chispearon-. ¿Seis meses? ¿Más tal vez?

Asentí.

– ¿Y nunca te preguntaste por el extraño personaje que sostiene el parteluz del Pórtico de la Gloria?

– Claro que sí. Todos los historiadores que han estudiado el Pórtico lo han mencionado en sus trabajos. De entrada, no se trata de un personaje del Nuevo Testamento. Eso seguro -dije mirando a donde me señalaba.

Conocía muy bien la figura a la que se refería el deán. La había visto muchas veces al entrar a la catedral.

– Es curiosa, ¿verdad? -La palmeó.

Debajo de la singular columna de mármol que marcaba el centro del Pórtico, un hombre de barba cuadrada y aspecto rudo sujetaba a dos leones con las fauces abiertas. La escultura, de un estilo muy diferente al del resto del conjunto, ocupaba toda la piedra. Si uno se fija mejor en ella, termina por descubrir que se trata de una escultura de un hombre completo, recostado sobre las fieras, diseñado para aguantar el peso del resto de la composición sobre su espalda.

– Es un símbolo importante, Julia. La columna que sostiene se hizo en un material que no existe en Galicia, y que representa el árbol genealógico de Jesús, desde Adán a Nuestro Señor. Desde hace ocho siglos, cada peregrino que entra en este templo pone su mano sobre ella y entona una oración de gratitud. Aún hoy, es el gesto que marca el fin de su viaje a Santiago. El momento en el que nacen a una nueva vida, más espiritual. Pero fíjate bien en su base, hija: todo el fuste se apoya en los lomos de un perfecto desconocido. ¿Quieres saber quién es?

– Claro.

– Se trata de Gilgamesh. El héroe que dominó a las bestias camino del Edén.

– Imposible -dije, intentando no ser demasiado brusca-. Gilgamesh no es siquiera un personaje bíblico. Y en el siglo XII su epopeya no era conocida en Occidente… Las tablillas que la narran se descubrieron en el XIX.

– Pues es él. Por raro que te parezca, se trata de un retrato de inspiración mesopotámica que ya fue usado en el desaparecido Pórtico de la Trasfiguración, donde, por cierto, tenía aún más sentido que aquí. Como ya sabrás, ese rey persiguió la vida eterna caminando detrás de Utnapishtim, el héroe del Diluvio, sin conseguirla. Quizá su historia fue escuchada por algún peregrino. Y éste, asombrado, la importó hasta aquí al ver en ella la idea precursora básica de nuestra fe.

– No le entiendo, padre.

– Es muy sencillo, Julia. Gilgamesh fracasó en su empeño de vencer a la muerte. Sin embargo, milenios más tarde, otro hombre mitad divino mitad humano lo consiguió. Se llamó Jesús de Nazaret y triunfó sobre ella de una forma inesperada: trasmutó su cuerpo físico en otro hecho de luz.

– ¿Y ése es su secreto?

– En parte sí, hija mía. La luz lo es todo. Es el símbolo perfecto de todos los misterios que nos rodean. Algo invisible que nos permite ver. Una parte ínfima del espectro electromagnético que incluye lo audible, lo tangible y lo visible por igual, y que aquellas gentes anteriores al Diluvio comprendieron. Esa luz es la que perseguía tu marido. Él la ha encontrado por primera vez en dos mil años. Y eso, Julia, significa que algo está cambiando en este mundo…

– Quizá sólo cambió la gravedad, la estructura molecular de la materia en el Ararat. Qué sé yo. Y lo hizo sólo durante unos instantes. Sé que el ascenso de Martin se produjo durante una fuerte tormenta solar, y que la montaña absorbió en esos minutos una increíble cantidad de energía.

– ¿Y no comprendes aún a lo que me refería con lo de los símbolos? -sonrió-. Lo que yo defino como trasmutación, elevación a la casa del Padre, tú lo describes como un proceso científico.

– ¿Y qué importa? El caso es que se ha producido. Martin ha conseguido lo que soñaba. Sé que estará bien.

– Ay, Julia -suspiró don Benigno, tomándome las manos y golpeándolas cariñosamente con las suyas-. ¿Sabes por qué me has hecho llorar antes?

Miré al anciano con afecto, sin atreverme a interrumpirle.

– Porque yo recibí hace cincuenta años la explicación de lo que era este lugar de manos de mi predecesor y no la comprendí. La suya fue, naturalmente, una descripción en símbolos. Y como tal, susceptible de diferentes interpretaciones. El antiguo deán de Santiago me habló de este Gilgamesh de aquí, de lo que significó el Diluvio, de las torres perdidas y de esa técnica con la que se lo invocaba o se lograba alcanzarlo como hizo el héroe sumerio, el profeta Enoc o Jesús de Nazaret. Fue él quien me explicó que en

Santiago, bajo nuestros pies, guardamos una de esas antenas antediluvianas. Yo pensé que todo eso era simple poesía mística. Pero al ver lo que ha pasado contigo, hija, he descubierto su pleno sentido. He entendido la metáfora.

– ¿Ya qué conclusión ha llegado, padre?

– A una muy sencilla, querida Julia. Que sólo los ángeles pueden llamar a Dios.

– ¿Los ángeles?

Amagué una mueca de decepción. No era precisamente la clase de revelación que esperaba oír. Enseguida, don Benigno matizó:

– Bueno, hija. No te decepciones. Al fin y al cabo, tú y yo también lo somos. ¿O acaso no te han enseñado que todos nosotros somos fruto del cruce entre los hijos de Dios y las hijas de los hombres?

– Usted y yo, ¿ángeles? -reí.

– Y qué gran secreto es ése, ¿no te parece?


Fin

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