Capítulo 83

La primera era una foto vieja. Casi una antigüedad.

Michael Owen la sacó del sobre y la acarició con veneración. Sabía que había sido obtenida por las tropas del zar Nicolás II en el verano de 1917 en algún lugar indeterminado de la frontera turco-rusa. Mostraba a un grupo de hombres de aspecto sucio. Parecían cansados, muertos de frío, estaban vestidos con sus uniformes de paño y lucían barba de varios días. Tres de ellos posaban en posición de firmes ante lo que parecía una casa en ruinas recién sepultada por una avalancha. Un terremoto, tal vez. La impresión, sin embargo, no podía ser más equívoca.

Owen sabía lo que había costado que aquella imagen estuviera en sus archivos. Los servicios secretos habían pagado con sangre su llegada a Washington. Lo hicieron cuatro décadas después de que, por circunstancias, cayera en manos de los bolcheviques. Ellos la querían. Aún más, la necesitaban más que a su propia revolución. Y no era difícil comprender por qué.

Si se fijaba mejor y lograba sortear el granulado de la imagen, la casa que se veía tras los soldados se antojaba algo extraña. Tenía tres pisos y daba la impresión de que su fachada se había derrumbado hacía poco. Curiosamente, en los niveles que habían quedado a la intemperie no se apreciaban los enseres propios de una vivienda. Allí no había muebles, ni ropas, ni trozos de vigas o ladrillos. Lo que quedaba a la vista eran unas habitaciones oscuras. Y si uno prestaba atención, adivinaba varios pequeños habitáculos, situados unos al lado de otros, que se perdían hacia dentro en una secuencia infinita.

Al emparentaría con las otras que contenía el dossier, el puzle se hacía al fin inteligible. Una segunda foto, obtenida a unos trescientos metros de la extraña casa, probablemente desde un barranco situado justo encima, parecía tener la clave. La vivienda era en realidad la parte visible de una estructura alargada, rectangular, atrapada en un inmenso glaciar que en algún momento la había partido en dos dejando sus tripas al aire. En el reverso, escrito en ruso con caracteres muy cuidados, podía leerse:


Expedición Romanov. Julio de 1917

Arca de Noé


Durante años los especialistas habían especulado con la existencia de aquellas instantáneas. Todos los libros sobre el Arca las han mencionado sin reproducirlas. Hablaban de una misión de exploración en la frontera turca encargada por Nicolás II poco antes de los disturbios que terminaron con él y con su familia, pero carecían de pruebas. Todas estaban allí. Contaban la historia del centenar de soldados, ingenieros, fotógrafos y dibujantes que tuvieron la mala fortuna de caer en manos de los enemigos del zar al descender de la montaña y ser acusados de alta traición. La mayoría fueron fusilados cerca de Ereván y los pocos que consiguieron escapar con vida no hablaron nunca de lo que vieron en la cima. Para un régimen ateo, la aparición de una reliquia bíblica era pura dinamita. El propio «padre de la revolución» las ocultó entre sus papeles, resistiéndose a destruirlas por la mezcla de fascinación y repugnancia que le provocaban. Es más, al parecer envió varios equipos de zapadores para que volasen el arca, pero éstos -menos avezados y resistentes que los soldados imperiales- fueron incapaces de dar con aquella especie de trasatlántico varado en medio de ninguna parte.

Tal vez fue cosa de Dios.

Después, claro, vino lo del robo.

En 1956 un agente doble consiguió acceso a los archivos del camarada León Trotsky y se tropezó con las tomas. Consiguió sustraerlas y vendérselas en Berlín a un representante de la Embajada de los Estados Unidos. Sin embargo, el día de la entrega, él y su comprador fueron interceptados en el sector oeste de la ciudad y acribillados a balazos por la Stasi, la policía secreta de Alemania oriental. Dos días más tarde, un capitán de frontera sin escrúpulos y un millón de dólares de por medio obraron el milagro de llevarlas a su destino. El Proyecto Elías las había conseguido aun a costa de perder a uno de sus espías más eficaces.

Cuando eso ocurrió, Michael Owen era un niño. Por eso no le dolía verlas.

La que más le llamaba la atención era la última de la serie. Había sido obtenida en la parte superior de la «casa», en una zona intacta que parecía haber sido sellada herméticamente. Allí no se veía ninguna habitación, sino una pared veteada en tonos oscuros, sobre la que estaba apoyado un tipo con las cejas y los bigotes escarchados. Que el hombre era ruso no hacía falta jurarlo. Tenía una de esas miradas de cosaco, desdibujada por el vodka, que parecían decir «Atrévete a llegar aquí, capullo». Fue su favorita desde la primera vez que la vio. Sobre todo por una razón: uno de los índices enguantados del soldado señalaba unas marcas esculpidas en el muro. Parecían iniciales grabadas en piedra. Sólo eran visibles cuatro, aunque en la imagen se intuía que había lugar para más. Un poco más abajo despuntaba una suerte de monigote que Michael Owen conocía bien. En el siglo XVI alguien lo había llamadoMonas Hierogliphica. Lo curioso es que ninguna de esas letras o diseños eran hebreos. Si aquello, como parecía, era el Arca de Noé, el patriarca bíblico no había marcado su nao con el alfabeto de su pueblo, sino con otro desconocido.


Aquéllos eran los mismos glifos que había confiado tiempo atrás al mejor analista del proyecto, William L. Faber. Todo lo que le había dicho es que estaban emparentados con un alfabeto extraño que en el Renacimiento fue llamado «enoquiano» y que se canalizó al completo, en tiempos de Isabel de Inglaterra, por un grupo reducidísimo de médiums. Su hipótesis de trabajo defendía que quien lograra articular la pronunciación exacta de esas letras -y no había otra opción para hacerlo que estudiar la lengua enoquiana- conseguiría activar las adamantas y dominar su mecanismo emisor.

Todo indicaba que Faber estaba a punto de lograrlo pero, por desgracia, se hallaba también en paradero desconocido.

En Turquía.

Probablemente buscando a su hijo.

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