Capítulo 52

«Algo no va bien.»

Nicholas Allen había intentado abrir varias veces sus ojos sin conseguirlo. No sabía dónde estaba. Sus oídos parecían congestionados, había perdido el sentido del equilibrio y la enorme cicatriz de su frente le palpitaba con violencia. Si hubiera tenido que decir en qué posición se encontraba, hubiera dicho que colgado boca abajo, pero la sola idea de que así fuera se le antojó peregrina. Los ojos, sin embargo, no eran la única parte del cuerpo que no le respondía. Sus brazos y piernas estaban rígidos como estacas, y sentía una fuerte opresión en el pecho que lo forzaba a respirar en secuencias breves y extenuantes. Lo último que su cerebro recordaba con claridad era la conversación telefónica que había sostenido con Michael Owen desde una de las cuatro plazas que rodean la catedral de Santiago de Compostela. Le estaba informando de la desaparición de Julia Álvarez cuando la comunicación se interrumpió de repente.

Después, dedujo, debió de desplomarse… ¡por segunda vez!

Si no se equivocaba, todos ésos eran efectos secundarios comunes de algo que, por desgracia, el coronel Allen conocía muy de cerca.

Náuseas, hormigueos, sueño, pérdidas de consciencia… Todo encajaba.

– ¡Señor Allen! ¡Señor Allen! -Una voz que al militar le sonó remota lo sacó de sus cábalas. Le hablaba en un inglés deficiente que sonaba como si estuviera al otro extremo de un tubo larguísimo-. Sé que me escucha… Ha sido usted ingresado en un área de cuidados intensivos del hospital Nuestra Señora de la Esperanza. Hoy es, emm, uno de noviembre. Su cuerpo no presenta heridas recientes visibles, pero ha sufrido varios ataques epilépticos. Está atado a una cama. Le ruego que no intente moverse. Ya hemos avisado a su embajada de dónde se encuentra.

«Al menos una buena noticia», pensó.

– El equipo médico cree que está fuera de peligro. Procure descansar, mientras tratamos de averiguar qué ha podido causarle estos trastornos.

«¡Yo lo sé! -quiso gritar-. ¡Son los efectos de una exposición a campos electromagnéticos de alta frecuencia!»

Pero sus cuerdas vocales tampoco le hicieron caso.

Era imposible que aquellos médicos supieran que su paciente había sido voluntario en un programa secreto del ejército norteamericano destinado a experimentar con campos electromagnéticos (más conocidos por las siglas EMF), y que conocía mejor que nadie sus consecuencias. Sabía que cualquier ser vivo que entrara en contacto con uno de cierta potencia vería sus órganos vitales afectados como ahora estaban los suyos. Las consecuencias de una exposición continuada habían sido documentadas en programas con un nivel de secretismo similar al del Proyecto Manhattan. Bajo el equívoco epígrafe de «interrelación biológica», en esos documentos del gobierno quedaba claro que las «heridas electromagnéticas» se cebaban sobre todo en oído y vista. La NSA y la Agencia de Proyectos Avanzados para la Defensa (DARPA) habían descubierto cómo dirigir esos campos contra sujetos seleccionados en medio de una multitud. También habían inventado «balas acústicas» que vibraban a ciento cuarenta y cinco decibelios y que podían disparar con cañones sónicos de alta precisión. Con ellas eran capaces de desvanecer -o de matar- a un sujeto elegido en medio de una manifestación sin que sus acompañantes notasen nada raro a su alrededor. Y lo que era más terrible: sin dejar rastro alguno de la causa de su muerte. Si la víctima no conseguía apartarse a tiempo de un disparo sónico, los huesos empezarían a temblarle y el cráneo se agitaría tanto que la presión sanguínea podría provocarle un derrame en cuestión de segundos. Y si tenías tu día de suerte y la dosis acústica no era letal, sólo recordarías un runrún parecido al que cualquiera podría escuchar debajo de un poste de alta tensión.

Un runrún como el que Nicholas Allen sentía.

Ahora la cuestión era determinar quién, además de su gobierno, estaba en posesión de un juguete de esas características. Y el coronel Allen tenía ya una idea.

«Tus viejos amigos han estado aquí», le había dicho al director de su agencia.

