Capítulo 93

Me acerqué a la grieta con el corazón en un puño, exhalando nubes de vaho cortas y densas. Debía de ser cerca ya del mediodía porque mi estómago rugía pidiendo alimento.

Sólo cuando la tuve a unos centímetros del rostro comprendí su función. La hendidura era lo suficientemente holgada como para dejar pasar a un adulto de buen tamaño bajo los carámbanos, así que, como antes hiciera Dujok, me deslicé cuidando de no tocar ninguno y clavé los crampones en el suelo helado para asegurar mi equilibrio.

Lo primero que me sorprendió fue que hubiera claridad en un lugar tan angosto. La explicación llegó de inmediato. Aquella grieta que discurría hacia el corazón del glaciar se estaba derritiendo y el hielo era de una textura tan fina que dispersaba los rayos de sol como el difusor de un flash. Aun así, el exceso de luz no logró quitarme de la cabeza que estaba en un lugar peligroso. Sus paredes eran quebradizas. Y eso no era una buena señal. Aquélla no era la clase de hielo sólido que debería de haber en el interior de una lengua de hielo milenaria. Aceleré el paso. Atraída por el rumor que emergía de lo más hondo de la montaña, avancé hasta su desembocadura.

Tres siluetas me esperaban al final del túnel. La primera era Artemi Dujok, que se había desembarazado de su mochila y me tendía los brazos para ayudarme a vencer el gran escalón en el que moría el pasillo. Las otras dos, en cambio, no logré identificarlas.

– Querida-urgió la más próxima. Sostenía una linterna que me obligó a achicar los ojos-. ¡Cuánto tiempo sin verte!

El corazón me dio un vuelco. Aunque tardé en asociarlo a una imagen, hubiera reconocido aquel acento entre un millón. ¿Cómo no se me había ocurrido pensar que Sheila Graham estaría cerca cuando Daniel apareció en Halla??

– ¡Sheila!

– Pues claro, jovencita. ¿Quién si no? -rió bajando su lámpara.

La vieja «guardiana del Grial» estaba espléndida. No me fijé en que su media melena había desaparecido bajo un grueso gorro de lana. Su eterna coquetería despuntaba en su boca de carmín rojo perfecta y sus pestañas recién estiradas. Era como si el frío la embelleciera.

– Supongo, querida -dijo después de estamparme un par de besos-, que no conoces aún a William, ¿verdad?

Entonces, la tercera silueta dio un paso adelante. Se apoyaba en un bastón y cojeaba mientras hacía esfuerzos por erguir su figura en un gesto que intuí galante. Tenía el rostro níveo, barba cuidada y pómulos que parecían saltársele de la cara. No. No lo había visto en mi vida. Y, sin embargo, cuando nuestras miradas se encontraron, me saludó como si yo fuera una cara que le trajera buenos recuerdos.

– Estás espléndida, Julia -susurró.

Me impresionó encontrarme allá arriba a un anciano que rondaría los ochenta. Aunque el Ararat no parecía una montaña para alpinistas experimentados, tampoco era propia para un hombre de esa edad. Él, sin embargo, no parecía sentirse fuera de lugar. Más bien al contrario. Vestía ropas térmicas como las del resto y una vistosa bufanda verde manzana que le cubría el cuello y realzaba su porte aristocrático. Hablaba con fluidez, como si no le importara que el oxígeno escaseara a esa cota, y sus movimientos eran gráciles.

– Ahora compruebo que todo lo que he oído decir de ti era cierto… -añadió con asombro, sin quitarme el ojo de encima-. Muy cierto.

– Es William Faber, querida -precisó Sheila al percibir mi desconcierto-. Tu suegro.

«¿Bill Faber?»

Tardé un segundo en asimilar el dato.

«¿El hombre que no quiso acudir a mi boda?»

Un aluvión de imágenes funestas empezó a emerger de mis recuerdos, bombeando oleadas de sangre a mis sienes.

«¿El padre que nunca telefoneaba a su hijo para interesarse por él?» «¿El mismo que se marchó a los Estados Unidos a trabajar, encargando a Sheila y Daniel que investigaran las piedras de John Dee?»

«¿Y qué hacía allí?»

El viejo William dio un par de golpes al suelo con su cayado. Se adelantó hasta donde me encontraba y me estrechó ambas manos con una fuerza y un calor que me sorprendieron. Su presencia imponía. Tenía que reconocer que, incluso con todas mis prevenciones, irradiaba algo especial. Una especie de majestad, como esos pantocrátores medievales que juzgan el mundo desde sus tímpanos de piedra, situándose más allá del bien y del mal. Supongo que a esa impresión contribuyó que Bill me sacara casi una cabeza de altura y que, aunque tenía la espalda encorvada y las huellas de la edad a flor de piel, su cutis estuviera bronceado y sin manchas. Era un tipo atractivo. Magnético.

