Capítulo 46

El presidente tomó su decisión poco antes de la medianoche.

A esa hora, lejos de la vigilancia de la prensa, su vehículo oficial lo depositó frente a la sede de la NSA en Fort George Meade, a unos kilómetros al norte de la capital.

– Buenas noches, señor presidente.

Un funcionario de semblante serio le abrió la puerta de la limusina. Los cuatro gorilas del servicio secreto entraron primero. Su secretaria personal y su jefe de gabinete apretaron el paso tras POTUS -acrónimo de President Of The United States- en cuanto les comunicaron que todo estaba despejado. En sus carpetas el último informe remitido desde Madrid por sus asesores presagiaba tormenta.

– El director Owen ya está esperándole, señor presidente.

– Es un honor recibirle, señor presidente.

– Bienvenido a la NSA, señor presidente.

A cada nueva zancada dentro de aquel laberinto de despachos, salas de reuniones y habitaciones de alta seguridad, los saludos se iban dulcificando. Sólo Michael Owen, el afroamericano de mirada impenetrable y modales exquisitos que lo esperaba en la zona noble de la última planta, parecía contrariado por la visita.

Owen era el dóberman que protegía los secretos de la nación. Nunca estaba de buen humor. Sus subordinados creían que era porque no se resignaba a caminar con su pierna ortopédica por los pasillos de la Agencia, pero ésa no era la verdadera razón. No la de esa noche. Había tenido que quedarse despierto por culpa de uno de sus agentes destinados en España. Y ya sólo le faltaba que el presidente fuera a verlo a deshoras. «Por todos los santos -había estado murmurando mientras daba vueltas en círculo a su mesa-, ¿es que todos se han puesto de acuerdo?»

Cuando el presidente Castle tocó a su puerta, lo invitó a tomar asiento en uno de los sofás de su despacho, le sirvió un café bien cargado y se preparó para lo peor.

Castle pronunció sólo tres palabras. Las tres que lo obsesionaban.

«El gran secreto.»

Owen tragó saliva.

– Bien, Michael -arrancó sin probar el bebedizo-. Espero que tengas preparada la documentación que te pedí.

– Me ha dado sólo una hora, señor presidente.

– ¡Más de lo que necesitas! Quiero saber en qué estado está la… ¿Cómo la llamáis? ¿Operación Elías? -La mirada de POTUS se alzó desafiante. El New York Times la había hecho famosa retratándola cada vez que saltaba una crisis-. ¿Tan difícil te resulta cumplir una orden directa? Pensé que tras los atentados en Chechenia quedó clara la actitud que esperaba de esta oficina.

– Señor, en ese tiempo apenas se puede…

– Verás, Michael -lo interrumpió con suavidad fingida-, llevo veinticinco meses en la Casa Blanca leyendo tus malditos informes diarios con asuntos de seguridad nacional. Todos son escrupulosos. Llegan a mi despacho a primera hora del día. Son sintéticos. Didácticos, incluso. Me has hablado de finanzas, de armamento nuclear, de terrorismo biológico y hasta de misiones tripuladas a la Luna, pero en ninguno he visto mencionada esa operación.

– No, pero…

– Director Owen -lo detuvo-, antes de mentir al presidente, debes saber que la Casa Blanca ha hecho sus deberes. Ayer envié dos asesores a España para investigar la desaparición de uno de tus antiguos agentes. Según mis informes, ese hombre participó en un operativo llamado Elías. -Castle paladeó la perplejidad que comenzaba a dibujarse en el rostro de su interlocutor-. A ese ciudadano lo han secuestrado en Turquía, así que imaginé que su esposa, que aún vive en Europa, podría darnos alguna información útil. Y qué curioso: tus hombres se nos han adelantado como perros hambrientos. Lo peor del caso -prosiguió- es que la NSA no me ha informado aún del secuestro de este ciudadano norteamericano. He tenido que averiguarlo por canales extraoficiales. Y hace menos de una hora se me ha informado de que la mujer de este agente también se ha volatilizado. ¿Qué demonios está ocurriendo, Michael? ¿Qué debería saber que todavía no me has contado?

El rostro del director Owen se endureció. Echó un vistazo fugaz a los dos acompañantes del presidente haciéndole notar que su presencia allí le resultaba incómoda.

– Entiendo. Quieres hablar sin testigos, ¿no es eso? -Castle captó su gesto.

– Si fuera posible, señor.

– No me gusta tener secretos con mi equipo, Michael. Lo sabes de sobra.

– Aunque no lo crea, a mí tampoco, señor. Pero este asunto lo requiere. -El director hizo una pausa-. Se lo ruego, señor presidente.

Roger Castle aceptó.

