Capítulo 91

Las previsiones de Daniel Knight se cumplieron a rajatabla.

Tal y como había anunciado, acudió a despertarnos poco antes del amanecer. Muy amable, nos pidió que vistiéramos las ropas de escalada que había preparado para nosotras y nos citó al cabo de media hora para el desayuno. Ellen y yo le obedecimos sin chistar. Todavía adormiladas tras la charla en nuestra improvisada celda sobre los cultos cargo y la naturaleza de los ángeles, nos enfundamos unos gruesos monos térmicos -con fibra de plomo, decía una etiqueta-, calcetines de lana tupidos y unas pesadas botas de montaña, y lo seguimos.

Más animadas, Ellen y yo tomamos algo de fruta con yogur, queso, miel y frutos secos. Y enseguida, aún a oscuras, despabiladas por las primeras rachas de aire helado del día, fuimos custodiadas hasta el Sirkovsky por un grupo de hombres que no habíamos visto antes. Todos eran tipos rudos, de caras curtidas, cabezas cubiertas por turbantes escarchados y vestidos con galabeyas de tela vieja. Caminaban con sus AK-47 al hombro y, por lo que intuimos, no hablaban ni una palabra de inglés.

– ¡Dense prisa, señoras!-nos urgió Artemi Dujok desde la puerta del helicóptero-. ¡Hoy va a ser un gran día!

Lo miré con displicencia. Todavía me costaba admitir que el maestro de Martin me hubiera engañado de aquel modo para llevarme hasta allí.

El armenio parecía feliz. En su universo todo debía de estar en orden. Tenía la adamanta, la mesa de invocación… y me tenía a su merced, a cientos de kilómetros de cualquier lugar en el que pudiera pedir ayuda.

Nuestro vuelo fue corto.

Apenas a una treintena de kilómetros del cráter de Hallaҫ se levantaba el último campamento base antes de la cumbre del Gran Ararat. Estaba a cuatro mil doscientos metros, sepultado bajo un manto de nieve en el que apenas sobresalían las puntas afiladas de cientos de rocas basálticas. Dujok, mucho más relajado que la tarde anterior, nos hizo ver que con el helicóptero nos habíamos ahorrado al menos dos días de ascenso, además de no tener que calzar los crampones a partir de los dos mil metros ni soportar las rachas de viento, lluvia y nieve pulverizada que hubieran convertido en un tormento nuestro ascenso en esa época del año.

– Desde aquí, el camino hasta el arca no es demasiado difícil -prometió para tranquilizarnos. No lo consiguió.

Situado en una ladera más o menos plana del Ararat, el campamento base era la imagen misma de la soledad. Bajo las primeras luces del día emergieron los perfiles de media docena de pequeñas tiendas iglú de campaña y una estructura mayor, a modo de tipi, que debía servir para almacenar agua y alimentos. El caos creado por nuestros rotores hizo que todo aquello se zarandease.

– ¿Saben que muchos kurdos aún creen que es imposible escalar esta montaña? -murmuró Daniel a través de nuestros auriculares. Estaba risueño. Con ganas de hablar.

– No me extraña -dije con desgana. Él ni se inmutó.

– Creen que el Ararat fue tocado por el dedo de Dios y que nadie puede profanar el tesoro sagrado que cobija -añadió mientras nos repartía unas pastillas de Diamox para el mal de altura-. Aquí conviene tener esas cosas en cuenta y no ofender a la montaña, ¿saben? Nosotros la estamos abordando por su cara sur, la más amable. La norte es un cañón inexpugnable. Lo llaman Garganta de Ahora, o de Arghuri, que significa «la plantación de la vid», pese a que nada crece ahí abajo desde hace miles de años. Para que se hagan una idea, este sector del Ararat es más abrupto aún que el cañón del Colorado y en tiempos fue un volcán…

Una sombra de preocupación me hizo apartar la cara de la ventanilla. Estaba distraída viendo cómo nuestras hélices levantaban un torbellino de nieve en polvo alrededor del campamento, pero aquello me alarmó. Levanté la vista hacia su cumbre despejada, amenazada ya por las primeras nubes de tormenta de la jornada.

– Y… ¿sigue activo?

– Oh, no, no… -Daniel sacudió la cabeza-. Lleva siglos sin dar señales de vida. Seguramente cuando llegó Noé ya estaba «fuera de servicio».

– Mejor… -bufó Ellen.

