Capítulo 50

Roger Castle recordaba a la perfección cuándo le habían permitido hablar por primera vez en público sobre la National Reconnaissance Office. Fue en septiembre de 1992. Acababa de ser elegido senador por Nuevo México y esa oficina militar todavía era uno de los secretos mejor guardados del país. Aquel año, la deriva de la guerra del Golfo y la necesidad de dar una imagen de fortaleza al mundo obligaron al presidente Bush a reconocer su existencia abriendo una caja de Pandora cuyos rayos y truenos golpearon las tertulias de la mitad de las televisiones del planeta. Antes de su histórica decisión, los patriotas como Castle se limitaban a hacer bromas con lo único que sabían de ella: sus siglas. La llamaban NRO, Not Referred to Openly, «no citada expresamente», a sabiendas de que jamás tendrían acceso a su presupuesto, que entonces rondaba los seis mil millones de dólares anuales, ni mucho menos a sus objetivos.

Desde el final de la Era Bush, Castle soñaba con visitar sus instalaciones de alta tecnología y ponerlas a trabajar para los contribuyentes. «Los ojos y oídos de la nación en el espacio» estarían, en un futuro inmediato, al servicio de todos -entre ellos, de su equipo de asesores- y no sólo de los militares. El último POTUS sabía, pues, que estaba a punto de entrar en un dominio en el que no era popular.

Michael Owen y Roger Castle alcanzaron enseguida el cuartel general de la NRO en Chantilly, Virginia, oculto en un discreto edificio color salmón nada llamativo desde el exterior. Su pequeño cortejo de limusinas los depositó en el aparcamiento trasero y antes de que el reloj diera la una de la madrugada, ambos estaban acomodados en un despacho desde el que dominaban la sala de control de satélites. Allí se trabajaba veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año.

– Mi nombre es Edgar Scott, señor presidente. Es un honor tenerlo con nosotros.

Castle estrechó la mano de un tipo trajeado, de unos cincuenta años, escondido tras unas gruesas gafas de pasta, al que seguramente habrían despertado veinte minutos antes sin darle siquiera tiempo a afeitarse. Era un funcionario menudo, de cabellos plateados arremolinados alrededor de un cráneo pulido, dientes amarillos y profundas arrugas en la frente. Con toda seguridad nunca se habría visto en una situación así; de pie, frente al hombre más poderoso de la Tierra, sin albergar la menor idea de por qué un incidente menor lo habría llevado a su despacho ¡en persona!

«¿O no fue menor?», barruntaba ahora tratando de leer cualquier señal en el impenetrable rostro de Michael Owen.

– El señor Scott -terció el director de la Agencia Nacional de Seguridad al presentarlos- es el director de la Oficina Nacional de Reconocimiento y el coordinador del equipo científico de la Operación Elías. Está al tanto de todos sus avances y responderá a sus cuestiones.

Castle lo examinó. Enseguida notó su perplejidad al sentirse impelido a hablar de una cuestión tabú. Pero Owen fue aún más lejos:

– Por favor, muéstrele al presidente lo que hace dos horas, a las cinco y veintitrés, hora local de España, captó uno de nuestros «ojos».

– Con mucho gusto, director. -Scott, obediente, tomó el relevo de la conversación-. Ignoro lo familiarizado que está usted con nuestra tecnología de escaneo terrestre, señor presidente.

Castle le sonrió tratando de ser afable.

– Familiaríceme usted, Edgar.

– Disponemos de casi medio centenar de satélites orbitales con espejos y radiómetros de altísima resolución que dependen directamente de nosotros -dijo con indisimulado orgullo-. La NSA, la CIA, la Oficina de Inteligencia de la Fuerza Aérea, la NASA y la Marina usan nuestros datos a diario. Uno de sus componentes más apreciados es el detector de emisiones de energía electromagnética. Cualquiera de nuestros orbitadores es capaz de detectar variaciones, por mínimas que sean, en el campo EM del planeta. Seríamos capaces, por ejemplo, de determinar la temperatura de una sopa de cangrejo en el Comedor de Estado de la Casa Blanca y saber de qué está hecha. Bastaría con examinar las diferencias que el calor crea en el electromagnetismo circundante para obtener su composición química.

– ¡Y yo que pensaba que construíamos satélites para poder leer el Pravda que Vladimir Putin abre cada mañana en su despacho! -bromeó Castle.

– También eso es posible, señor. Pero, con todos los respetos, es la menor de nuestras prioridades.

– Está bien, Edgar. En adelante sólo tomaré vichyssoise -bromeó-. Y dígame, ¿qué fue exactamente eso que captaron anoche en España?

– Nunca he visto nada igual, señor: un satélite de última generación, el HMBB, calibrado para dar la alerta ante cualquier actividad energética inusual en amplias áreas de Irán, Irak e India, nos alertó. Hacía un barrido rutinario a cuatrocientos kilómetros de altura mientras encontraba su posición definitiva sobre Oriente Medio, pero al sobrevolar el este de la península Ibérica detectó algo por accidente.

