Capítulo 23

En cuanto se fue la luz, empecé a sentirme mal.

Una angustia que nacía en la embocadura del estómago ascendió hasta mi garganta y me llenó la boca de sabores amargos. No pude concentrarme en el acertijo que, según el coronel Allen, se escondía en «se te da visionada», y me agarré al borde de la mesa tratando de no desfallecer. El caso es que clavé mi mirada en el americano y, gracias al último suspiro de luz de la pantalla de su iPad, vi que él tampoco lo estaba pasando bien. Su rostro se había arrugado, afeándole aún más la cicatriz de la frente, y se tambaleaba de un lado a otro de la silla, a punto de desplomarse. Con todo, lo que me inquietó de veras fue descubrir una sombra de pánico en sus ojos claros. Fue algo súbito. Como un reflejo. De repente tuve la certeza de que el militar que había llegado para protegerme de Dios sabe quién había identificado los síntomas que estábamos sufriendo y se sentía aterrorizado.

No pude preguntarle por qué.

No tuve ocasión.

Mis fuerzas me abandonaron antes de que terminara de procesar lo que estaba ocurriéndonos.

Pronto fui incapaz de respirar. Mi pecho no obedecía las órdenes para que inhalase más aire. Todos mis músculos se aflojaron a la vez al tiempo que, sin quererlo, el mundo exterior dejaba de importarme. ¡Dios! ¿Qué era aquello? ¿Qué estaba pasando?

En el colmo de lo absurdo, noté un dolor lejano. La inconfundible impresión que me causó el café caliente derramándose sobre mi ropa. Pero tampoco, ni por instinto, conseguí moverme entonces. Ni girar mi vista o enviar un postrer impulso nervioso a mis manos para que me impidieran caer al suelo. No fue posible. Así de simple. Por suerte, el golpe contra el parqué de roble de La Quintana tampoco me dolió.

Al fin, una milésima de segundo antes de que todo se volviera oscuro, tuve un instante de lucidez. Uno terrible que, sin embargo, sentí como una liberación.

Estaba muerta. Ahora sí.

Todo había terminado para mí.

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