Capítulo 43

Eran las seis y media de la mañana cuando Artemi Dujok, cubierto con un gabán negro bajo el que disimulaba un subfusil ligero y cromado, me dejó entrever al fin adonde nos dirigíamos. Al principio me resistí a creerlo. Ni él ni sus hombres habían dicho palabra sobre nuestro destino final. El armenio tampoco me había explicado cómo había deducido de una prueba de vida grabada en español -un idioma que no parecía hablar- el lugar en el que Martin había escondido mi adamanta. Pero cuando sus soldados y él me escoltaron más allá de la iglesia de San Martiño, casi no me quedaron dudas de la astucia de ambos. De Dujok, por guiar nuestros pasos hacia aquel punto. Y de Martin, por haberlo elegido como escondite… ¡si es que lo había hecho!

Cuando dejamos atrás el teatro de Noia, a punto de enfilar una de las tres carreteras que atraviesan el pueblo, la voz del señor Dujok se impuso a los crecientes graznidos de las gaviotas. Ellas eran el familiar sonido de aquel pueblo ribereño en el que tantas cosas buenas me habían pasado.

– Martin contaba que ustedes se conocieron en una iglesia muy especial.

Su comentario no me sorprendió. Había aceptado que aquel tipo estaba al corriente de cosas de mi vida privada que yo nunca había compartido con nadie, así que me limité a asentir.

– Fue en la iglesia de Santa María la Nueva. «A Nova», la llaman aquí, ¿verdad?

– En efecto -susurré.

Dios. Nos dirigíamos a esa iglesia.

– Martin me habló mucho de ella -continuó-. Fue la que más le impresionó de todo el Camino. Más incluso que la catedral de Santiago.

– ¿Y no irá a decirme que es ahí donde está la tumba de Noé, verdad?

Dujok se detuvo.

– Oh, vamos. No se haga la tonta conmigo, señora Faber. Sé que Martín y usted se vieron en ella por primera vez. Que por aquel entonces trabajaba en su restauración y que usted le hizo de guía. Si existe o no una tumba de Noé en la iglesia de Santa María, usted debería saberlo mejor que nadie. ¿No le parece? Espero por su bien y por el de Martin que no juegue conmigo. No nos queda mucho tiempo.

– Pero ¡yo no conozco ninguna tumba de Noé en Santa María! -protesté.

– Eso está por ver. ¡Camine!

Sentí un nudo en el estómago. Una presión que me agrió la saliva y sepultó la poca alegría que había atesorado por saberme de vuelta en Noia. Durante dos o tres zancadas mantuve el paso de Dujok y sus tres jóvenes secuaces, pero antes de terminar la rúa do Curro y girar hacia Santa María a Nova, decidí que necesitaba alguna explicación más.

– Lo siento, señor Dujok -me planté en medio de la calle-, necesito que me aclare una cosa antes de entrar en esa iglesia.

El armenio se me acercó sorprendido.

– Está bien. ¿Qué desea saber?

– ¿Cómo ha deducido del vídeo de Martin adonde teníamos que venir? Usted no habla español…

Touché.

Dujok cambió de expresión. Toda la rudeza que le habían dado las prisas se suavizó de repente, subiéndole los colores a aquellos pómulos morenos prácticamente ocultos tras sus bigotes. Incluso el contorno de sus ojos se arrugó cuando estalló en una carcajada.

– ¿Ésa es su pregunta? -rió con ganas.

– Sí.

Dio entonces una orden a uno de los muchachos. El del tatuaje en la mejilla que me había encontrado en la catedral. Lo llamó Waasfi, y en su idioma le pidió que sacase algo de la pequeña mochila que llevaba a la espalda. Era un dispositivo electrónico con el logotipo de la manzana al dorso, idéntico al del coronel Allen. Tal vez el suyo. Negro, con bordes plateados y liso como una pizarra.

– Usted ya ha visto este documento antes -dijo sonriente, accionando el clip de vídeo que estaba en el escritorio de la consola-. Pero le ruego que lo examine otra vez. Se lo explicaré.

La imagen de Martin vestido de naranja, rodeado de sus secuestradores, emergió del fondo oscuro del aparato, ocupándolo todo. Tragué saliva. Su voz, aunque amortiguada, sonó con claridad:

«Julia -comenzó-. Tal vez no volvamos a vernos… Si no salgo de ésta, quiero que me recuerdes como el hombre feliz que encontró su complemento a tu lado… Si el tiempo dilapidas, todo se habrá perdido. Los descubrimientos que hicimos juntos. El mundo que se abrió ante nosotros. Todo. Lucha por mí. Usa tu don. Y ten presente que, aunque te persigan para robarte lo que es nuestro, la senda para el reencuentro siempre se te da visionada.»

Me quedé mirando la pantalla como una boba.

– ¿Qué?-me zarandeó Dujok-. ¿No ha notado nada?

No supe qué decir.

– ¿Notar? ¿Qué he de notar?