Sin embargo, había olvidado recordarle que él también conocía muy bien a esos «amigos». Se había cruzado con ellos hacía mucho tiempo, en una misión que no borraría de su mente mientras viviese.

Ocurrió en las montañas de Armenia. Cerca del maldito culo del mundo.

Y por alguna oscura razón, esas imágenes estaban aflorándole ahora a la memoria.

Oeste de Armenia,

11 de agosto de 1999

De pie frente a la catedral de Echmiadzin, la pomposa sede del «Vaticano armenio», Nick Allen creía haberlo previsto todo. En París eran las doce del mediodía y un impresionante eclipse total de Sol empezaba a oscurecer la mitad de Europa. A dieciséis grados de latitud norte, en cambio, el reloj marcaba las tres de la tarde, el Astro Rey estaba radiante, y no había cadena que no estuviera retransmitiendo en directo el evento astronómico en sus informativos. Todas habían sucumbido a los comentarios más apocalípticos del día. «El modisto Paco Rabanne ha profetizado para hoy que la estación espacial rusa Mir se desplomará sobre la capital francesa y causará al menos un millón de muertos», decía una. «Nostradamus llamó "rey del terror" a este eclipse en una de sus cuartetas proféticas.» En Narek TV, una rubia de bote sentada delante de un croma con la torre Eiffel de fondo preguntaba a su invitado: «¿Y tiene esto algo que ver con el Efecto 2000; ya sabe, el problema de programación que dicen que paralizará nuestros ordenadores en la próxima Nochevieja?» «Desde luego. ¡Todo está conectado! Lo que estamos viendo en París marca el principio de nuestro fin, señorita.»

El nuevo jefe de operaciones de Allen no podía haber elegido mejor momento para su misión. La catedral y sus alrededores estaban vacíos. Hasta los patriarcas más viejos estaban sentados frente a sus televisores.

Sin prisa, vestido de negro riguroso y con su fiel pistola de dieciséis balas al cinto, accedió al templo dejando atrás los iconos del maestro Hovnatanian. Sólo en ese rincón del mundo podían contemplarse sus famosos retratos de los apóstoles de Cristo. Por todas partes titilaban velas pidiendo favores y un fuerte olor a incienso lo impregnaba todo. Nada de eso lo impresionó. A un hombre como él, acostumbrado a operaciones de asalto, sólo le llamaba la atención que las medidas de seguridad de aquel lugar tuvieran un perfil tan bajo. Ni siquiera había cámaras de videovigilancia y, por supuesto, ni rastro de guardias armados o de detectores de metales. Se enfrentaba a gente confiada… Y eso, paradójicamente, lo inquietaba.

– ¿Va todo bien, Nick?

Una suave vibración en su oído derecho le confirmó que Martin Faber, el responsable de la operación, cuidaba de él desde la furgoneta Lada que habían aparcado doscientos metros más allá. Martin había desembarcado en Ereván una semana antes para prepararlo todo. Llegó con un pliego de instrucciones muy preciso bajo el brazo y una impecable reputación como «computadora humana». No es que a Allen esa clase de perfiles le impactaran -él prefería los hombres de acción a los teóricos-, pero al menos sabía que no lo iba a dejar tirado.

– Todo bien. La catedral está vacía -respondió.

– Excelente. El satélite te recibe nítido. Los sensores térmicos te ubican junto al altar mayor. ¿Es correcto?

– Correcto.

– Por el color que desprendes en la termopantalla diría que pareces nervioso.

Su tono sonó jocoso.

– Maldita sea -farfulló Allen-. Estoy acalorado y este lugar es una nevera. No son los nervios… ¡Voy a pillar una jodida pulmonía en pleno mes de agosto!

– Vale, vale. El Ojo del Cielo confirma que el campo está despejado.

– Además -añadió a destiempo-, ¡no me gustan las iglesias!

Allen trató de silenciar sus pasos mientras los dirigía hacia la trasera del altar. A mano derecha, después de superar el retrato del supremo patriarca Grigor Lousavorich, accedió a la estancia que buscaba: el museo episcopal.

– Debes saber -susurró Faber- que esta catedral alberga algunas de las reliquias más antiguas de la cristiandad. Es una pena que no te gusten, Nick. La Iglesia cristiana de Armenia es más antigua incluso que la romana, y custodia piezas realmente valiosas.

