Capítulo 41

Las primeras luces del día bañaron la enorme e irregular alfombra verde que se extendía hasta la desembocadura del río Tambre llenándola de hermosos brillos dorados. Sentada en el helicóptero de Artemi Dujok -un prototipo experimental clasificado llamado Sikorsky X4, según me explicó- distinguí las instalaciones de las dos centrales hidroeléctricas de Unión Fenosa y el perfil de los primeros bosques de pinos y carballos. Reconocí los puentes sobre la ría, las bateas para la cría de moluscos, las colinas moteadas de casas de piedra y hasta las espadañas de las parroquias de mi infancia. San Martín o San Martiño. Santa María. San Juan. Todas las piezas de aquel conjunto, sus sillares reverdecidos por el musgo, sombreados bajo los claroscuros de un cielo todavía encapotado, conferían al lugar esa singular atmósfera de confrontación entre lo rural y lo moderno que siempre me había fascinado.

– ¿Se encuentra usted bien?

El armenio me sacó de aquellas cavilaciones colándose de nuevo a través de los auriculares.

– Sí, claro… Es que nunca había visto mi pueblo desde el aire.

– ¿Ya se imagina a qué parte de Noia nos dirigimos?

– Bueno -dudé-. Usted es el experto en acertijos. El coronel Allen cree que el mensaje de Martin oculta una especie de indicación cifrada. Una alusión al lugar en el que escondió mi adamanta antes de irse.

– ¿Nicholas Allen?

Dujok pronunció su nombre con desgana.

– Al parecer, él también conoce bien a Martín -dije, sabiendo que estaba provocándolo.

– Lo sé.

– ¿Y usted ha descifrado ese mensaje? ¿Sabe qué quiso decir de verdad en ese vídeo?

Lo interrogué con la mirada.

– Ahora lo verá.

La apatía de Dujok se desvaneció en cuanto el piloto ralentizó la velocidad, como si buscara un buen lugar en el que tomar tierra.

– Le diré lo que vamos a hacer, señora -anunció-. Descenderemos en Noia, y yo buscaré la adamanta que Martin escondió aquí. En cuanto la tengamos en nuestro poder la activaremos. ¿Me ha entendido?

Un escalofrío me recorrió la espalda. Despertar la piedra no era algo que me complaciera hacer sin Martin o Sheila cerca. Sabía que una vez en funcionamiento, sus efectos eran impredecibles.

Pero Artemi Dujok estaba determinado a hacerlo.

– No es un capricho mío, señora Faber. La piedra nos dirá dónde está su hermana. Ya sabe, la adamanta que Martín mostró en el vídeo. Esas rocas actúan por resonancia y son capaces de comunicarse a miles de kilómetros de distancia gracias a sus emisiones de alta frecuencia.

– Lo mismo me dijo el coronel Allen.

– No tiene de qué preocuparse. Ni por él ni por la piedra.

Volvía a tener el estómago en un puño.

– Por cierto -cambió Dujok de tema como si hubiera detectado mi desasosiego y quisiera distraerme mientras su piloto hacía las últimas maniobras-: ¿conoce bien la leyenda de la fundación de Noia?

– ¿Se refiere al cuento de que Noé desembarcó aquí después del Diluvio? ¡Oh, vamos! -reí nerviosa. El aparato empezaba a vibrar-. Lo tenía a usted por más cerebral. ¿No irá a creerse eso, verdad?

Sus bigotes se bambolearon arriba y abajo cuando el tren del Sikorsky rozó el suelo. Casi no me había dado cuenta de que habíamos descendido tanto. El piloto intentaba estacionar su máquina cerca del río, en una zona destinada a la reparación de botes de pesca, lejos de las líneas de alta tensión y de los árboles.

– Igual le decepciono si digo que sólo es un cuento para niños… -musité, mirando de reojo por la ventanilla-. Una leyenda, ya sabe. Una de esas historias inventadas en la Edad Media para darle nobleza a un lugar. Para hacerlo interesante.

