Capítulo 38

Él no había dado esa orden. Estaba seguro.

Por eso, cuando Antonio Figueiras vio la silueta oscura de su helicóptero balancearse a pocos metros de los tejados de la catedral, supo que algo más se estaba escapando a su control.

– Tendrán que disculparme. -Su mano nerviosa apenas apretó la de monseñor Martos, antes de darle la espalda-. Y usted también, padre Fornés. Les llamaré para tomarles declaración.

El inspector echó a correr sin mirar atrás. Y eso era lo que más odiaba del mundo. No por dejar a alguien con la palabra en la boca, sino por lo que le agotaba hacer un esfuerzo físico brusco. Ya no tenía edad para excesos. Ni tampoco pulmones. Pero si quería llegar a tiempo para verle la cara al piloto del helicóptero y saber qué diablos estaba pasando allí, debía emplearse a fondo. «A alguien se le va a caer el pelo hoy -farfulló-. Palabra.»

Bajó como una exhalación la cuesta que desembocaba junto a la fachada de la catedral. Y cuando al fin alcanzó la plaza del Obradoiro, jadeante, con su camisa empapada, descubrió que aquel monstruo no era suyo. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? El aparato que ganaba altura a pocos metros de él tenía dos o tres veces la envergadura de su pequeño helicóptero. Lucía, además, las aspas más extrañas que hubiera visto en su vida. Dos eran enormes, giraban en contrarrotación sobre el habitáculo, mientras una tercera lo hacía en la parte posterior. No tenía número de matrícula ni inscripción alguna -al menos, él no fue capaz de distinguirlas- y estaba completamente pintado de negro.

Empujado por el viento de las hélices, se acercó como pudo a la patrulla que había dejado vigilando el lugar.

– Joder! -masculló, llevándose la mano a su pistola por instinto.

Lo que vio lo dejó sin habla. Los cráneos perforados y cubiertos de sangre de dos de sus hombres descansaban inertes contra sus reposacabezas. Tenían sendos orificios en la frente, y por la posición de sus cuerpos era evidente que los habían sorprendido. Figueiras desenfundó y apuntó al cielo, pero su objetivo estaba ya fuera de tiro. Se hubiera apostado el sueldo de un año a que el asesino era el prófugo que habían puesto en busca y captura y a que el maldito se le estaba escapando en ese helicóptero, delante mismo de sus narices.

Con la adrenalina disparada y la respiración aún entrecortada por la carrera, iba a telefonear a la comisaría para pedir refuerzos cuando la pantalla de su móvil se iluminó.

«Llamada entrante.»

– Figueiras, dígame.

– Antonio, soy Marcelo Muñiz. Espero no molestarte.

– ¡Ahora no puedo hablar contigo! -resopló al escuchar la voz de su amigo joyero, mientras inspeccionaba por fuera, en cuclillas, el coche patrulla-. Te llamaré luego.

– Como quieras -concedió.

– Además, ¡son las cinco de la mañana!

– Ya, ya. Que sepas que, por tu culpa, me he pasado toda la noche rastreando las piedras por las que me preguntaste.

El inspector no quería perder ni un minuto más. Su pulgar, sin embargo, no se atrevió a cortar la llamada. Tampoco era plan de quedarse en ascuas. Si Muñiz lo llamaba a esas horas, debía de ser importante.

– ¿Y bien? -lo urgió.

– He averiguado lo que son. ¡No te lo vas a creer!

Загрузка...