Capítulo 7

Cuando al fin logré poner el pie fuera de la catedral, me recibió una impresionante cortina de agua. La tormenta había sumido la calle en tinieblas y únicamente el resplandor de los relámpagos parecía dar volumen a las escalinatas y portales de las casas cercanas. Estaba algo aturdida, con la impresión de haber perdido oído en mi lado izquierdo, e incapaz de controlar algunos espasmos en piernas y brazos que, por fortuna, remitieron al poco. Calarme tan de repente me sentó bien. Me recordó que estaba viva… y que todavía podía ocurrir cualquier cosa. Así, por puro instinto, me aferré al mar de aromas que flotaban en la atmósfera -a musgo, a tierra mojada, a chimenea de leña-. Ellos, y el repiqueteo de la lluvia contra la piedra, fueron los que acompasaron mi ritmo cardiaco ayudándome a entrar en calor.

No todos tuvieron tanta suerte.

Sin ir más lejos, el hombre que me sacó de la catedral parecía preso de su propia furia. Yo salí primero, corriendo, y no reparé mucho en él, pero me pareció oírlo discutir con un grupo que, nada más abandonar la catedral, lo increpó con palabras gruesas. Enseguida me apartaron de su lado. Me recibieron dos bomberos que no tardaron en conducirme hasta los soportales más cercanos, poniéndome a resguardo del aguacero, y cubriéndome con una manta.

– ¡Mira! -exclamó uno de ellos al ver cómo una farola titilaba-. ¡Ha vuelto la luz!

Atentísimos, los bomberos me buscaron una silla de plástico y me ofrecieron una botella de agua que bebí a grandes sorbos.

– No se preocupe, señorita. Se recuperará.

«¿Me recuperaré?»

Su tono me dio que pensar. Los últimos sobresaltos sumados a las nueve horas casi ininterrumpidas de trabajo de aquel día debían de haberle pasado factura a mi rostro. Sé que puede parecer una frivolidad pero, por puro instinto, busqué una superficie reflectante en la que comprobar los estragos. En el fondo trataba de ocupar mi mente en algo que no fueran monjes, disparos o nubes luminosas. Y durante unos momentos, el bálsamo funcionó. La puerta acristalada del único café de la plaza que aún estaba abierto a esas horas me sirvió para certificar el lamentable estado en el que me encontraba. Mi vista se cruzó con la de una muchacha que tenía el pelo alborotado y que parecía completamente fuera de lugar. Su cabellera rojiza apenas brillaba en esas condiciones de luz y sus ojos verdes se habían oscurecido dando paso a unas bolsas sobre las mejillas que me asustaron de veras. «¿Dónde te has metido, Julia?», me dije. Lo que más me preocupó fue, sin embargo, lo que no encontré en mi reflejo. Me refiero al tono muscular. Debía de haberme dado un buen golpe porque, al rato, la parte superior de la espalda me dolía como si me hubiese caído del andamio.

El andamio… ¡Ésa era otra!

Crucé los dedos para que los disparos no lo hubiesen alcanzado. El laboratorio estaba justo debajo, con todos los datos de mi exploración en el disco duro.

– Enseguida vendrá la policía a hablar con usted -me anunció entonces el más dispuesto de los bomberos-. Aguarde aquí, por favor.

Y, en efecto, al cabo de un minuto, un tipo enfundado en una gabardina beige, con el rostro chorreando agua, unas atrevidas gafas de montura de pasta blanca, empañadas, y gesto de profunda contrariedad, se acercó a saludarme con desgana. Secó sus manos en el envés de su gabán y me tendió una con estudiada formalidad.

– Buenas noches, señora -soltó por decir algo-. Soy el inspector Antonio Figueiras, de la policía de Santiago. ¿Se encuentra usted bien?

Asentí.

– Verá… -titubeó-. Esta es una situación un poco embarazosa para nosotros. El hombre que la ha sacado de la catedral dice que han sido objeto de una emboscada. Nos ha dicho, en un español algo rudimentario, que su nombre es Julia Álvarez, ¿es eso cierto? -Asentí por segunda vez. El inspector continuó-: Mi obligación es interrogarla cuanto antes, pero ese hombre, que pertenece a los cuerpos de seguridad de los Estados Unidos, insiste en que tiene algo urgente que comunicarle.

– ¿El coronel?

Figueiras puso cara de sorpresa, como si no esperara que aludiera a Nicholas Allen por su cargo. Cuando procesó el dato, movió la cabeza de arriba abajo.