Cuando al cabo de un minuto se quedaron a solas, le sorprendió que el responsable de la mayor organización de inteligencia del planeta se levantara del sofá para tomar una gruesa Biblia de tapas rojas que había dejado poco antes sobre su mesa de trabajo.

– Debo pedirle una cosa más, señor.

Owen la colocó frente a POTUS y, en tono solemne, le solicitó algo que, sinceramente, no se esperaba.

– En virtud de su cargo, señor, le ruego que jure que no va a revelar a terceras personas ninguna de las informaciones que voy a confiarle.

Roger Castle lo miró atónito.

– ¿Qué es esto, Michael? Ya hice un juramento al tomar posesión del cargo.

– Lo lamento, señor presidente. Puede que esto le parezca fuera de lugar, pero si hemos de hablar de la Operación Elías deberá someterse a sus propios protocolos. Algo anticuados, no se lo discutiré, pero protocolos al fin y al cabo.

– ¿ Anticuados?

– La operación por la que usted se interesa, señor, fue creada en tiempos del presidente Chester Arthur. Es la primera que puso en marcha nuestra nación y sólo se puede acceder a ella tras prestar un juramento especial.

– ¿Chester Arthur? ¡Por todos los diablos! ¡De eso hace más de cien años!

Michael Owen asintió.

– Pocos hombres en su posición han solicitado acceso a Elías, señor. Puede parecerle desfasada, pero fue la que inauguró las operaciones a gran escala de nuestros servicios secretos; por eso goza de un estatus diferente. Hasta ahora se ha mantenido fuera del alcance de la Ley de Libertad de Información y son muy pocos los que siquiera conocen su existencia. Sólo Eisenhower en 1953 y George Bush padre en 1991 pidieron acceder a ella. Yambos cumplieron con este trámite.

Owen aguardó a que Roger Castle decidiera qué hacer, pero el imponente afroamericano insistió con la mirada fija en su Biblia:

– Es necesario, señor.

– ¿Me convierte esto en cómplice de algo ilegal, Michael?

El director de la NSA, en pie, basculó el peso de una pierna a otra negando con la cabeza.

– Por supuesto que no.

De mala gana, el presidente colocó su mano sobre ella y juró mantener reservada la información que iba a recibir. Acto seguido, Owen le deslizó un documento en el que se le advertía sobre las consecuencias legales que tendría su perjurio y Roger Castle lo firmó.

– Espero que merezca la pena -murmuró al guardarse la pluma.

– Eso lo valorará usted, señor. Por cierto, ¿qué sabe del presidente Arthur?

La pregunta del director parecía pensada para romper la tensión entre ambos. Castle apreció la tregua y empleó una fracción de segundo en intentar recordar cuándo había oído hablar por última vez de él.

– Supongo que de Arthur conozco lo que todo el mundo -sonrió-. No puede decirse que haya sido uno de nuestros presidentes más populares. En Washington lo llamaban «el jefe elegante». Y, que yo sepa, a él le debo la suntuosa decoración de la Casa Blanca. Mi dormitorio lo diseñó Tiffany's por encargo suyo. ¡Y también el presupuesto para fiestas oficiales!

– Déjeme decirle que tras esa fachada se escondía un hombre menos frívolo de lo que usted cree, señor. Chester Arthur fue el quinto hijo de un predicador baptista irlandés del que heredó la pasión por la Biblia. Como supondrá, la suya fue una obsesión privada que se cuidó bien de no airear. Ni siquiera su esposa estaba al corriente. Quizás ignore que en los Archivos Nacionales se conservan sólo tres rollos microfilmados con sus notas personales, y tampoco en ellas dejó entrever esa devoción…

– ¿Tres rollos?

Owen asintió:

– El resto de papeles los quemó él mismo antes de dejar la presidencia.

– Eran otros tiempos -suspiró-. ¿Te imaginas qué ocurriría si yo hiciese lo mismo? Continúa, por favor.

– Durante el mandato de Arthur hubo un pequeño detalle, casi anecdótico, que revela su verdadero carácter: creó la Oficina Naval de Inteligencia, el primer servicio secreto de nuestra nación. Arthur discutió con varios de sus almirantes la necesidad de encontrar las pruebas de algo que lo obsesionaba. ¿Se lo imagina?

El presidente negó con la cabeza.

– El Diluvio Universal, señor.

– Prosiga.