– No me digas…

– Ya sé que no te interesa -suspiró Faber en su inter- fono-. Pero si vas a quedarte un tiempo en este país deberías saber que sus gentes fueron las primeras en abrazar el cristianismo en el siglo IV y que su…

– ¿Podrías callarte de una vez?-chistó de repente al micrófono-. ¡Intento concentrarme, joder!

– ¿Ya has llegado?

La pregunta molestó a Allen:

– Sí. ¿No lo ves por el satélite?

Hacía veinte segundos que Martin Faber luchaba con los dos monitores que recibían las señales termográficas del KH-11 dándoles golpecitos. Aunque a esa hora la Agencia Nacional de Seguridad lo había colocado justo sobre sus cabezas y la señal debía ser excelente, ambas pantallas habían virado a blanco.

– Debemos de tener algún problema con la antena -se excusó-. No te veo.

– No importa. Si me escuchas, es más que suficiente. Esto está muy tranquilo.

– De acuerdo. Descríbeme dónde estás.

Allen obedeció.

– He accedido al museo… -comenzó a susurrar-. No parece que esta gente reciba muchas visitas. Todo es gris, viejo, feo…

Dos segundos más tarde, prosiguió:

– Ahora tengo una vitrina de cristal frente a mí. Está en el centro de la habitación. Contiene libros abiertos y monedas. A los lados veo varios… No sé cómo describirlos, como pequeños botiquines colgados de las paredes.

– Son relicarios, Nick -lo interrumpió Martin, divertido-. Dirígete a la pared de la derecha. Lo que buscamos está en el centro del muro.

– ¿Está colgado?

– Enseguida lo verás. Deberías de tenerlo ya delante.

– Delante…, en el centro… -repitió-, tengo dos de esos cofrecitos. Parecen antiguos.

– Acércate.

– Uno parece de oro. Rectangular. Del tamaño de un libro grande. Tiene un cristal engastado en la parte inferior y ángeles a su alrededor.

– Es el relicario de la Espina de Cristo -dijo Martin con una seguridad aplastante-. ¿Y el otro?

– ¿La Espina de Cristo? ¿Bromeas?

– Nick. El otro -lo urgió-. ¿Lo ves?

– Espera un momento. Si has estado aquí antes, ¿por qué no has hecho tú el trabajo?

Martin ignoró la protesta. No podía decirle que había estado allí tres veces para ese mismo robo y que siempre había fracasado. Por eso había decidido encargárselo a un profesional.

– Centrémonos, Nick. Si lo que tienes delante -continuó- es una especie de sagrario con una terminación lobulada y una cruz de oro y piedras preciosas engastada sobre un fondo de madera, ya has llegado.

– Pues eso es exactamente lo que veo -respondió Allen-. ¿Qué es?

– Es madera petrificada del Arca de Noé.

– Je. Parece nuevecita…

– Te equivocas. Se cree que la encontró San Jacobo en el 678 de nuestra Era, durante una peregrinación al monte Ararat.

– ¿Se peregrinaba al Ararat? -saltó-. Pero ¡si tiene cinco mil metros!

– Antes sí, aunque la mayoría no llegaban nunca a la cima. Esa montaña no es precisamente dócil. San Jacobo se durmió a mitad del camino, aunque dicen que para alentarle, Dios en persona le colocó una viga del Arca en el regazo.

– Ffff -silbó-. Pareces una enciclopedia.

– Sólo trato de documentar los objetivos.

– Pues lamento decirte que esto no es una viga; sólo una tablilla.

– ¿La tienes en las manos?

– Afirmativo.

– Bueno… -titubeó-. Quizá la trocearon y la repartieron por la región. Saca tus herramientas y procede a extraerla. Te recuerdo que no nos interesa la madera, sino esa piedra con forma de riñón.

– ¡Uh! ¿No quieres un trozo del Arca?

– No. Sólo la piedra.

– ¿La negra?

– Exacto. Es una heliogabalus antigua, una «piedra del Sol». Sácala del molde con cuidado y sustitúyela por la réplica que llevas junto a tus herramientas.

