Capítulo 44

Roger Castle estaba seguro de que alguien en la todopoderosa Agencia de Seguridad Nacional había estado jugando al escondite con él desde que ocupó el Despacho Oval. No es que hubiera tenido nunca una buena opinión de los servicios secretos; de hecho, en su última campaña electoral abogó por recortar la suma de diez dígitos que costaban al erario público, ganándose enemigos importantes en su seno. Pero a esas alturas, y tras dos años a la cabeza del Ejecutivo, para Castle era evidente que los había subestimado. Los votos no iban a bastarle para franquear sus puertas. Al menos, no las del «gran secreto».

El gran secreto.

El término parecía sacado de un argumento desfasado de Hollywood. De una de esas películas de serie B sobre extraterrestres criogenizados en algún desierto del suroeste del país. Pero tras semejante etiqueta se escondía algo muy serio. Tarde o temprano, en cualquiera de las altas esferas de la vida pública del país, la dichosa frase emergía dejando al presidente en una situación más que incómoda. «Jamás he oído hablar de ello», mentía cuando le preguntaban por aquello. Ya Roger Castle le dolía hacerlo. Encarnaba la autoridad suprema en los Estados Unidos y, francamente, le reventaba no saber de qué demonios le hablaban. Durante algún tiempo lo pasó por alto creyendo que debía de tratarse de un chiste para consumo interno de la comunidad de Inteligencia. «El gran secreto es que no hay secreto», quería creer. Pero en su fuero interno pasar algo por alto no implicaba olvidarlo.

Castle sabía mejor que nadie que aquélla era una historia demasiado vieja para ser ignorada.

La había oído por primera vez en un foro oficial, cuando todavía era gobernador de Nuevo México, durante una recepción con indios hopi en el Capitolio de Santa Fe. En aquellos días, a los nativos de las reservas del norte del estado les preocupaba que la meteorología estuviera cambiando. La lluvia escaseaba y el río Grande había perdido un quince por ciento de su caudal. «Todo anuncia la llegada de la Gran Catástrofe, señor», le dijeron. «Saber cuándo y cómo llegará y estar preparados para ello es el gran secreto -vociferó su portavoz, un anciano jefe indio de casi noventa años que obedecía al nombre tribal de Oso Blanco. Y añadió-: Los blancos nos ocultan desde hace tiempo los detalles del día grande y terrible.» «¿El día grande y terrible? -Sonrió entonces el honorable Castle, quitándole hierro al asunto-. ¡Yo creía que ése fue el del bombardeo de Hiroshima!»

Roger Castle no volvió a ocuparse del asunto hasta un mes más tarde. Ese día falleció su padre, William Castle II. De él lo había heredado todo: su fortuna, su inteligencia, su aspecto de John Wayne en El Álamo y, sobre todo, su descreimiento. Creer en algo que no se pudiera medir, pesar o convertir en dividendos era una pérdida inexcusable de tiempo.

Durante la guerra, William Castle II había formado parte del grupo de matemáticos y físicos teóricos del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton que repasaron los cálculos del Proyecto Manhattan. Lo que casi nadie sabía es que al final de la guerra, una vez llevada a término la construcción de las primeras bombas atómicas, la mayoría de sus miembros siguió reuniéndose de forma discreta, haciéndose llamar «los jasones». Se convirtieron en una especie de empresa informal para la asesoría de los militares; idearon soluciones para Camboya y Vietnam, y pese al descrédito en el que cayeron entre los pacifistas, algunos como el padre de Castle supieron mantener a salvo su reputación académica.

Siendo niño, durante tres o cuatro veranos, Roger correteó entre aquellos sabios mientras despachaban sus aburridos asuntos. En las interminables sobremesas de su padre se discutió por primera vez de escudos antimisiles, de guerra electrónica, de Internet -aunque, por supuesto, nunca la llamaron así- y hasta del futuro espionaje satelital. Por eso, cuando William Castle II, en su lecho de muerte, pidió un minuto para conversar a solas con su hijo y le mencionó aquello del «día grande y terrible», Roger sufrió un impacto que ya nunca lo abandonaría.

– Hace poco, una delegación de indios hopi me habló de un grupo de sabios que guardaban esa fecha en secreto -le dijo, sin salir de su asombro.

– Éramos nosotros, hijo.

– Pero ¿tú crees en eso, papá? -le preguntó con los ojos llenos de lágrimas.

– Yo no creo. Soy científico, ¿recuerdas?

– ¿Y entonces?

– Lo sé, hijo. Lo sé.

En su cama, consumido por un implacable cáncer de páncreas, el patriarca de los Castle le reveló algo más: que los servicios secretos trataban de determinar, bajo el paraguas de cierta Operación Elías, ese momento de nuestro futuro inmediato. Hacía mucho que su padre ya no participaba de las reuniones de los jasones pero estaba seguro de que ya existía un día D marcado en alguna parte. La NSA, la Agencia Nacional de Seguridad, coordinaba documentos de todos los organismos federales que le interesaban, desde la NASA a la NOAA, la Administración Nacional del Océano y la Atmósfera. Tantos años empeñados en examinar informes sísmicos, radiactivos, de niveles de rayos cósmicos o de electricidad en la atmósfera debían, en su opinión, haber determinado ya una fecha en el calendario.

– Pero esos bastardos, Roger, sólo rinden cuentas a la industria armamentística -dijo-. La democracia les importa un comino. Saben que una información precisa sobre el futuro del planeta les asegurará su pleno dominio. Por eso se la guardan. Ni siquiera pondrán al tanto al presidente. En tiempos de caos, la democracia que éste representa no valdrá nada.

– ¿A ningún presidente? ¿No se lo han dicho a ninguno?

Su padre amagó una mueca de dolor.

– Ese proyecto es tan secreto que muy pocos han sabido de su existencia. Los presidentes vienen y van, hijo. Son políticos. Pero esa clase de gente se queda. Además, como ninguno les ha preguntado por él, tampoco han hecho nada para darlo a conocer. ¿Lo entiendes? Si algún día llegas arriba, tendrás que dar tú el paso y preguntar.

Ellen le había dicho exactamente lo mismo. Era un buen consejo. Y eso era lo que iba a hacer. Ahora estaba seguro.

«Es el momento de arriesgarlo todo», le había sugerido su fiel asesora.

Roger Castle, cuadragésimo quinto sucesor de George Washington, había oído hablar mucho de Elías. Sus fuentes eran intachables, estaba en la cúspide de su nación y dispuesto a llegar al fondo de aquel asunto.

«Ahora o nunca», pensó.

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