Capítulo 70

Al sargento mayor Jerome Odenwald le tembló el pulso de rabia cuando la mirilla telescópica de su lanzacohetes M72 se posó sobre su objetivo. Los hijos de puta que habían matado a cuatro de sus compañeros y contusionado a un quinto merecían un escarmiento. Por culpa suya pronto se enfrentaría a un tribunal militar, tendría que dar explicaciones sobre por qué un «fuego no especializado» había reducido su unidad al mínimo, y a santo de qué habían convertido el centro de un pequeño pueblo de la costa norte española, en pleno territorio OTAN, en un campo de batalla con riesgo para la población civil. Tendría suerte si no terminaba ante un consejo de guerra.

Odenwald estaba furioso. Su euforia al saltarle la tapa de los sesos al tipo que se había encontrado malherido a la entrada de la iglesia ya se había evaporado. Ahora comprendía que matarlo había sido un error. Debió dispararle en el estómago y dejarlo que se desangrara como un cerdo hasta que los calambres terminaran con él. Aunque eso tampoco hubiera resuelto las preguntas que ahora lo atormentaban. ¿De dónde habría sacado aquel desgraciado el armamento de precisión que llevaba encima? ¿Y en qué campo de criminales se habría entrenado?

Odenwald sólo estaba seguro de una cosa: los tipos que tenía en línea de fuego en ese instante no eran unos terroristas cualesquiera. O, al menos, no la clase de hombres «de bajo perfil agresivo» que les habían ordenado neutralizar en el Cuartel General.

El soldado apagó la radio para que nada lo distrajera y se concentró en lo que aparecía en su visor.

– Os tengo -susurró.

Tres varones y una mujer -Dujok, Waasfi, Haci y Julia Álvarez- acababan de emerger por la boca de una alcantarilla, muy cerca de los soportales del teatro Noela. El SEAL los reconoció enseguida. Huían del caos que se había formado calle abajo, donde una nube de vehículos policiales y medicalizados aún trataban de hacerse una idea de lo ocurrido.

Aquellos tipos estaban de suerte. Cuando el sargento mayor iba a abrir fuego contra ellos, se dio cuenta de algo: a pesar de los evidentes signos de fatiga que mostraba el grupo, conversaban absortos alrededor de un objeto que emergía de una bolsa oscura que descansaba sobre el asfalto.

«¡La caja!»

Las pupilas del tirador se dilataron. Eso era exactamente lo que su unidad había recibido la orden de recuperar.

Jerome Odenwald apartó el dedo del gatillo y tanteó el tronco de su arma en busca de otro de sus sofisticados juguetes: el whisper detector, una especie de oreja electrónica direccional incorporada al visor de su arma y conectada vía bluetooth a los auriculares que llevaba ocultos bajo su gorro de lana. Bien dirigido, el sensor podía amplificar cualquier conversación que se desarrollara dentro de un radio de ciento cincuenta metros. Su objetivo estaba dentro de ese área. Lo activó y, sin que ninguno lo sospechara, se puso a la escucha.

– … Señora Faber… -La voz grave de Artemi Dujok, que a Odenwald le pareció de porte militar, sonó en sus cascos con total nitidez-: Está ante el emisor de radio más antiguo del mundo. Tiene cuatro mil años y funciona casi como el primer día.

«Cuatro mil años.» Odenwald ajustó el volumen.

– Martin y yo invertimos mucho tiempo en encontrarla -continuó Dujok-. Finalmente, su marido descubrió su paradero al descifrar una de las tablas con nombres angélicos que Dee dejó escritas antes de morir.

– ¿Y dice que con esto puede hablarse con Dios? -titubeó la muchacha sin perder de vista el contenido de la bolsa.

– Una leyenda dice que san Jeremías la usó para atender la Palabra de Dios y escribir el libro de profecías que se incorporó a la Biblia. A través de esta piedra supo de los tiempos nefastos que caerían sobre Jerusalén, la llegada de Nabucodonosor y el exilio en Babilonia. Por eso, y para evitar que algo tan preciado cayese en manos paganas, Jeremías se lo llevó tan lejos como pudo, escondiéndolo en las islas Británicas.

Julia arqueó las cejas.

– Hasta que terminó en Biddlestone…

– Así es. Ahora sabemos que este objeto sólo actúa cuando detecta el campo de energía de una adamanta en ciertos días «especiales» y haya alguien como Jeremías que actúe de catalizador. Usted, sin saberlo, ya la ha hecho funcionar dos veces, señora. Es más de lo que habíamos logrado con ninguna otra persona.

Odenwald había escuchado bastante. Estaba seguro de que la reliquia que le habían ordenado recuperar estaba a sus pies. Era más de lo que necesitaba. Si no erraba el tiro -y no había una sola razón para hacerlo-, a aquellos cuatro indeseables les quedaban tres segundos de vida antes de que Amrak pasara, al fin, a sus manos.

Su expediente no estaba definitivamente arruinado, después de todo.

Загрузка...