– Entonces, usted debe de ser también uno de esos ángeles… -murmuré.

William Faber rió.

– Quiero que veas algo, querida Julia. He estado esperando este momento muchos años para mostrártelo…

Renqueando, pero de un humor excelente, el anciano me condujo hasta la parte más profunda del glaciar. Era una cavidad alejada de la embocadura del pasillo de hielo, de paredes de diez metros de alzada que se estrechaban hacia un óculo que daba a cielo abierto y hacia donde se perdía un zumbido que me resultó familiar. Sólo una de sus paredes no estaba congelada. Parecía más bien un saliente de roca de aspecto geométrico, impecable, de color oscuro, frente al que se extendían varias mesas metálicas plegables con toda suerte de equipos electrónicos encima.

«¿Un laboratorio? ¿A cinco mil metros?»

Tragué saliva.

En aquella especie de sima la temperatura era algo más cálida que en el resto de las galerías. Distinguí varios ordenadores -de ahí el runrún amigo-, un barómetro digital, un termógrafo, un sensor sísmico, otro de gravedad, una torre de almacenamiento de datos, un equipo de comunicación vía satélite conectado a una antena de aspecto tubular y, sobre todo, una mesa de mezclas con terminaciones en una red de altavoces que descansaban frente a la roca y cuyo propósito no acertaba a imaginar. Dos grandes columnas de PVC y acero bombeaban calor al conjunto, mientras un generador del tamaño de un frigorífico le suministraba corriente.

Miré a Bill Faber con cara de asombro.

– Esto es en lo que ha estado trabajando Martin desde que llegó a Turquía, querida -dijo.

– ¿Esto? ¿Y qué es exactamente?

– Esa pared -respondió levantando su bastón al frente y dando unos golpecitos al muro- es parte del puente de mando del famoso barco de Noé, Julia. Lleva cuatro milenios esperando por nosotros, conservada entre capas de hielo a cuarenta grados bajo cero.

Bill dejó que su revelación calase poco a poco. Luego añadió:

– Es un milagro que se conserve en tan buen estado. Las nieves perpetuas han ido petrificando su estructura, transformando la celulosa original en lo que tenemos aquí: una madera dura como una roca. O, mejor, una roca con vago aspecto de madera.

– El Arca… -silabeé. Aunque la tenía delante, me costaba creer que lo fuera.

– El interior está sellado, querida -precisó-. No hay forma de acceder a él sin utilizar cargas explosivas, pero hacerlo sería un suicidio. La onda expansiva nos sepultaría bajo toneladas de hielo y rocas antes de que pudiéramos darnos la vuelta para buscar la salida.

Traté de hacerme una idea de las dimensiones de aquel lienzo. En realidad, apenas era un segmento de unos seis o siete metros de largo, que nacía y moría en los dos taludes de tierra que le caían a los lados.

– Hemos tardado décadas en localizarla -prosiguió Bill Faber-. Los últimos que llegaron aquí fueron los rusos. La descubrieron en el verano de 1917, y fue gracias a que las altas temperaturas de aquel año fundieron parte del glaciar en el que nos encontramos. Entonces los soldados del zar hicieron el descubrimiento que más nos interesa. Algo que ha resultado vital para nuestro propósito: una inscripción.

Noté cómo los músculos de la cara se me tensaban.

– ¿Qué clase de inscripción, señor Faber?

El anciano zarandeó su bastón en el aire y se desplazó hacia su derecha. Fueron cinco pasos nada más. Los suficientes para alcanzar la parte del casco de la embarcación más erosionada. Allí, sobre lo que parecía el perfil de una puerta sellada quién sabe cuándo, se adivinaba el contorno de cuatro caracteres extraños. Era difícil reparar en ellos si alguien no te decía dónde mirar. Su color no se distinguía del resto del muro y tampoco el ángulo en el que la luz del Sol incidía sobre ellos contribuía a darles un relieve excesivo.

Llevada por la curiosidad, me incliné para examinarlos de cerca. Pude recorrerlos con la yema de mi dedo índice.


– ¿Los reconoces?

No respondí.

– Dicen que es así como se escribe el nombre original de Dios -sonrió-. Y que revelará todo su poder cuando alguien lo pronuncie correctamente. Martin cree que esas letras son como una especie de llave. Un timbre que si lo accionamos bien podría abrirnos paso a su interior.

– ¿Y qué esperan encontrar dentro?

– Una metáfora.

Despegué la vista del muro para pedir más explicaciones.

– Un símbolo, Julia -insistió-. Queremos la escala que vio Jacob para poder regresar con ella al lugar que nos corresponde. Eso es todo.

– ¿Y cómo se supone que es la escala?

– Seguramente se trata de alguna clase de singularidad electromagnética que se activa invocando esas letras. Su frecuencia acústica debe ponerla en marcha como si fuera una contraseña, un interruptor de la luz. Pero todo depende de su exacta pronunciación. De su sonido y de que las adamantas potencien su señal.

