Capítulo 69

Cuando el Cadillac blindado del presidente de los Estados Unidos accedió al aparcamiento de la Casa Blanca, una luna llena gris y magnífica plateaba los principales monumentos del Malí. La sombra del obelisco levantado en memoria de George Washington empezaba a alargarse hacia los jardines de su residencia oficial como una lanza afilada. Castle lo consideró un mal presagio. Y con ese ánimo holló las alfombras del Despacho Oval calculando qué haría si los hombres de Owen se adelantaban a sus observadores en España y conseguían hacerse con la piedra que había creado las alteraciones detectadas por la NRO. ¿Podría fiarse de lo que le dijera el director de la Agencia Nacional de Seguridad? ¿Y con quién podría consultar sus dudas después de jurar que no haría uso de la información del Proyecto Elías?

Nunca se había sentido tan solo.

Sobre todo ahora.

Estaba seguro de que ni el vicepresidente ni ningún otro miembro de su equipo entenderían que gastara ni un minuto de su tiempo en satisfacer lo que, desde fuera, podría malinterpretarse como una curiosidad personal. Pero no lo era.

«Al menos Elías existe», se concedió.

Y con infinita nostalgia, a aquella idea enseguida le siguió otra: «Papá estaba en lo cierto.»

Casi había olvidado la cena que siguió a la lejana recepción de los hopi en el Capitolio de Santa Fe. Era curioso cómo funcionaba la memoria. Una nota musical, una fragancia o un sabor podían trasportarlo a tiempos en los que no reparaba desde hacía lustros. Esta vez el estímulo fue una palabra. Un nombre propio, para ser exactos. Chester Arthur. La última vez que oyó hablar de él fue precisamente a los indios hopi. Y pese a que no tenía frescos los pequeños detalles de la conversación, recordaba muy bien sus líneas maestras. Oso Blanco, un tipo grueso, de mirada felina y rostro surcado por las profundas arrugas que da una vida llena de decisiones difíciles, repetía una y otra vez que en 1882 Arthur firmó la orden ejecutiva por la que sus antepasados recibieron los dos millones y medio de acres de tierra en el corazón de Arizona que hoy forman su impresionante reserva. «Pero fue un regalo envenenado -rezongó-. Hasta ese momento, todo el mundo perseguía a mi tribu: los colonos nos odiaban y los misioneros católicos no cesaban de presionarnos para convertirnos a su fe. La promesa de una tierra propia, independiente, llegó como llovida del cielo.» «¿Y dónde está el veneno?» Castle le hizo la pregunta clave encogiéndose de hombros. Sabía que el presidente Arthur fue un hombre sensible con las minorías étnicas que quiso sacar a los nativos americanos de Nuevo México y Nevada para agruparlos en una zona neutral a salvo de los pillajes. Pero Oso Blanco se resistió a aceptar ese punto.

El viejo jefe indio tenía ochenta y cinco años el día de su visita a Santa Fe y una historia que contar a un hombre blanco influyente antes de morir. Castle fue el elegido.

– ¿Sabe una cosa, gobernador? -dijo-. Me enternecen los esfuerzos que hacen los políticos por proteger a sus votantes.

– ¿Por qué lo dice? ¿No le ha gustado la recepción?

– Oh, sí -sonrió-. No es por eso. Pensaba en que si supiera lo que dicen nuestros ancestros sobre el destino que espera a la Humanidad, tal vez usted no se tomaría tantas molestias y pasaría más tiempo con su familia.

– ¿Quiere que me jubile ya? -bromeó.

– No. Quiero que se prepare. Las profecías lo dicen muy claro.

– ¿Las profecías? ¿Las de su pueblo? -Castle se dejó servir el café-. ¿Y qué dicen?

– Que estamos en la recta final del cuarto mundo, gobernador. Nosotros, tal vez nuestros hijos, veremos la desaparición de esta civilización.

– ¿El cuarto mundo? Yo sólo conozco éste…

El anciano sonrió con benevolencia.

– De los dos primeros sabemos bien poca cosa, señor. Entonces el hombre aún no existía y no vio las erupciones y corrimientos de tierra que cerraron el primer ciclo del planeta. Y por suerte tampoco sufrió los hielos del segundo. Pero del tercero aprendimos mucho… Ése sí lo padecimos.