El americano palpó el muro asegurándose de que la pieza no estaba conectada a alarma alguna. Tanteó también el relicario para ver si cedía, y cuando lo sopesó a su gusto extrajo de uno de sus bolsillos un punzón de relojero que procedió a clavar en el extremo superior de la anilla que abrazaba la joya. Al hacer palanca, aterrizó dócil en su mano. Allen se la guardó y a continuación vertió unas gotas de una solución adhesiva en el óculo vacío e insertó a presión la reproducción que Martin había traído desde Londres. Encajaba al milímetro. Nick sonrió. Pasarían meses antes de que alguien se diera cuenta del cambio.

– Ya está.

– Perfecto. -La voz de Martin Faber sonó triunfal-. Cuelga el relicario y sal de ahí.

– Oye… -La voz de Nick volvió a retumbar dentro de la furgoneta-. ¿Me vas a decir por qué no has hecho esto tú mismo? Aquí no necesitabas ayuda.

Pero esta vez Faber no respondió.

En realidad, no pudo.

Un monje de barbas largas había descorrido la puerta de su laboratorio móvil y lo apuntaba con un subfusil. Sin decir palabra, lo obligó a desconectar la radio, a dejar sus ordenadores y a caminar hacia la plaza desierta de la catedral con las manos sobre la cabeza. Tres sombras más cruzaron entonces los jardines de Santa Echmiadzin en dirección a la entrada principal. Iban a por Nick. Se apostaron junto a la tumba del patriarca Teg Aghexander y aguardaron a que el coronel Allen lo abandonase, ajeno por completo a su presencia. Aunque aquellos hombres vestían túnicas negras hasta los pies y grandes crucifijos colgando del cuello, actuaban como soldados profesionales.

Antes de que el coronel sospechara que algo iba mal, ya lo tenían encañonado y sin posibilidad de huir.

El individuo que parecía dirigir el contraataque dio un paso al frente.

– No es usted persona grata en Echmiadzin, coronel Allen -dijo en un inglés perfecto, en tono sarcástico, mientras una sonrisa siniestra emergía tras sus hermosos bigotes pajizos. La alzada de su interlocutor no pareció intimidarle lo más mínimo-. Le estábamos esperando.

– ¿De veras?

– Oh, sí. Coronel Nicholas J. Allen. Nacido en agosto de 1951 en Lubbock, Texas. Graduado con honores. Trabaja para la Agencia Nacional de Seguridad en Armenia y ha venido a la capital sagrada del país en busca de algo que no es suyo. Ni de su tradición, ni de su incumbencia.

Los ojos del americano relampaguearon.

– ¿Y quién demonios es usted?

– Un viejo enemigo de su país, coronel.

Nick no respondió.

– Los americanos se empeñan en ignorar qué clase de tierra es ésta -prosiguió-. Creen que por haber estudiado las páginas que el CIA Factbook dedica a Armenia ya saben suficiente de nuestra cultura. Dan lástima. Cuando ustedes no existían, nosotros disfrutábamos ya de cuatro mil años de civilización.

– ¿Qué quiere?

Allen seguía con los brazos en alto, mirando hacia la plaza que se abría frente a él y sintiendo cómo el frío del templo iba desapareciendo poco a poco de su piel.

– ¿Qué le han hecho a mi compañero? ¿Sabe a lo que se expone reteniéndonos?

– Vamos, coronel. No se preocupe. Su colega no nos molestará. -Sonrió cínico de nuevo-. Aunque si tanta prisa tiene de reunirse con él, bastará con que nos devuelva lo que ha robado. ¿Le parece buen trato?

– No sé de qué me habla.

– No se haga el tonto conmigo, coronel. -Ahora fueron los ojos de su interlocutor los que chispearon-. Ha venido hasta aquí para llevarse una de las glorias de esta nación. Otros lo han intentado antes que usted y lo pagaron con la vida. Lo sagrado, si no se sabe manejar, mata. ¿Tampoco se lo han dicho antes?

– Si se refiere a los relicarios, siguen ahí dentro…

El hombre de los bigotes chascó tres veces la lengua, negando con la cabeza.

– Los relicarios son lo de menos. Queremos la piedra que ha extraído de ellos, coronel. Es parte de la carga original del Arca de Noé y para nosotros tiene un valor incalculable.

– Uh… ¿De veras se cree eso del Arca?

– Desgraciado el que no cree en nada, decía Víctor Hugo -declamó-. Usted lo sabe tan bien como yo.