– ¡Y para eso te necesitamos!

Aquella última exclamación no fue pronunciada por el anciano Faber. Rebotó en las paredes de la cueva, encogiéndome el estómago. La voz cayó sobre nosotros desde la parte alta del muro, obligándome, por instinto, a mirar hacia arriba. Allí, suspendido a unos tres metros de altura, cerca de la parte externa del glaciar, lo vi.

– ¡¡Martín!!

Un nudo se me instaló en la garganta. Vestido con un mono impermeable rojo y un jersey de cuello vuelto blanco, Martin trataba de componer su mejor sonrisa al tiempo que se aferraba a una cuerda y dejaba correr su arnés por ella.

– Julia! ¡Ya estás aquí!

Antes de que recobrara el aliento, sus brazos me alzaban por el aire, zarandeándome con entusiasmo.

– Martin…, yo… -Traté de soltarme-. Necesito una explicación…

– ¡Y la tendrás, chérie!

Aquel Martin no se parecía en nada al del vídeo. Estaba exultante, lleno de fuerza y energía. Ni en su rostro ni en sus manos aprecié los rastros de cautiverio que había visto en la grabación.

– Espero que me perdones -murmuró inclinándose sobre mi oído, y depositándome con suavidad en tierra-. ¡Te necesitaba para este momento! ¡Y has venido!

Un torrente de emociones encontradas ascendió hasta mi pecho. Era un magma incandescente que, a la mínima, explotaría. Inspiré aire. Contuve las primeras lágrimas mientras me esforzaba por conservar la calma. Las facciones angulosas y los rizos dorados del hombre al que le había jurado fidelidad eterna no me lo pusieron fácil. Dios. Era él quien me había traicionado. ¡Y seguía pidiéndome que lo ayudara!

– Yo… -balbuceé-. Yo no sé quién eres, Martin. ¡No lo sé! -solté al fin. La presión del pecho apenas se alivió.

Martin inclinó su rostro hacia mí, ajeno a las miradas que nos rodeaban.

– He intentado decírtelo desde el día en que te conocí, pero siempre temí serte más explícito.

– No te creo.

– Lo harás, chérie. Aunque carezcas del don de la fe, tienes otros y terminarás entendiéndolo todo.

Martin alargó su mano hacia mí, deslizándola entre mis cabellos y me acarició la base del cráneo.

– Es curioso, ¿sabes? Pese a todas las maravillas que hemos visto juntos, todavía sigues debatiéndote entre creer y no creer. Entre la razón y la fe. Destierra tus dudas, Julia. Ahora más que nunca necesito que creas en ti y que me ayudes a salvarnos.

– ¿A salvaros?

Los profundos ojos azules de Martin se clavaron en los míos. Destilaban una emoción que nunca había apreciado en ellos. Un brillo extraño. Hubiera jurado que era miedo. Durante un instante fui capaz de percibir su terror. De aspirarlo incluso.

– Chérie, en estos momentos una colosal masa de plasma solar se dirige hacia nosotros. Impactará contra esta parte del planeta dentro de unas horas y provocará la mayor catástrofe geológica desde los tiempos de Noé. Sólo que esta vez, Julia, no disponemos de un refugio. No hay otra arca ni ningún Dios que haya venido a avisarnos…

Noté que Martin dudaba, buscando las mejores palabras para continuar.

– Cuando esa nube invisible penetre en la atmósfera y llegue al suelo -prosiguió-, afectará al equilibrio del núcleo de la Tierra y provocará movimientos sísmicos, destruirá nuestra red eléctrica, provocará efectos imprevisibles en el ADN de las especies más expuestas y hará que volcanes inactivos como éste entren en erupción oscureciendo el cielo durante meses. Es el día grande y terrible del que habla la Biblia.

El espanto que traslucían sus palabras me turbó. Mis uñas se clavaron en la capa impermeable de su mono rojo, como si buscaran su carne.

– Y… ¿no hay modo de evitarlo?

Bill Faber dio un golpe seco en el suelo con su bastón. A su lado Sheila, Daniel y Dujok permanecían callados. Sólo Ellen se removía incómoda.

– Hay una -gruñó el viejo Faber-. ¡Active las piedras y ayúdenos a llamar a Dios!

– ¿Llamar a Dios? ¿Para qué?

– Dios es otra metáfora, Julia -dijo Martin-. El símbolo de una fuerza todopoderosa que impregna el Universo entero y que si se alinease con nosotros podría ayudarnos a compensar los efectos energéticos de la lluvia de plasma solar.

– Pero ¡yo no sé cómo llamarlo!

Entonces el anciano frunció su entrecejo, regalándome un gesto duro.

– Es como rezar, querida. ¿O es que también ha olvidado eso?

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