La Oficina Ejecutiva del Presidente de los Estados Unidos (EOP) es un organismo que se subestima a menudo. Integrado por personal de confianza de la máxima autoridad de la nación, se subdivide en unidades que se encargan de conectar al presidente con temas tan dispares como el medioambiente, el Tesoro o la seguridad interna de la Casa Blanca. En contadas ocasiones su cabeza da instrucciones directas a uno de sus empleados sin el conocimiento expreso del asistente del presidente, pero cuando lo hace concede un alto honor al elegido.
Tom Jenkins había paladeado varias veces esa rara ambrosía en el último año y medio. El era de los pocos que tenían el teléfono cifrado personal del presidente y su autorización expresa para llamarlo en cualquier momento del día. No más de una decena de personas -entre ellas la primera dama, su hija o Ellen Watson- gozaban de ese privilegio, y Tom trataba de no abusar de él.
Justo después de su encuentro con el coronel Allen en su habitación del hospital de Santiago de Compostela, Jenkins quemó uno de sus cartuchos telefoneando a Roger Castle.
– No quiero abrumarlo con los pequeños detalles del caso, señor -se excusó Jenkins-, pero necesito que alguien presione a la Agencia Nacional de Seguridad para que ese tipo colabore con nosotros.
A Roger Castle la llamada le sorprendió en una cena con embajadores europeos, en el salón Rojo de su residencia oficial. El presidente había salvado ya el culo a Ellen -que, gracias a Dios, estaba ahora vigilando de cerca a Julia y sus secuestradores- pero si quería que aquella operación siguiera siendo secreta, sabía que debía intervenir de nuevo y hacer lo que Tom le había pedido.
– No se preocupe, Jenkins. Yo me encargaré.
– Gracias, señor presidente… -El tono de voz de su «asesor de hielo» flojeó un instante-. Tal vez no sea necesario que le diga esto, pero Ellen y yo pensamos que ha dado usted un gran paso implicándose en este asunto. Los días del Proyecto Elías están contados.
Castle no respondió.
Minutos más tarde, en cuanto tuvo ocasión de ausentarse del banquete y telefonear a Michael Owen, tanteó el asunto.
– Supongo que estarás informado de lo que le ha ocurrido al hombre que enviaste a España por la adamanta, ¿verdad?
El imperturbable director de la NSA supo al instante que Castle estaba cercándolo. Acababa de leer el informe preliminar que Nicholas Allen le había enviado por correo electrónico cifrado desde su hospital y sabía también del fracaso del USS Texas y las contraórdenes que había recibido del presidente. Era, pues, consciente de que las cosas no le estaban yendo demasiado bien.
– Estoy al corriente de todo, señor. Hemos sufrido el segundo ataque con armas electromagnéticas en zona civil desde el secuestro de Martin. La situación es preocupante…
– Te llamo para proponerte algo, Michael. Quiero que lo consideres con atención. Quizá sepas ya que tengo dos hombres en el caso, que han localizado las piedras y a los terroristas que buscas. Disponemos de información del rumbo que han tomado y la podría compartir con tu gente si colaboras conmigo.
– También yo tengo esa información, presidente. Los satélites que usted consulta están bajo mi administración -respondió seco.
– No lo entiendes, Michael. Nos enfrentamos a un enemigo común. Yo quiero esas piedras tanto como tú, y sé que el Proyecto Elías sabe de ellas más que cualquiera. Lo que te propongo es que unamos esfuerzos para recuperarlas. Si tú me ayudas, yo te ayudo.
– ¿Unirse frente al enemigo común? ¿Como Reagan y Gorbachov en Ginebra?
Castle sonrió. Recordaba bien aquel episodio. La guerra fría entre Moscú y Washington atravesaba su momento más delicado. Era el otoño de 1987 y su predecesor, Ronald Reagan, tenía delante un texto para pactar la reducción de sus arsenales nucleares que no sabía si su homónimo soviético firmaría. Entonces soltó una de aquellas frases ocurrentes que pasarían a la historia: «Muchas veces pienso que nuestras diferencias se desvanecerían rápidamente si sufriéramos una invasión extraterrestre. ¿Acaso no hay una fuerza alienígena ya entre nosotros?»
– Exacto -asintió Castle-, como Reagan y Gorbachov.
– Muy bien, presidente. Usted está dentro de Elías desde nuestro encuentro de esta mañana. No tengo razón alguna para despreciar su colaboración. ¿Qué desea hacer?
– Póngase en contacto con su hombre en España y exíjale que siga las órdenes de mi gente. Quiero que persigan esas dichosas piedras hasta su escondite final y que las recuperen para nosotros.
– ¿Desea que me haga cargo de la logística? Mi hombre dispone de un avión privado a su disposición que podría llevarlos hasta Turquía.
– Es más de lo que esperaba. Gracias, Michael.
– Bien -acató Owen en tono neutro-. Y para que no le quepan dudas de mi voluntad de cooperación, señor presidente, déjeme compartir con usted las últimas noticias.
El presidente se cambió el auricular de oído.
– ¿Qué noticias?
– No son halagüeñas, señor.
– Últimamente ninguna lo es -lamentó.
– Verá: acabamos de detectar una explosión electromagnética colosal por encima del ecuador del Sol. Aún no sabemos si está relacionada con las emisiones X que interceptamos en la Tierra, pero si se confirma que su onda expansiva se dirige hacia nosotros, va a ser como si nos reventaran una bomba de pulso en las narices.
– ¿Una bomba?
Castle recordó lo que le dijo el capitán del submarino cuando habló con él. Mencionó un atentado a escala global. El gran temor de Owen.
– Así es, señor. ¿Por qué cree que Elías quiere tener esas piedras bajo control? Además de ser una radio sobrenatural, mal empleadas podrían provocar una catástrofe.