– Luego lo cree…

– Déjeme ponerle en situación, coronel. Tal vez así entienda lo que trato de decirle. ¿Sabe por qué los armenios llamamos Hayastán a nuestro país? Yo se lo diré: significa la «tierra de Hay», o de Haik, hijo de Togarma, nieto de Gomer, bisnieto de Jafet y tataranieto de Noé. Todos ellos repoblaron estas cumbres tras el Diluvio y asumieron la protección de sus reliquias. El Ararat, la montaña en la que encalló el Arca, está a sólo sesenta y cinco kilómetros de aquí. Mi pueblo fue instruido para custodiarla tanto a ella como a sus preciosos tesoros. Lo nuestro no es fe. Es la certeza absoluta de su existencia y la obligación de su cuidado. -Y añadió severo-: Por otra parte, coronel, deberían haberle dicho que robar en Armenia una reliquia de Noé es una ofensa que se paga con la vida.

– Un momento. -Se inquietó-. Soy americano. No pueden…

El hombre rió. Los cañones de sus dos acompañantes se movieron inquietos, apuntándole al pecho y empujándolo hacia el exterior del recinto.

– ¿Quiénes son ustedes? ¿Trabajan para la Iglesia armenia?

– Me llamo Artemi Dujok, coronel. Y Dios me ha concedido recursos ilimitados para proteger lo que es Suyo. Ahora, por favor, devuélvame la piedra.

El americano intuyó en seguida hacia dónde lo llevaban. Un poco más allá de los jardines de Santa Echmiadzin nacía un callejón estrecho que parecía desembocar en ninguna parte. El lugar era sombrío. Aun así, distinguió cómo dos de los hombres de Dujok obligaban a Martin Faber a arrodillarse cara al muro mientras le apuntaban con sus armas automáticas. «Van a ejecutarnos», pensó.

– ¿Y bien? ¿Prefiere que se la quite por la fuerza, coronel?

La insistencia de Dujok iba a brindarle su oportunidad de salir de allí. O eso pensó. Al bajar los brazos para sacarse la piedra de sus bolsillos Allen rotó sobre su eje y le descargó un puñetazo en la mandíbula. El golpe fue seco y sonó a madera rota. Mientras Dujok se derrumbaba con cara de no comprender, sangrando a chorros por su nariz reventada, sintió una ráfaga de balas silbando junto a su cabeza. El teniente se echó a tierra. Basculó el peso de su enorme cuerpo sobre los brazos y aún tuvo tiempo de lanzar una patada al aire que alcanzó al primer escolta armado de Dujok a la altura de las rodillas.

El soldado dejó escapar un grito de dolor mientras el que tenía enfrente, todavía a la sombra de un fresco de san Poghos, liberó otra andanada que, por fortuna, sólo impactó contra el templo haciendo saltar astillas de sus puertas y desconchando los sillares próximos a la entrada.

– ¡Detenedlo! -oyó mascullar a Dujok, que se frotaba la cara dolorido.

Allen recuperó el aliento como pudo mientras las sienes le palpitaban con fuerza. Lanzó otro puñetazo contra el pistolero al que había roto el menisco, levantándolo por las axilas y arrojándolo con fuerza contra su compañero, que bajó el arma por instinto.

Pero aquella escaramuza iba a durar poco.

Agotado el factor sorpresa, Dujok se sacó de la espalda un cuchillo de hoja recta que lanzó con todas sus fuerzas contra el rostro del teniente. El impacto fue indoloro, apenas una rozadura. Pero el filo le había seccionado la piel del cráneo, abriéndole la carne a la altura de la frente, dejándole el hueso a la vista y destapando un reguero de sangre densa e imparable que lo cegó.

Antes de que su instinto de supervivencia le hiciera echarse las manos a la herida, creyó ver algo que ya no olvidaría jamás: aquel tipo de grandes bigotes se había aferrado a una especie de gran escapulario que le colgaba del pecho y lo alzaba apuntándole directamente a la cabeza.

– Es usted más estúpido de lo que pensaba, coronel Allen. -Sorbió con fastidio su propia sangre.

Entonces, un zumbido sordo como el que provocarían un millón de insectos excitados a los que un mazo hubiera reventado su panal salió de aquella cajita negra estrechándolo en un abrazo aterrador. Fue la primera vez que las escuchó. Eran ondas de muy alta frecuencia.

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