– En unas faldas tan frágiles como éstas -matizó-, cualquier erupción hubiera destruido todo vestigio del Arca. Hubiera sido terrible.

– Aunque hubo un terremoto en 1840 que a punto estuvo de hacerlo -gritó Dujok desde la cabina.

– ¿Terremoto? Entonces, ¿es una zona sísmica?

– ¡Lo es! La capacidad destructiva de aquel sismo fue comparable a la erupción del Santa Helena. Se llevó por delante varios pueblos de la región, mató a dos mil personas y arrasó el monasterio de San Jacobo, donde se guardaban las reliquias más importantes de la nave de Noé. Hasta esa época, lo crean o no, existieron peregrinaciones esporádicas para ver el Arca. Todavía se conservan los diarios de muchos de los fieles que la contemplaron y rezaron a sus pies.

– ¿De veras?

– Oh, sí -confirmó Daniel-. Todo el mundo aquí conoce esas historias o ha oído hablar de las piedras santas que llevaba a bordo. A cualquiera que le pregunte, le hablará de los grandes hombres que mandaron expediciones para apoderarse de esos tesoros después de la catástrofe. Napoleón III, Nicolás II, el vizconde James Bryce, la CIA. La lista es interminable. Pero nadie les dirá que muchas de las adamantas que han recorrido el mundo, entre ellas las Urim y Tumim de Salomón, se sacaron de aquí sin permiso de nuestro pueblo.

– ¿Del Arca?

– Del Arca, señora Faber.

No dejaba de llamarme la atención que ni Dujok ni Daniel dudaran de que en esas cumbres de nieves eternas descansaba un barco milenario. Un objeto colosal que, según la Biblia, tendría trescientos codos de largo por cincuenta de ancho y treinta de largo, con una capacidad aproximada de cuarenta y dos mil metros cúbicos y que fue ensamblado según unos planos que contravenían las más elementales técnicas navales de la prehistoria. Debía de tener el aspecto de un enorme cajón. Y por más que me esforzara, no lograba imaginarme algo de la envergadura del Titanio encallado a casi cinco mil metros de altura.

Si siempre me había costado creer aquella historia -la atribuyeran a Noé, a Utnapishtim o a Atrahasis-, ahora las dudas me laceraban. Como tantas personas en Occidente, también yo crecí coloreando arcas de Noé en el colegio o soñando despierta cada vez que la prensa anunciaba su descubrimiento. En los ochenta, siendo muy pequeña, seguí sin pestañear las expediciones de Jim Irwin al Ararat. Las monjas de mi colegio nos hablaban de sus avances y hasta recuerdo que nos pidieron que rezáramos por aquel intrépido astronauta metido a arqueólogo. Irwin fue, en efecto, uno de los doce americanos que habían puesto el pie en la Luna con lasApolo, y si él decía que el Arca existía una mocosa no iba a ser quien lo pusiera en duda. Mi sentido crítico estaba entonces adormilado, y sólo comenzó a despertar el día que le oí decir en la radio que su búsqueda tenía más de místico que de científico. Para él, afirmaba, tan importante como haber visto a un hombre caminar sobre la Luna era demostrar que Dios lo había hecho milenios antes sobre la Tierra.

Al final, Irwin fracasó. Jamás llegó a ver el arca. Y con su decepción me arrastró al escepticismo.

De hecho, todos los descubrimientos que se anunciaron después por televisión, ocupando grandes titulares y declaraciones altisonantes, terminaron en acusaciones de fraude o bajo sospecha. Si el arca seguía todavía en la cima del Ararat nadie había logrado verla aún.

¿O no era así?

Algo me decía que estaba a punto de salir de dudas.

Eran las nueve y media de la mañana cuando Daniel y Artemi Dujok decidieron que había llegado el momento de iniciar el ascenso hacia el Arca.

Creo que desde el principio supe que la montaña no iba a ser lo peor de la travesía. Nuestros verdaderos enemigos serían la niebla, la nieve helada y brillante que se extendía a nuestros pies y, sobre todo, la falta evidente de aclimatación. Cualquier montañero con experiencia sabe lo necesario que es un periodo de descanso a cierta altura para que los pulmones se acostumbren a la falta de oxígeno y de presión atmosférica. Un tiempo que nosotras no íbamos a tener y que eché en falta en cuanto noté que la cuerda que nos habíamos atado a la cintura como medida elemental de seguridad tiró de mí hacia arriba.