– Así es, sí. ¿Tiene algún inconveniente en hablar con él primero? Si lo tuviese, yo…

– No, no. Ninguno -lo atajé-. De hecho, también yo tengo algunas preguntas que hacerle.

El inspector lo mandó llamar.

Cuando vi a Nicholas Allen por primera vez bajo una luz clara, me sorprendió. Era un hombre de metro ochenta, que frisaría los cincuenta y que tenía el porte de un perfecto caballero. Su traje se había arruinado en la escaramuza que acabábamos de compartir, pero su corbata de marca y su camisa almidonada todavía guardaban buena parte de su esplendor original. Allen se acercó desde un vehículo aparcado en un extremo de la plaza cuando el inspector Figueiras le dio permiso para hacerlo. Traía un maletín de cuero con él y antes incluso de saludarme tomó otra silla y se sentó a mi lado.

– No sabe lo que me alegra haber llegado a tiempo, señora Álvarez -dijo estrechándome las manos, resoplando de alivio.

– ¿Nos… conocemos?

El rostro curtido del coronel se arqueó hacia arriba, como si fingiera un gesto beatífico. En realidad, no lo consiguió. En la distancia corta dejaba ver una desagradable cicatriz que le surcaba la frente desde el arco superciliar, perdiéndose por debajo de una espléndida cabellera que ya peinaba canas.

– Yo a usted sí -respondió-. Fui compañero de su marido. Trabajamos juntos en varios proyectos del gobierno de mi país antes incluso de que ustedes se conocieran. Después…, digamos que les he seguido la pista.

Aquella confesión me pilló desprevenida. Martin nunca me había hablado de un tipo así. Por un momento calibré si podría desahogarme contándole que el «monje» había mencionado a Martin antes de que él lo espantara a tiros, pero decidí escuchar antes lo que tuviera que decirme.

– Debo hacerle unas preguntas -anunció-. Aunque si da su permiso, preferiría que usted y yo mantuviéramos esta conversación sin espectadores.

Allen soltó aquello mirando de reojo al inspector Figueiras, que se había alejado apenas un par de metros de nosotros. Me encogí de hombros.

– Como quiera.

– Entonces, bastará con que usted se lo pida -sonrió.

Dudé un instante, pero la curiosidad me pudo. Me levanté de la silla para solicitar al inspector con aspecto desastrado que nos concediera un tiempo a solas. Y aunque noté que aquello le sentó como una úlcera, accedió llevándose su teléfono móvil al oído, haciendo como que no le importaba.

– Gracias -susurró el coronel.

Nos refugiamos dentro del café La Quintana, donde todavía estaban recuperándose del apagón. La cafetera rugía detrás de la barra haciendo un ruido ensordecedor. Estaban a punto de cerrar y su único camarero se afanaba en recogerlo todo para el día siguiente. Viendo que tendría para un rato más, nos acomodamos en una mesa al fondo del local.

– Julia… -Su manera de iniciar la conversación sonó a tanteo-. Sé que Martin y usted se conocieron en el año 2000, cuando él hizo el Camino de Santiago. Que lo dejó todo por usted. Su trabajo. Sus padres. Y también que se casaron cerca de Londres y…

– Aguarde un momento -lo detuve-. ¿Va usted a hablarme de Martin después de lo que acaba de pasar?

– Así es. Estoy aquí por él. Y ese hombre del que le acabo de salvar, también.

– ¿Qué quiere decir?

– Déjeme que sea yo quien la interrogue, se lo ruego.

Acepté sorprendida mientras nos servían un par de tazas de café.

– Dígame -prosiguió-. ¿Cuánto hace que no ve a su marido?

– Un mes, más o menos.

– ¿Un mes? ¿Tanto?

– Eso a usted no le incumbe, ¿no le parece? -reaccioné de mal humor.

– No, no. Lo entiendo, claro.

Entonces añadí algo para no parecer demasiado brusca:

– La última vez que hablé con él estaba en una zona montañosa de Turquía recabando datos para un estudio científico sobre el cambio climático.

– En el Ararat, ¿verdad?

Su precisión me descuadró.

– ¿Cómo lo sabe?

– Sé más cosas, señora -dijo sacando un iPad de su maletín que colocó justo frente a mis ojos. La pantalla se retroiluminó en el acto-. Su marido está en un serio peligro. Ha sido secuestrado.

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