– Todo debe entenderse en el contexto de su época, presidente. Durante el segundo año del mandato de Arthur, quien fuera primer gobernador de Minnesota y miembro de su propio partido, Ignatius Donnelly, publicó un libro que fue muy aclamado: Atlantis, the Antediluvian World. Donnelly había pasado meses en la Biblioteca del Congreso buscando pruebas de que la Atlántida que mencionaba Platón en sus diálogos existió realmente y que, según él, fue destruida durante el Diluvio. De hecho, Donnelly todavía es considerado el hombre más culto que se ha sentado jamás en la Cámara de Representantes. No es de extrañar que la lectura de su obra por parte de otro erudito como Arthur le creara un gran desasosiego. E incluso que éste se multiplicara cuando las primeras noticias de la erupción del Krakatoa llegaron a la Casa Blanca. Imagíneselo: aquel volcán arrasó todo un archipiélago con una explosión diez mil veces más potente que la bomba de Hiroshima, creando olas de cuarenta metros de altura que barrieron decenas de poblaciones.

– ¿Y eso ocurrió durante su presidencia?

– Así es. Por eso es comprensible que Arthur comisionara a la Marina para recabar información sobre el Diluvio y determinara si éste podría volver a repetirse tarde o temprano.

Castle continuó escrutando al director Owen con cierta desconfianza.

– Espero que todo eso sea cierto…

– Lo es, señor.

– Entonces -añadió en tono grave-, si el objetivo de aquella orden presidencial era estudiar el Diluvio, ¿por qué el presidente Arthur bautizó su operación con el nombre de Elías y no con el de Noé?

Owen sonrió. Aquel tipo conservaba intacto el fino instinto que lo había llevado al Despacho Oval.

– Aún no le he explicado algo importante, señor -respondió-. Lo que a Chester Arthur le preocupaba no era probar que el Diluvio de Noé tuvo lugar. Para él ese extremo estaba fuera de duda. Lo que quería saber era si algo así podría desencadenarse durante su mandato.

– ¿Y tenía alguna razón para temer semejante cosa?

– En la Biblia, señor presidente, la existencia de un nuevo Diluvio, de uno posterior al de Noé, se deja entrever cuando Malaquías redacta las últimas palabras del Antiguo Testamento. Mire. Lea aquí.

Owen le tendió de nuevo la Biblia roja, esta vez abierta por el final del capítulo 3 de Malaquías:

He aquí que Yo os enviaré al profeta Elías

antes de que llegue el día de Yahvé, grande y terrible.

– ¿Lo ve? «El día grande y terrible» está asociado al regreso de Elías. Una creencia, por cierto, que sigue viva entre los judíos que aún lo esperan cada Pascua, reservándole incluso un lugar en su mesa. Imagínese. Chester Arthur se obsesionó con todo eso. De ahí que el nombre de la operación se vinculase al profeta en tanto portador de la advertencia del apocalipsis futuro. Y puedo asegurarle que determinar ese día se convirtió en el objetivo prioritario de su administración. Para lograrlo implicó a la Marina pero también a científicos de muy diversas disciplinas dentro de un proyecto que ninguno de sus integrantes se ha atrevido a clausurar hasta hoy.

– Y… ¿lo han conseguido? -A Castle no se le había ocurrido pensar que aquella frase empleada por su padre moribundo pudiera haber salido de la Biblia-. ¿Han averiguado cuándo será el día?

– Digamos que, al final, todos esos cerebros llegaron a una conclusión un tanto singular.

– Sorpréndame.

– Releyendo los textos bíblicos, se dieron cuenta de que, tanto en el caso de Noé como en el de Elías, la información de la catástrofe no les llegó por su habilidad para observar la Naturaleza. De hecho, ninguno de ellos fue capaz de determinar la fecha del fin del mundo, sino que a ambos les fue revelada directamente desde una Instancia Superior. -Owen parpadeó algo nervioso-. Una Inteligencia Suprema. El Gran Arquitecto. Dios. ¿Lo entiende?

– Dios, claro -repitió Castle, incrédulo-. ¿Y bien?

– Creo que no lo capta, señor: el objetivo de la operación es conseguir abrir una vía de comunicación con Él para que nos prevenga de una situación parecida, si fuera el caso. Queremos contar con el mismo seguro de vida que Noé. Así de simple.

– ¿Qué?

– La Operación Elías busca un canal para hablar con Dios, señor. Por eso la NSA se ocupa de ella. ¿O acaso no es nuestra misión proteger las comunicaciones del gobierno?

– Es una broma, ¿verdad? Me cuesta imaginar una especie de grupo de oración en la sede de la inteligencia militar de este país.

– No es un grupo de oración, señor presidente -lo corrigió Owen-. Es un grupo de comunicación.

Los ojos de Roger Castle casi se le salen de las órbitas.

– ¿Quiere decir que desde hace más de cien años, primero desde la Oficina Naval de Inteligencia y luego desde la Agencia Nacional de Seguridad, ha existido un programa secreto e ininterrumpido para tratar de hablar físicamente con Dios?