El armenio rogó que me centrara en las palabras de Martin y mientras me tendía unos auriculares para que las escuchara mejor, pidió algo que no sabía si sería capaz de hacer.

– Olvídese de la imagen. Escúchelo con toda la distancia que pueda y luego dígame si percibe algo extraño en las palabras de Martin. Lo que sea. Una palabra fuera de lugar. Una inflexión en la voz. ¡Todo importa!

Extrañada, me coloqué los cascos y escuché el mensaje por segunda vez con los ojos cerrados.

– ¿Qué? ¿Lo ha notado ya? -me urgió expectante.

Dujok me miraba sonriente, como si la solución al problema fuera cosa de niños.

– No sé si es a lo que usted se refiere -dudé-, pero parece que hay un pequeño problema en el sonido del vídeo. En dos momentos, sube más de volumen, como si Martin alzara la voz.

– Exacto.

– ¿Exacto? ¿Y eso qué significa?

Dujok guardó el iPad en la mochila del chico del tatuaje y me miró con una mueca de superioridad.

– ¿Podría decirme las dos frases que su marido pronuncia en un tono mayor?

– ¿En español?

– Oh, sí. Desde luego.

– Una es… -Hice memoria rápidamente-: «Si el tiempo dilapidas.» Otra, al final, «se te da visionada».

– Magnífico. Pues ahí lo tiene. ¿No se ha dado cuenta aún?

Miré a Dujok desconcertada. Aquel tipo debía de haberse vuelto loco. Ninguna de ellas enmascaraba ni de lejos una alusión a Santa María a Nova.

– Verá, señora Faber -dijo el armenio, como si al fin se apiadara de mi estupefacción-: su marido, como siglos antes su admirado John Dee, es un maestro en el arte de deslizar mensajes ocultos dentro del lenguaje vulgar. En la NSA lo entrenaron para hacerlo y, créame, fue de los mejores en su campo. Así que, cuando le pidieron que grabara este vídeo para atraer su atención, Martin recurrió a una técnica de encriptación tan sencilla como invisible para quien no la conozca. En la Edad Media la llamaron «cábala fonética». ¿Ha oído hablar de ella alguna vez?

Sacudí la cabeza, negándolo.

– Me lo temía -sonrió-. Como le digo, es muy fácil de detectar si se conoce. Se trata de una disciplina que tuvo su apogeo en Francia, donde el idioma hablado y el escrito no se corresponden de forma tan precisa como el español y permiten dobles interpretaciones. Si usted, pongamos por caso, dice en voz alta «par la Savoie» (por la Saboya), su interlocutor podría entender por error «parla sa voix» (habla su voz), que se pronuncia igual. Dee se valió de esa clase de trucos orales en algunas de sus conferencias por Europa, deslizando mensajes a los embajadores de Su Majestad Isabel I ante las narices de todo un auditorio. Martin se fascinó con esa habilidad y la cultivó en sus años de trabajo para la Agencia de Seguridad norteamericana, jugando con la sonoridad del inglés y del español.

– No tenía ni idea -susurré.

– Las homofonías, que es el nombre que reciben hoy este tipo de juegos, funcionan mejor, curiosamente, si no se conoce el idioma en el que se formulan. Si un español escucha «el tiempo dilapidas» -entonó Dujok con fuerte acento-, entenderá la frase en su sentido literal. Pero alguien que no hable castellano y esté acostumbrado a esos juegos, podría entender otra cosa. La verdadera.

– ¿Y qué significa, según usted, «el tiempo dilapidas»?

– Exactamente el lugar al que vamos, señora -sonrió-. Santa María a Nova.

– No lo entiendo.

– Si no me equivoco, Santa María a Nova es conocida también como «el templo de las lápidas» -dijo en español-. «El tiemplo di-lápidas.»

«¿Y eso es la cábala fonética?», gruñí para mis adentros.

Me acordé de uno de esos juegos de niños en los que me entretenía en los recreos. Frases con doble sentido como «yo lo coloco y ella lo quita», que por arte de la puntuación, sonando igual, se convertían en «yo loco, loco, y ella loquita». O el famoso calambur con el que Quevedo insultó a la reina Mariana de Austria al mofarse de su cojera recitándole aquello de «entre el clavel blanco y la rosa roja, su majestad es-coja». Pero no repliqué. Y es que, en efecto, Santa María a Nova era una iglesia del siglo XIV que tenía una particularidad que la hacía única en el mundo: albergaba la mayor colección de lápidas funerarias antiguas de toda Europa. Y con razón se había ganado el sobrenombre de «el templo de las lápidas».

Si una de esas lápidas era la tumba que buscábamos, supuse que el armenio me ayudaría a encontrarla.

– Entonces dígame, señor Dujok, ¿qué significa «se te da visionada»? -lo abordé.

Una sonrisa oscura se dibujó en sus labios.

– Tenga paciencia. Ésa es precisamente la frase que nos conducirá a la sepultura adecuada.

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