Capítulo 19

El nuevo apagón nos pilló desprevenidos. Nicholas Allen acarició la pantalla de su iPad para que su retroiluminación nos permitiera tener algo de claridad en la mesa. Apenas funcionó. Por suerte, el último fulgor del aparato fue aprovechado al vuelo por el camarero, que rápidamente hurgó bajo la barra en busca de velas y una caja de cerillas.

– ¿La tiene?

Dada la situación, la pregunta del norteamericano me sorprendió.

– ¿Que si tengo qué, coronel?

– La adamanta, claro.

Su insistencia no me gustó. Aquel tipo prendió una de las velas y la colocó entre nosotros.

– ¿Y si así fuera?

– Bueno… -sonrió irónico-. Ahora podría utilizarla para dar algo más de luz a este local, ¿no?

– ¿Se burla usted de mí?

– No me interprete mal -se excusó-. He hecho muchos kilómetros para hablar con usted. Sé que existen piedras con propiedades extraordinarias. Mi gobierno lo sabe. Pero antes de dar un paso más, necesitaría estar seguro de que usted guarda una de ellas. En el vídeo, su marido habló de una senda para el reencuentro y me pareció una alusión que iba más allá de ustedes dos; que se refería a esas adamantas. ¿Le dijo si las escondió en algún lugar?

Aquello se estaba poniendo feo. El coronel empezaba a sacar conclusiones propias, y la culpa era mía. Antes de que se hiciera una idea equivocada de lo que yo sabía, debía decirle algo. Algo que no había pensado contarle a nadie. Algo, en definitiva, que Martin me había obligado a callar antes de irse.

– Lamento que esto pueda molestarle, coronel Allen, pero no tengo la piedra que busca.

Su mirada se tornó tan inquisitiva que sentí la necesidad de justificarme:

– Pasaron muchas cosas después de que Sheila Graham me confiara una de aquellas adamantas -continué-. Demasiadas para contárselas ahora. Quizá le baste saber que, durante el entrenamiento al que fui sometida por Martin y su familia, descubrí que la piedra era una poderosa fuente de energía.

– Le escucho.

– No sé muy bien cómo definirlo. Era una especie de surtidor poderoso y muy delicado, coronel. Hasta mi marido se asustó de su potencial.

– ¿Y la… utilizaron? ¿Llegaron a invocar a los ángeles con ella?

– Lo intentamos, claro. Muchas veces. Hasta que me cansé de ese juego.

– ¿Se cansó?

Apuré el último sorbo de café frío que aún quedaba en mi taza antes de clarificarle aquel punto. Todavía tenía dudas sobre si podía confiar en aquel hombre.

– Sí, coronel. Me cansé. Martin y sus amigos me tenían todo el día postrada, intentando visualizar dónde podríamos utilizar sus piedras para comunicarnos mejor con sus guías. Me pasé meses encerrada en una habitación con la mirada puesta en ellas, señalando lo que ellos llamaban «portales». Enclaves geográficos donde esa conexión con lo divino podría fluir mejor. ¿Se imagina lo frustrante que fue eso para mí? ¡Me sentía como un conejillo de Indias! ¡Prisionera de mi marido! Apenas le daba unas coordenadas, allá que viajábamos. Estuvimos por toda Europa antes de regresar a Santiago.

– Y entonces le sobrevino el cansancio.

– Bueno -maticé-. También contribuyó otro pequeño detalle.

– Usted dirá.

– Martin se educó en un entorno protestante, poco apegado a la religión, pero yo procedía de una familia tradicional católica. Todas las reuniones que vinieron después de nuestra boda para hacer que las piedras se movieran o emitieran señales, todos sus intentos por ponerme en trance frente a ellas, terminaron por asustarme. Su insistencia empezó a parecerme cosa del diablo. Estábamos jugando con aspectos desconocidos de la Naturaleza. Así que… -titubeé- poco antes de que se marchara a Turquía, tras cinco años ininterrumpidos trabajando con las adamantas, discutimos.

– ¿Por las piedras?

– Le dije que estaba harta de sus brujerías y que no iba a ayudarlo nunca más. Que los experimentos se habían acabado para siempre. Al menos en lo que a mí se refería. Me sentía utilizada por mi marido. Fue muy desagradable.

– Y supongo que su negativa contrarió a Martin, claro.

– Más de lo que imagina -admití-. Cuando se dio cuenta de que mi decisión era firme, optó por separarme de las adamantas como medida de seguridad. La mía la ocultó en un lugar que no me reveló. Y la suya decidió llevársela a Turquía, a uno de los enclaves marcados en aquellas sesiones. Quería esconderla también. Me prometió que eso terminaría con las piedras, que nadie más las tocaría ni las utilizaría en ritual alguno. Aunque me advirtió que debíamos ser cautelosos. Estaba obsesionado con que nadie salvo él o su familia pudiera disponer de las adamantas en el futuro. Por eso las separó.

– Pero ahora necesitaremos su adamanta para encontrar a Martin.

– ¿Necesitaremos? -El apremio del coronel me sorprendió-. ¿Qué le hace pensar que vamos a necesitarla para recuperar a Martin? ¡Que se vaya al infierno la maldita piedra!

– Creo que se equivoca, señora -dijo muy serio.

– No. No lo creo.

– Trataré de explicárselo para que lo entienda sin problemas, señora Faber: si sus talismanes son lo que usted dice, es probable que estemos ante una clase de roca no terrestre capaz de emitir radiación electromagnética de alta frecuencia, idéntica en ambas piezas. Es seguro que Martin sabía eso. Si pudiéramos hacernos con la suya, la que su marido ocultó antes de irse, y estudiarla en nuestros laboratorios, identificaríamos la frecuencia exacta de esa emisión y podríamos tratar de ubicar otra de características similares en la zona del Ararat donde ha sido secuestrado su esposo. Luego triangularíamos su posición desde un satélite y enviaríamos un equipo especializado a rescatarlo.

– Me habla usted en términos de ciencia ficción, coronel.

– Términos que su marido conoce muy bien. El sabe que ésa es la única forma que usted tiene de localizarlo. Por eso le ha enviado ese mensaje críptico.

– ¿Está seguro?

– No pierde nada por probarlo, ¿no le parece?

Me quedé pensativa.

– Muy bien -dije al fin-. Lo malo es que aunque quisiera probar su teoría yo no sé dónde escondió mi adamanta.

Allen palmeó entonces su dispositivo electrónico, esbozando una intrigante sonrisa. El aparato había vuelto a dar señales de vida.

– Quizá sí. ¿No cree que Martin podría habérselo indicado de algún modo en su mensaje?

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