– ¡No estoy de acuerdo! -Aquel tipo acababa de accionar la apertura de la puerta eléctrica para saltar afuera-. Llevo estudiando cuentos como ése desde hace más de treinta años. Armenia, señora, es el país de Noé. Y todo lo que rodea su historia, el Diluvio y lo que la Biblia no dice sobre los orígenes de nuestra civilización, me interesa. Aunque esté en el otro extremo del mundo. Ya su marido también, por cierto.

– El interés por lo legendario es legítimo -dije.

Me sorprendió que sus hombres -incluso el piloto- abandonaran la nave como si estuvieran en una zona de guerra o algo así, saltando con los rotores aún en marcha.

– ¿Sabe? -proseguí viéndolo poner los pies en tierra y alargándome sus manos para ayudarme a bajar-. A mí también me atraen esas historias. Influyen en el arte y en la imaginación de los pueblos. Pero, por prudencia, nunca me las tomaría al pie la letra.

Dujok saltó entonces al suelo, invitándome a seguirlo.

– ¡No las infravalore! -exclamó-. Piense que las leyendas son como las muñecas rusas: al abrirlas uno descubre que fueron gestadas a partir de otras más antiguas. Estudiarlas es como participar en la búsqueda de un tesoro. Cada una que diseccionas te conduce más cerca de la fuente original. De su verdadero ADN. Todas disfrazan algo real. Algo que contado de otra forma tal vez se hubiera olvidado hace milenios. Por eso, cuando llegas a la versión más antigua, descubres que es la que brinda la mejor información.

– ¿Adonde quiere llevarme con ese razonamiento, señor Dujok?

– Martin y yo nos hicimos amigos discutiendo esta clase de relatos. ¿Recuerda cómo lo conoció usted?

– Bueno… Llegó a Noia haciendo el Camino de Santiago.

– Exacto. Pero no como un peregrino más. Estaba a la caza de historias primordiales como la de Noé.

– Sigue usted de broma -lo interrumpí-. El Camino fue la ruta que siguieron los peregrinos para llegar a la tumba del apóstol Santiago. ¡No tiene nada que ver con Noé!

Dujok no se molestó con mi insolencia.

– ¿Ah, no? ¿Y por qué el escudo de su pueblo muestra un Arca? ¿Por qué el monte más alto que se divisa desde aquí se llama Aro? ¿Por qué lleva usted el símbolo de Noé en una medalla de plata?

Aquello parecía divertirle. Entonces, tomó su arma, dio instrucciones a sus hombres para que se cubriesen con una especie de guardapolvos negros parecidos al que vi en la catedral horas antes, y añadió:

– El Camino es mucho más antiguo que esa charada del apóstol que usted tiene en la cabeza. Se recorre desde hace al menos cuatro mil años.

– ¿Charada, dice?

– ¿Aún no se ha fijado? La presunta ruta de Santiago cubre un territorio sembrado de topónimos vinculados a Noé. No se trata sólo de Noia, sino de Noain en Navarra, Noja en Santander, Noenlles en La Coruña, el río Noallo en Orense… Sólo en el norte de España, y también algo más arriba, en Gran Bretaña y Francia, se encuentran nombres tan parecidos y se comparten leyendas gemelas. Hoy casi todo el mundo las ignora; ni siquiera las universidades le dan la importancia que merecen.

Me quedé perpleja.

– Pero usted sí lo hace, por lo que veo.

– Sí -me jaleó para que lo acompañase-. Y Martin también. De hecho, seguía ese «camino de Noé», que no de Santiago, cuando la conoció. Sabía que esos topónimos noéticos integraban una «ruta secreta» que conducía a un lugar específico, vinculado al Ararat turco.

– ¿Aquí? ¿En Noia?

– Exacto. Si el camino de Santiago muere en la tumba del Apóstol, el camino noético desemboca…

– ¿¿En la tumba de Noé??

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