– ¿De veras?

– El tercero fue destruido por una gigantesca inundación.

– ¡Ah! ¡El Diluvio Universal!

El anciano asintió.

– Ustedes los cristianos lo llaman así. Aunque siempre se olvidan de lo que ocurrió antes de la catástrofe. Los hopi no. Nuestros ancianos todavía pronuncian el nombre de la capital del mundo antiguo. El Washington del tiempo se llamó Kasskara, gobernador. Se levantó sobre una tierra en medio del océano que se hundió tras la crecida de las aguas.

– También conozco el mito.

– Todos lo conocen -lo atajó el anciano-. La cuestión es: ¿se lo creen?

Oso Blanco prosiguió:

– Los ciudadanos de Kasskara fueron los últimos que tuvieron el privilegio de ver, tocar y conversar con los antiguos dioses. Ellos los llamaban katchinas, los «altos y respetados sabios», y de ellos recibieron inmensos conocimientos. Durante milenios, fueron los verdaderos dueños de la Tierra. Disponían de máquinas voladoras; eran capaces de comunicarse a distancia, de provocar la lluvia o la sequía, y hasta de destruir un país en una sola noche. Cuando el presidente Arthur supo de su existencia y vio que Kasskara se parecía tanto a la Atlántida, reconoció a los hopi como los depositarios de un conocimiento que le interesaba y nos propuso cambiárselo por la propiedad de nuestras tierras. Por eso dije que su cesión estaba envenenada, gobernador.

Oso Blanco hizo caso omiso a la mirada incrédula de Castle y de su esposa. Si entonces hubiera sabido de la fascinación que Chester Arthur sintió por la Atlántida y por el «gran secreto», le hubiera prestado más atención.

– Con todos sus avances, su ciencia y su maravillosa tecnología -continuó hablando el hopi-, los katchinas fueron incapaces de detener aquel diluvio. Por eso, cuando comprendieron que la catástrofe era inevitable, decidieron salvar a algunos humanos. A esos supervivientes los adiestraron para recibir un regalo que, si se usaba con prudencia, podría sernos de una gran utilidad en el futuro, cuando llegara el final del siguiente mundo y ellos no estuvieran cerca para ayudarnos.

– ¿Una canoa salvavidas…?

– Una piedra sagrada, gobernador -lo atajó, muy serio-. O, para serle más preciso, una pequeña serie de ellas que se repartieron por los cuatro confines de la Tierra, ocultándose en lugares sacratísimos.

– Una piedra no parece un gran regalo.

– No juzgue a la ligera. Aquí, a Nuevo México y Arizona, se trajo una muy poderosa. Fue tallada por los katchinas y depositada en un lugar secreto al que sólo el jefe de cada clan accede cada cierto tiempo. Se la visita para comprobar si tiene algo que decirnos. Algo malo. El presidente Arthur supo de su existencia gracias a un antepasado mío y la consultó en varias ocasiones. Yo la vi por última vez en 1990. Y debo decirle que sigue escondida en su estado, gobernador.

– ¿Y a usted le ha hablado alguna vez? -sonrió, perplejo ante las supersticiones indias.

– Se lo diré: hasta esta misma semana creí que moriría sin oírla. En el fondo, que eso ocurriera era un alivio. Prefería que fuera mi sucesor quien tuviera esa responsabilidad… Pero algo, señor, acaba de suceder.

Castle dejó su café sobre la mesa.

– Cuénteme.

– Gobernador, la falta de lluvias de los últimos años y el desecado de fuentes y ríos en nuestra reserva me obligaron a regresar hace un par de días a su escondite. Y esta vez, tras tres mil años de silencio, la piedra ha hablado.

– ¿En serio?

– No estoy loco. -El rostro del indio se había ensombrecido-. Tómelo o déjelo, pero su parlamento anuncia que el fin del cuarto mundo llegará en breve. Tal vez dentro de pocos años. Mis antepasados juraron lealtad al gobierno de los Estados Unidos cuando firmaron los acuerdos con el presidente Arthur, y recurro a usted en virtud de ellos. Sé que el gobernador puede informar a la Casa Blanca antes de que todo se desencadene. Y debe hacerlo cuanto antes. Es más, antes de actuar, ¡debería usted hablar con la piedra! Eso le daría argumentos ante los incrédulos.

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