– Todo esto es más racional de lo que parece, señor. Los del presidente Arthur fueron los años del espiritismo. Medio mundo creía que podía comunicarse con el más allá. Y si, como parecía, los avances en el campo de la electricidad y la telefonía iban a seguir creciendo exponencial- mente, a nadie le resultaba inverosímil que un día u otro lográramos hablar con el otro lado. Hasta con el cielo, si fuera preciso.

Una sombra de consternación oscureció el rostro de POTUS:

– Dígame, Owen, ¿cuánto nos ha costado esto?

– Elías no tiene presupuesto asignado, señor. Si necesita alguna información o recursos para su trabajo, se piden a través de la agencia oportuna.

– ¿Y por qué nadie ha clausurado esta locura aún, Michael? Porque eso es lo que es, ¿no?

Owen lo miró severo, se levantó del sillón y arrastró su pierna ortopédica hasta la ventana.

– Le recuerdo que también el Proyecto Apolo era una locura, señor. Y sin embargo logramos poner a doce americanos en la Luna. Si Elías no se ha cerrado aún es porque en este tiempo ha dado resultados interesantes.

– Es otra broma.

Por tercera vez en pocos minutos, el presidente no daba crédito a lo que estaba oyendo.

– La Operación Elías ha evolucionado mucho desde los tiempos de Chester Arthur, señor. Ahora existen iniciativas de búsqueda de inteligencias en el espacio, muy parecidas en su filosofía a la Operación Elías.

– Claro -concedió-. En 1882 no disponíamos de radiotelescopios…

– Por esa razón se creó un grupo dedicado a recoger aquí y allá las radios que sirvieron en el mundo antiguo para comunicarse con Dios, tratando de ponerlas en funcionamiento de nuevo. En ellas trabajan un grupo de sabios que se ha ido renovando desde entonces. Lo que hacen es ciencia pura. Pero sobre bases tan remotas y con resultados tan avanzados que si se hicieran públicos casi parecería magia.

– Un momento. ¿Ha dicho radios?

El asombro de Roger Castle no había tocado fondo.

– ¿Recuerda las viejas radios de galena, señor?

– Mi abuelo tuvo una…

– Son radios primitivas que funcionaban gracias a una piedra sulfurosa con vetas de plomo. Por sí mismo, el mineral era capaz de detectar variaciones en el campo electromagnético circundante. No necesitaba pilas, se alimentaba de la energía de las propias ondas de radio, y su esquema de funcionamiento era más que simple. Dentro de su mecanismo-de captación, y con una antena adecuada, una sola piedra podía llegar a demodular emisiones de onda media con facilidad.

– ¿Y eso se conocía en tiempos de Noé?

– Creemos que sí, señor. De hecho, sabemos que nuestros antepasados usaron piedras para hablar con Dios. Fueron minerales modificados electromagnéticamente, capaces de interferir en frecuencias específicas de comunicación. Su existencia no pudo mantenerse en secreto por mucho tiempo. Todos los libros sagrados las mencionan: las Tablas de la Ley, la Kaaba, la piedra de Jacob, la del Destino escocesa, la «susurrante» del Oráculo de Delfos, la Lia Fail irlandesa… Incluso se conocían entre los aborígenes australianos. Las llamaban «piedras alma» o churingas.

«¡Piedras!»

Una chispa brilló en alguna sinapsis neuronal del presidente, recordándole la promesa que le había hecho Ellen Watson de hacerse con una de ellas.

– Muy bien, Michael. Escúcheme con atención. Quiero saberlo todo de este proyecto. Cuál es su programa. Quiénes lo integran. Qué pasos piensan dar para cumplir su objetivo. Y, también -añadió buscando su mirada junto a la ventana del despacho-, por qué han desaparecido dos personas vinculadas a esas piedras.

– No habrá problema con eso, señor. Aunque debo decirle que sus preguntas llegan en un momento muy delicado para la Operación Elías.

– ¿A qué se refiere?

– Por primera vez en cien años nos ha salido un serio competidor.

– ¿Qué?

– Alguien está utilizando sus conocimientos en la tecnología de los antiguos para abrir esa vía de comunicación antes que nosotros. Y ese alguien es quien ha hecho desaparecer a sus dos personas. Pero estamos ya tras ellos, señor.

– ¿Y quién diablos está al frente de esto?

Owen se apartó de la ventana desde la que se veía el Washington Memorial aún iluminado, como una flecha de fuego en medio de la noche, y sostuvo la mirada de su presidente:

– Para responder a esa pregunta deberíamos dejar este edificio, señor. Supongo que su limusina sigue ahí fuera, ¿verdad?

– Claro.

– Si da la orden de que nos despejen la ruta, a esta hora podríamos llegar a la NRO en cuarenta minutos.

– ¿A la Oficina Nacional de Reconocimiento? ¿Ahora?

Owen asintió.

– Es importante que vea algo.

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