Capítulo 42

Ellen Watson no encontró un lugar mejor para hacer aquella llamada. Abandonó la embajada de los Estados Unidos en Madrid por la puerta que daba a la calle Serrano y buscó un rincón discreto donde ponerse a salvo de miradas curiosas. A esa hora tan temprana aún no se había despertado el tráfico de la ciudad. El distrito de los comercios de lujo estaba casi vacío, apenas transitado por taxis libres y dos o tres camiones de reparto. Para la asesora del presidente, sin embargo, esa calma no era suficiente. Necesitaba accionar el teléfono satelital codificado que llevaba encima. Y hacerlo sin llamar la atención de nadie. La fea iglesia que los jesuitas tenían al otro lado de la calzada, abierta a los fieles que atenderían misa de siete en media hora, se le antojó perfecta.

Tal y como imaginó, el templo todavía estaba vacío. Taconeó hasta un rincón cerca de una ventana y, mirando a uno y otro lado, marcó los dieciséis dígitos de un número cifrado de Washington D. C.

La comunicación se estableció al segundo tono.

– Soy Ellen. Mi clave es Belzoni -dijo en voz baja.

El varón que respondió al otro lado lo hizo con afecto, pero sin disimular su preocupación.

– La mía, Jadoo. Esperaba tu llamada. ¿Tienes novedades?

Ellen se sintió aliviada al escuchar aquella voz.

– Más o menos, señor -dijo-. Usted estaba en lo cierto: aquí está pasando algo fuera de lo común. Anoche el servicio secreto fue a buscar a la esposa del ex agente de la NSA secuestrado en Turquía y, según su versión, durante su encuentro fueron atacados con armas electromagnéticas.

– ¿Es eso posible?

– Por lo que nos han explicado, sí.

La línea enmudeció un segundo para después restablecerse con fluidez. Era el spider de seguridad que rastreaba cualquier posible pinchazo. No lo encontró.

– ¿Crees que esa búsqueda está relacionada con la Operación Elías?

– Estoy segura, señor. Les ha sorprendido que nos presentáramos tan rápido para pedirles explicaciones.

– Aunque, por supuesto, no te habrán dicho nada…

– Como siempre. Argumentan que no tenemos el nivel de confidencialidad necesario para acceder al proyecto.

– Lo habitual. -Su tono sonó a resignación.

Ellen dudó si aquel momento era bueno para decir lo que llevaba pensando desde que supo del secuestro de Martin Faber, pero decidió arriesgarse. Sabía que era lanzar un órdago a su interlocutor. Uno que, si cuajaba, podría ayudarla a dar un importante giro a su misión, pero que si fallaba podría dejarla fuera.

– Nos queda una opción, señor -dijo al fin.

– ¿Cuál?

– Que lo pida usted en persona.

– ¿Cómo?

– Que solicite el acceso a los archivos de Elías, señor. Compréndalo. Usted es el único al que no podrán negárselo. -La muchacha tomó aire antes de proseguir-. Lamento tener que decirle esto, pero quizá sea el momento de arriesgarlo todo. El Proyecto Elías se ha reactivado ahora para perseguir una de esas piedras y, por primera vez en años, se han encontrado con problemas. De no haber sido secuestrado el señor Faber nunca nos hubiéramos enterado de esta operación. Por eso creo que deberíamos aprovechar este incidente para intervenir y hacerles ver que conocemos sus movimientos.

Después de soltar su retahíla, Ellen cruzó los dedos. Al otro lado de la línea su interlocutor masticaba sus palabras.

– Lo consideraré -titubeó la voz al fin-. Se lo prometo. ¿Qué dice Tom?

– Le ha extrañado que el delegado de la NSA en Madrid no haya mencionado las piedras siquiera. Porque eso es, sin duda, lo que han ido a pedirle a la mujer de Martin Faber. Al menos una de ellas.

El hombre que estaba al teléfono hizo otra pausa antes de hablar.

– Escucha bien lo que voy a decirte, Ellen. -Su tono, aunque dulce, era el de alguien acostumbrado a mandar-. Si Tom y tú recuperáis esa piedra antes que la NSA, conseguiríamos una posición de fuerza para presionarlos y aclarar qué está pasando. ¿Podrías encargarte de eso?

– Por supuesto, señor. Ya estamos en ello.

– Mientras lo hacéis, quizá dé el paso que me pides. Te tendré al corriente.

El rostro de Ellen Watson se iluminó.

– Señor.

– Ellen… -Esta vez, al pronunciar su nombre, su interlocutor pareció más solemne que de costumbre-: Sé que lo haréis bien.

La mujer reconoció aquel aplomo al instante. Su interlocutor sabía cómo hacer que su pecho se inflamase de patriotismo y que sus pies despegasen del suelo deseando cumplir con cualquier misión. La frase «Sé que lo haréis» implicaba, además, algo particularmente valioso para ella: podría disponer de los recursos que precisara para cumplir su tarea. Y se sintió afortunada por ello. Sólo un puñado de personas en todo el planeta gozaban del privilegio de bañarse a diario en semejante energía, de sentir a flor de piel la confianza plena del presidente de los Estados Unidos. Y ella, Ellen Elizabeth Watson, era una de ellas.

– Gracias, señor presidente. Si esa mujer aún tiene la piedra en su poder, se la haremos llegar a Washington enseguida.

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