Ultílogo

He de reconocer que no soy un escritor con un método de trabajo demasiado ortodoxo. Desde hace años trato de ambientar mis obras sobre escenarios y trasfondos históricos reales, cimentarlos en hechos comprobables y compartir con mis lectores la fascinación que me provocan los descubrimientos que hago durante ese proceso. En el caso deEl ángel perdido, mi obsesión por el dato exacto y la descripción pura ha estado en varias ocasiones a punto de costarme la vida. Ahora creo que ha merecido la pena.

Por ejemplo, me fue imposible ponerle el punto final a esta novela hasta octubre de 2010, cuando por fin obtuve los permisos necesarios de las autoridades turcas para escalar por mi cuenta el monte Ararat. Esa cumbre, que se eleva a 5 165 metros sobre el nivel del mar, se me resistió durante tres frías e intensas jornadas. Como si el «gigante del dolor» quisiera desafiarme, cada mañana temprano me dejaba ver su pico helado invitándome a conquistarlo. Su provocación duraba poco. Lo preciso para que me enamorase de su perfil justo antes de que las nubes la cubrieran de nuevo. Pero aquello, como es natural, me atrajo sin remedio y aun a costa de arriesgar mi integridad física para documentar estas páginas, decidí subirla.

Cerca de la cima, en la mágica fecha del 10/10/10, a casi cinco mil metros de altitud, comprendí al fin el porqué de la milenaria fascinación que ese antiguo volcán ejerce sobre la Humanidad. Sobre todo en tiempos de crisis. Su solidez, su porte noble y sus mil y un recovecos han servido para iluminar partes esenciales de mi trama, poniendo a prueba, de paso, los límites de mi propia búsqueda personal y literaria. Si algún lugar del planeta merece esconder el Arca de Noé, o al menos el sueño de nuestra salvación frente a la adversidad, ése es el Ararat.

Pero no es la montaña sagrada de turcos, armenios y kurdos lo único real de esta trama. Las fotos de la CIA y de los satélites Keyhole existen y comenzaron a desclasificarse hace ya tres lustros gracias a los esfuerzos de George Carver y Porcher L. Taylor III, de la Universidad de Richmond, Virginia. El cráter de Hallaҫ es una rareza que se esconde en zona militar, rodeada de alambres de espino, a pocos pasos de un destacamento fronterizo del ejército turco. Visitarlo con una cámara de vídeo al hombro a punto estuvo de costarme un serio incidente con los militares. En cuanto a las catedrales de Santa Echmiadzin y Santiago de Compostela, o a la vieja iglesia de las lápidas de Noia, se yerguen justo en los lugares que describo y pueden ser visitadas sin restricciones. La última, sin ir más lejos, se encuentra al final del Camino de Santiago, en el extremo noroeste de España, escondida en el corazón del pueblo. Mi fascinación por el profundo vínculo de ese lugar con Noé nació cuando supe que, en efecto, la antiquísima leyenda de la fundación de Noia sitúa en el cercano monte Aro, en la Sierra de Barbanza, la llegada del barco de Noé. Naturalmente, a ningún lector se le habrá escapado el parentesco entre Noia y Noé, Aro y Ararat, así como los caprichosos topónimos que utilizo en esta obra y que -debo subrayarlo- tampoco son fruto de mi imaginación, sino de quienes dieron nombre a tantos lugares del sur de Europa, vinculándolos por razones que se me escapan al «mito» del Diluvio Universal.

Baste añadir, por si todavía no hubiera quedado claro, que incluso las referencias bibliográficas citadas en el texto -desde las obras de John Dee a las de Ignatius Donnelly, pasando por el Libro de Enoc o laEpopeya de Gilgamesh- son exactas. Como también lo son las alusiones a personajes como Joseph Smith, fundador de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, al místico George Ivanovich Gurdjieff, al pintor Nicolás Roerich o a los mismísimos yezidís o los indios hopi.

Mi intención al fundirlos en una misma trama no ha sido otra que la de empujar al lector a explorar los lazos sutiles que unen a todos los pueblos y muchas de sus creencias desde que nuestra especie fue condenada por Dios… o los dioses. Y que como a aquéllos, a nosotros también se nos ha concedido la oportunidad -el don, tal vez- de sobrevivir más allá de la extinción y la muerte, tanto colectiva como individual. Para lograrlo basta con creer.

Y yo, naturalmente, creo hasta en los ángeles.

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