Edgar Scott sacó de un tubo negro unos papeles enrollados que desplegó sobre la mesa.

– Se lo explicaré paso a paso -continuó-. Lo que ve aquí es una imagen obtenida a cien mil pies del suelo hace unas cuarenta y ocho horas. Las manchas de luz que aprecia aquí y aquí -dijo señalando dos pequeñas áreas al norte de Portugal- corresponden a las ciudades de La Coruña y Vigo, en la costa occidental española. Fíjese en esta zona oscura de acá. Tierra adentro, a unos cuarenta kilómetros en línea recta del mar, se encuentra la ciudad de Santiago de Compostela. ¿La ve? Apenas son dos o tres puntos de luz en la negrura.

El presidente asintió.

– Ahora preste atención a esta otra toma recogida por el mismo satélite, esta noche poco antes del amanecer local.

Una segunda imagen, del mismo tamaño que la anterior, ocupó todo su interés. Todavía emanaba los vapores de alcohol de su reciente impresión.

– ¿Por qué Santiago emite ahora una luz tan intensa? -preguntó al ver que la negrura de la imagen anterior se había desvanecido.

– Me alegro de que se haya fijado, señor. El HMBB dio la alarma al detectarlo. La duración del fenómeno fue de unos quince minutos, y concentró una potencia EM que no habíamos visto antes.

– ¿Nadie más la ha detectado? ¿Los chinos? ¿Los rusos?

– No lo creo, señor. Si estuviéramos ante, pongamos por caso, una bomba de pulso magnético, toda la energía de la ciudad hubiera sido absorbida por la detonación y su brillo hubiera tenido una duración aún mayor. En ese supuesto hubiera llamado la atención de cualquier orbitador. Su acción, en cambio, se concentró en un área urbana muy limitada. Lo verá mejor en una toma ampliada de la zona -dijo Scott desplegando una imagen de mayor resolución, que permitía ver el perfil de algunas calles periféricas alumbradas por farolas-. Es aquí. La emisión EM dejó a oscuras un área de dos kilómetros cuadrados alrededor de este gran edificio de ahí.

Castle se asomó con curiosidad. Distinguió una silueta cruciforme de tono grisáceo.

– ¿Qué es?

– Una catedral, señor presidente. La emisión se ha enviado desde esa zona, aunque no hemos podido determinar si desde su interior o desde alguna de las casas que la rodean.

El director de la NRO se aflojó la corbata, como si le costara soltar la frase que ya tenía en la punta de sus labios:

– Casi sobra decirlo, señor, pero ahí no hay laboratorios científicos, campos de pruebas militares ni ninguna instalación sospechosa de emitir un rayo de semejante potencia. Lo que nos desconcierta es…

– ¿Es…?

– Es que, además, creemos que fue dirigido intencionadamente a la alta atmósfera.

– ¿La alta atmósfera?

– Se lo explicaré, señor presidente -intervino Scott de nuevo-: alguien acaba de enviar una señal de alta energía al espacio profundo desde el noroeste de España. Y no sabemos ni quién ni cómo ni, por supuesto, qué contenía. Lo peor es que tampoco conocemos nada capaz de generar una potencia de emisión así. Nada… Salvo quizás alguna de las reliquias que la Operación Elías trata de controlar cada vez que emergen en algún punto del planeta.

– Lo más interesante, señor -añadió Owen-, es que la esposa del ex componente de Elías por el que usted preguntó en mi despacho estaba ahí en el momento de la emisión. Después desapareció.

– ¿En serio?

– ¿Entiende ahora por qué envié a uno de mis mejores hombres a hablar con ella? ¿Comprende la delicada situación en la que nos encontramos? -El rostro del director de la NSA se ensombreció-. Un emisor así no debería estar fuera de nuestro control.

Roger Castle se inclinó de nuevo sobre la imagen satelital que había recogido el haz electromagnético.

– ¿Y su satélite no llegó a fotografiar a quien la secuestró? -preguntó al director Owen.

– No, señor. Pero es seguro que esta distorsión se produjo a la vez que el secuestro. ¿Le dice eso algo?

Castle negó con la cabeza.

– A mí sí -añadió sombrío-. Usted es un estratega, señor presidente. Sume los factores de esta ecuación: alguien no identificado ha capturado a un ex agente que trabajó para Elías; persigue a una familiar directa y sabe cómo utilizar las «piedras radio» poniendo en marcha una tecnología que nadie usa desde los tiempos bíblicos… ¿Qué pueden perseguir si no lo mismo que nosotros?

– ¿Hablar con Dios…? -murmuró incrédulo.

– Señor, con su autorización, la Operación Elías todavía está a tiempo de ser la primera en descolgar ese teléfono. Déjelo en nuestras manos.

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