Dujok encabezó la marcha al tiempo que mi ritmo cardiaco se disparaba.

El armenio caminaba con determinación, seguro del rumbo, sosteniendo una vara larga con la que medía el espesor de la nieve que iba pisando y con el convencimiento que sólo podía tener alguien que ya hubiera transitado antes por aquel camino. Verlo allí callado, absorto, con la mirada fija en el blanco fantasmal que teníamos por horizonte, me recordó otra vez lo estúpida que había sido. Aquel tipo me había arrastrado hasta allí haciéndome creer que juntos habíamos descubierto la pista para reunimos con mi marido. ¡Qué necia había sido! Y qué extraña angustia se aferraba ahora a mi pecho, al saber que Martin era capaz de todo, incluso de poner en riesgo mi vida para satisfacer sus extrañas obsesiones.

Martin.

¿Cómo reaccionaría cuando lo viese? ¿Daría por fin la cara? ¿Me aclararía el sentido último de todo aquello? ¿Y cómo?

Detrás del armenio, asfixiada, caminaba Ellen. Llevaba un rato lamentándose de un fuerte dolor de cabeza, pero nadie la atendió. La seguía Waasfi, y justo por detrás de mí, Daniel y Haci cerraban la comitiva tirando de una especie de trineo de aluminio cargado con equipos y provisiones. Caminábamos a paso lento, hollando las huellas que Dujok iba marcando en la nieve. Pese a las tiranteces de la noche anterior y mis crecientes dudas, los ánimos no eran malos del todo. A mi espalda, por ejemplo, el ocultista resoplaba por el esfuerzo y seguía sin parar de parlotear. Estaba feliz como un niño.

– … La etimología de los topónimos de esta zona confirma que esta montaña, y no otra, fue el lugar del desembarco de Noé -decía, ahogado por la altura-. En la cara norte, antes de llegar al gran barranco, hay un poblado que se llama Masher. Significa «el día del Juicio Final». -Una bocanada de aire frío le hizo carraspear-. En el lado armenio, la capital se llama Ereván, que dicen que fue la primera expresión que pronunció Noé al descender del arca y fijarse en esas tierras. «¡Erevats!» ¡Ahí está! Y muy cerca se levanta la aldea de Sharnakh, que significa «poblado de Noé». O Tabriz, «el barco». Todo es así en cien kilómetros a la redonda…

Yo estaba más concentrada en dónde ponía los pies que en escuchar aquel torrente inútil de información.

Avanzábamos a una velocidad cada vez más desesperante, de caracol, tratando de evitar las ventiscas de nieve y los taludes, pero también con la prudencia que nos imponían Daniel Knight y Ellen Watson, que se revelaron más torpes de lo que nadie en el grupo esperaba. Por eso, cuando al final de la tercera hora los seis nos detuvimos ante una enorme pared de roca, sentí un profundo alivio. El muro era impresionante. Estaba surcado por cicatrices casi verticales, a veces cruzadas en forma de aspa, que el viento lamía con avidez, haciendo que susurrasen. Las nubes bajas nos impedían ver dónde terminaba, haciéndonos sentir como hormigas al pie de un rascacielos. Todos comprendimos que se encontraba al final de lo que asemejaba una ola petrificada, y Dujok enseguida nos explicó que aquello estaba en el extremo de un gigantesco glaciar.

– Hemos llegado -anunció.

– ¿De… veras? -jadeó Ellen.

Dujok clavó su bastón en el hielo y echó un vistazo al GPS que llevaba encima.

– Sí -respondió lacónico. Sus voces retumbaron en aquella soledad.

– ¿Ah, sí? -El corto horizonte que se abría ante nosotros no podía ser más decepcionante. Me impacienté-: ¿Y dónde está?

– Enseguida la verá.

– El Arca no -protesté-. Martin.

Dujok no replicó. Se atusó los bigotes helados como si quisiera que recuperaran su antigua forma, y desatándose del grupo tomó una linterna para dirigirse hacia el farallón que teníamos delante.

– ¿Adónde va? -gruñó Ellen a mi espalda.

– ¡A responder sus preguntas, señoras! -replicó al fin, y se perdió niebla adentro.

Poco podía imaginar entonces que unos ojos ajenos al grupo estaban siguiendo aquella maniobra con unos prismáticos militares de infrarrojos.

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