Capítulo 6

El rostro escuálido de Antonio Figueiras palideció.

– ¿Eso son disparos? -Nadie pudo contradecirlo-. ¡Son disparos, carallo!

Los seis agentes de policía y los dos guardias civiles que lo flanqueaban se miraron desconcertados, como si dudaran que aquella andanada acústica, hueca, pudiera proceder del cañón de un arma de fuego.

– Así que ese hijo de puta se está liando a tiros dentro de la catedral -dijo mirando a Jiménez como si él fuera el verdadero responsable de aquello. Desenfundó la reglamentaria, una Compact Heckler & Koch de 9 mm que llevaba debajo de la gabardina, y añadió muy serio:

– Hay que detenerlo ya.

El subinspector se encogió de hombros.

– Y ya me explicará quién es ese tipo -lo amenazó Figueiras-. Ahora, ¡síganme!

Cuatro hombres cumplieron la orden. Se acercaron cautelosos al ojo derecho de la puerta de Platerías cuidando de que nadie pudiera verlos desde dentro y abrir fuego contra ellos. Los tres restantes se quedaron en la retaguardia, vigilando de reojo la cercana Puerta Santa y los accesos laterales al templo. La maldita lluvia era tan intensa que apenas se distinguían los toldos color crema de la joyería Otero. Por si fuera poco, la falta de alumbrado público confería al umbral más antiguo de la catedral un aspecto turbador. Siniestro. Las escenas del Antiguo Testamento del tímpano tampoco presagiaban nada bueno. Allí estaba la imagen de la adúltera, famosa entre los peregrinos porque muestra a una mujer sosteniendo la cabeza seccionada de su amante, como advertencia de la severa justicia divina. La expulsión de Adán y Eva del Paraíso. Y en las enjutas de los arcos brillaban, húmedas, las trompetas de los ángeles del Apocalipsis.

– ¿Cómo dijo que se llamaba ese cabrón? -murmuró Figueiras a su agente, mientras se pegaba a una de las columnas estriadas del pórtico.

– Nicholas Allen, inspector. Ha venido desde Washington en un vuelo privado hasta el aeropuerto de Santiago.

– ¿Y le han dejado pasar la frontera con toda la artillería?

– Eso parece, jefe.

– Pues me importa una mierda quién demonios sea, ¿me entiende? Vaya hasta la radio y pida refuerzos. Que manden una ambulancia… ¡y un helicóptero! Que aterrice en la plaza del Obradoiro y cubran esa salida. Y envíe otra unidad a la puerta norte. ¡Dese prisa!

Jiménez se replegó para cumplir las instrucciones. El plan de Figueiras, salvo que las cosas se torcieran, era aguardar allí afuera a que el americano diese señales de vida y prenderlo. Y mejor si nadie daba un tiro más.

Pero no pudo ser.

Tres golpes sordos, contundentes, los sorprendieron unos metros por encima de ellos. Justo sobre la llamada fachada del Tesoro, que discurre longitudinalmente desde la puerta de Platerías hasta la fuente de los Caballos, una ventana saltó en mil pedazos cubriéndolos de vidrios rotos.

– Pero ¿qué…?

Figueiras apenas tuvo tiempo de levantar la cabeza. Las esquirlas habían terminado de desfigurar su campo de visión, pero aun así contempló algo que lo dejó estupefacto: la silueta de un hombre delgado, de ademanes acrobáticos, que parecía tener el pelo recogido en una larga cola y sostenía algo bajo el brazo, brincaba por aquel tejado de quinientos años seguido de una extraña nube de polvo luminoso.

El inspector, ateo, hijo de republicanos y afiliado al Partido Comunista desde los dieciocho años, se quedó lívido. Y desde el fondo de su garganta sólo salió una expresión en la lengua de su madre:

– ¡O demo!

El demonio.

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