Capítulo 22

Algo le estaba pasando a la nube fosforescente que gravitaba sobre los tres extranjeros. El más joven del grupo la miraba absorto, sorprendido de que su aspecto hubiera empezado a mutar justo después de que el sheikh ordenara abrir la bolsa de nylon que llevaban a cuestas y dejara que su contenido se humedeciera. «Vamos a activar "la caja"» fue todo cuanto dijo.

Casi en el acto, lo que quiera que flotase en los cielos de la ciudad vieja de Santiago empezó a hacerse más denso, a expandirse y a moverse al ritmo de contracciones espasmódicas, como si ocultara una criatura viva en su interior que luchara por escapar de un largo encierro. Una criatura que reaccionaba al contenido de aquella bolsa. De hecho, cuando el joven vio que las luces de la plaza de Platerías se venían abajo por segunda vez, no dudó que también eso era cosa del «monstruo». Sabía que la nube precisaba de toda la energía posible para actuar. Incluso la suya si fuera preciso.

– ¿Estáis preparados? -preguntó el sheikh, ajeno a tales temores.

El joven, que obedecía al nombre de Waasfi y procedía de una de las familias más importantes de Armenia, asintió. Su compañero, un soldado profesional bregado en mil y un combates desde la caída del yugo soviético en su país natal, también.

El sheikh dio inicio entonces a un rito singular. Sin mover un centímetro la bolsa de donde estaba, extendió sus manos sobre ella y le acercó el rostro.

Al instante percibió el sutil aroma de su interior y la brisa que siempre precedía a sus intentos de contacto con la esencia del objeto que manejaba con tanto cuidado. Tenía la impresión de que haberla llevado tan cerca de Julia Álvarez iba a servirle para cerrar un viejo círculo. Que Amrak -como él llamaba a su reliquia- iba por fin a demostrar todo lo que era capaz de hacer.

Sin decirles nada, los hombres que lo acompañaban se situaron en posiciones equidistantes a su alrededor y empezaron a entonar con la boca cerrada, a través de la nariz, un timbre constante y monótono. Mmmmmmmmmm. El sheikh les había enseñado a usar el sonido de sus cajas torácicas para despertar a Amrak. La idea no era tan peregrina como pudiera parecer. De hecho, tenía un sólido fundamento científico. Amrak estaba hecho de un mineral cuyos átomos formaban estructuras geométricas hexagonales muy precisas. Si éstas entraban en contacto con un sonido de una longitud de onda compatible, podría resonar y ver afectada su estructura nuclear. Es lo que sucede cuando un tenor da una nota aguda ante una copa de cristal: la energía de su voz penetra en la geometría del cristal y lo revienta desde dentro.

La misteriosa reliquia que guardaban en aquella bolsa no llegaba a ese extremo. Sin embargo, al cabo de un instante comenzó a devolver un zumbido suave. De entrada fue apenas perceptible, pero al poco se tornó más vibrante y los llenó de la determinación que necesitaban.

Confiado, su líder se mantuvo en su posición sin perder los ojos de la bolsa hasta que consideró llegado el momento de pronunciar una retahíla de frases ininteligibles que dirigió hacia ella. Casi podía ver las volutas de humo que precedían a su éxtasis. Pronto sentiría su poder. Una fuerza invisible y brutal que colapsaría a quien no se protegiera con ropas de fibra de plomo como las que él y sus hombres llevaban puestas.

Ninguno de los dos soldados supo bien qué estaba pasando, pero un cosquilleo extraño comenzó a recorrerles el cuerpo de arriba abajo. No era una sensación desagradable. Tampoco molesta. Si hubiera que compararla con algo, parecería una inocente descarga de electricidad estática.

– Zacar od zamran; odo cicle qaa…

Las extrañas palabras del sheikh los obligaron a concentrarse. Debían repetirlas. Ésa era la consigna.

– … Zorge lap sirdo noco Mad…

Nuevos escalofríos los recorrieron. Aquello no eran frases en armenio. Era otra lengua que sonaba arcana y misteriosa.

– … Zorge nap sidun…

Nadie que los hubiera visto entonces habría comprendido qué hacían allí tres tipos vestidos de negro, bajo la lluvia, alrededor de una bolsa tirada en el suelo. Tampoco habría creído que aquel ritual era una remotísima invocación al Ser Supremo, al Eje del Universo, ni que sus efectos estaban a punto de dejarse notar más allá del terreno de la fe o la sugestión. Las frases que repetían una y otra vez eran parte de una antigua llamada, con palabras arañadas de un idioma olvidado e indescifrable, por el cual invocaban la protección de «la caja», Amrak. El objeto que tenían a sus pies.

– … Hoath Iada.

Eran las tres y treinta y cinco minutos de la madrugada cuando la ciudad vieja se quedó muda por tercera vez. La nube pareció entonces alinearse sobre el perfil de los tejados del centro, y se desplazó poco a poco hacia el corazón de la plaza que los separaba de la catedral.

Al verla reaccionar, el sheikh se maravilló. La «potencia de Dios». «El fuego devorador.» «La gloria de Yahvé.» Por esos y otros nombres parecidos era conocida esa fuerza. Una energía que muy pocos habían conseguido arrancar a aquella vieja reliquia que ahora les servía de arma. De hecho, el líder de aquel comando sólo había conocido a un hombre capaz de activarla. Una mente científica brillante, que le habló de cómo una sabia combinación de energía electromagnética de origen natural -procedente de la fricción de estratos rocosos, corrientes subterráneas, alteraciones atmosféricas o incluso de tormentas solares- podría concitar esa potencia casi sobrenatural en Amrak y convertirla en un surtidor de fuerza inagotable. O en una señal de gran intensidad. Él la llamaba energía geoplásmica. Y ese hombre era, precisamente, a quien el sheikh pretendía rescatar dando un paso como aquél.

Su nombre, Martin Faber.

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