Capítulo 9

Las imágenes que comenzaron a desfilar delante de mis ojos eran irreales. Parecían sacadas de un telediario o, aún peor, de una mala película sobre la guerra del Golfo. De hecho, hubiera apartado la vista de aquel dispositivo de no ser porque reconocí en el acto al hombre con harapos de color naranja que ocupaba el centro de la pantalla. Dios santo. Al identificar sus rasgos angulosos, el perfil de su cabeza, sus manos grandes y fuertes maniatadas, y ese gesto de contrariedad que ponía cada vez que las cosas no salían como él quería, supe que no estaba preparada para ver más.

– ¿Qué… qué es esto? -vacilé.

El coronel Allen detuvo el vídeo.

– Es una prueba de vida, señora Álvarez. Fue obtenida la semana pasada en un lugar indeterminado de la provincia turca de la Anatolia Nororiental. Como ve, muestra…

– A mi marido, ya lo veo -atajé mientras un nudo de nervios y angustia se instalaba en mi garganta. Había empezado a darle vueltas a mi alianza de oro, y estaba a punto de echarme a llorar-. Pero ¿cómo es posible? ¿Quién lo ha secuestrado? ¿Por qué? ¿Qué quieren de él?

– Cálmese, se lo ruego.

– ¿Calmarme?-bufé-. ¿Cómo quiere que me calme?

El camarero de La Quintana echó un vistazo fugaz a nuestra mesa cuando me oyó perder los nervios. Dije aquello chillando de rabia, con los ojos empañados de lágrimas y el pecho encogido por falta de aire. Tomándome las manos, el coronel miró hacia él con un gesto equívoco. No supo si lo impelía a meter las narices en otra parte o le decía que allí no pasaba nada; el caso es que se retiró al otro extremo del local.

Al punto, Allen volvió a concentrarse en mí.

– Responderé a sus preguntas una por una, señora Faber. Al menos hasta donde mi gobierno y yo podamos. Pero necesitaré que, a cambio, me ayude con las mías. ¿Lo entiende?

No pude responder. Apenas podía apartar la vista de la imagen congelada de Martin. Estaba casi irreconocible. Con barba de varios días, el cabello hecho un desastre y su piel llena de erupciones. Un mar de remordimientos acudió a torturarme. ¿Cómo había podido ser tan torpe? ¿Por qué lo había dejado ir solo a aquel viaje? Los recuerdos de nuestra última discusión empezaron a brillar fugaces en mi memoria. Ocurrió poco antes de que tomara su avión a Van, no muy lejos del Ararat. Le había echado en cara que llevara cinco años usándome en sus experimentos y me planté jurándole que no participaría en uno más nunca. «¿Ni por amor?», dijo sorprendido de mi cólera. «¡Por supuesto que no!» Ahora empezaba a lamentar mi genio. ¿Lo había llevado yo a esa situación?

– Lo primero que debe saber es que un grupo terrorista ya ha reivindicado su secuestro -precisó Allen, ajeno a mis reproches-. Es el Partido de los Trabajadores del Kurdistán, una facción política ilegal de inspiración marxista enfrentada desde hace décadas a las autoridades turcas. La buena noticia -sonrió- es que tienen un gran historial de secuestros de escaladores y la mayoría terminan por ser liberados. La menos buena, señora, es que en este incidente han actuado con una impecabilidad asombrosa. No han dejado pistas de su actuación. De hecho, ni siquiera nuestros satélites han sido capaces de encontrarlas.

– ¿Saté… lites? -balbuceé ahogando un sollozo, cada vez más incrédula.

– Mi gobierno acude a usted como último recurso. -El coronel recuperó su sonrisa con levedad-. Antes de conocerla a usted, su marido trabajó para proyectos importantes de nuestro país. Conoce información sensible que no puede caer en manos como ésas. Por eso estoy aquí. Para ayudarla a encontrarlo pero también para ayudarnos a nosotros. ¿Me comprende?

– No… No estoy segura.

Otro alud de ideas atropelladas se me vino encima. Martin nunca había sido demasiado explícito conmigo sobre sus años en Washington. Apenas mencionaba esa etapa de su vida. Era como si hubiera algo en ella que lo disgustara. Como esas viejas novias que no es políticamente correcto mencionar a una esposa.

Nicholas Allen dio entonces un giro a la conversación que me dejó todavía más perpleja.

– Le ruego que termine de ver el vídeo, señora.

– ¿Qué?

– No se lo muestro para atormentarla, créame, sino para que nos ayude a interpretar un mensaje que su marido le ha enviado.

– ¿A mí? ¿En ese vídeo?

Un ligero temblor volvió a apoderarse de mis manos.

– A usted. ¿No quiere verlo?

La pantalla del dispositivo volvió a relampaguear llenando de tonos azules aquel rincón de la cafetería. El coronel Allen accionó el botón táctil de avance hasta que la grabación se detuvo en el minuto siete. Me apreté el estómago con las dos manos, como si eso pudiera ayudarme a controlar mis emociones. El contraste de la imagen estaba al máximo. Al volver a reparar en el rostro demacrado de mi marido, estático, me preparé para lo peor.

Lo primero que escuché fue una voz de varón hablando en un inglés con acento duro.

«¡Diga su nombre!»

El tono era irascible y procedía de alguien que no estaba en pantalla.

«¿No me ha oído? -insistió-. ¡Diga su nombre!»

Martin alzó la mirada como si al fin lo hubiera escuchado.

«Me llamo Martin Faber. Soy científico…»

«¿Tiene algún mensaje que enviar a sus seres queridos?»

Mi marido asintió. Su interlocutor seguía pronunciando las haches aspiradas y las eses como si fuera un ruso recién salido de La caza del Octubre Rojo. Él volvió a fijar su mirada en la cámara, y como si aquel instante hubiera sido grabado sólo para que yo lo viera, dijo:

«Julia. Tal vez no volvamos a vernos… Si no salgo de ésta, quiero que me recuerdes como el hombre feliz que encontró su complemento a tu lado…»

Una lágrima furtiva rodó por mi mejilla. Lo vi empuñar en sus manos la prueba de nuestro amor. El objeto por el que nuestras vidas habían adquirido un -al menos para mí- inesperado sentido. Y con la voz trémula, entre pequeñas interferencias de sonido, continuó:

«… Si el tiempo dilapidas, todo se habrá perdido. Los descubrimientos que hicimos juntos. El mundo que se abrió ante nosotros. Todo. Lucha por mí. Usa tu don. Y ten presente que, aunque te persigan para robarte lo que es nuestro, la senda para el reencuentro siempre se te da visionada.»

El vídeo, brusco, se apagó justo ahí.

– ¿No hay nada más? -pregunté como si me hubieran robado el aire que respiraba.

– No.

Estaba confundida. Desorientada. Y el coronel Allen, que no había soltado mis manos en todo ese tiempo, las apretó entonces un poco más.

– Lo siento… -murmuró-. Lo siento de veras.

Pero, impelido por un interés que yo no terminaba de comprender, me formuló una pregunta que no esperaba:

– ¿Qué don es ése, señora?

Загрузка...