– ¿Lo dice en serio? ¿Ahí está mi marido… justo ahora?
Artemi Dujok no se dejó presionar por mi desesperación. Contemplaba absorto el suelo yermo del noroeste de Turquía a través de la pantalla de su portátil, como si las imágenes pudieran decirle a él algo que nadie más en el mundo podría comprender.
– Hay algo que debo decirle, señora Faber…
Su frase sonó lapidaria.
Por un instante me temí lo peor. Sus ojos no se movían. Por eso, cuando completó su mensaje sentí un profundo alivio.
– Yo conozco ese lugar -añadió meditabundo-. Estuve con su marido ahí mismo hace años.
– ¿De veras?
– Sí -murmuró con un ligero temblor en los labios-. Allí me convertí en su sheikh. Su maestro. Si sus secuestradores lo han llevado a ese lugar es porque saben más de las piedras de lo que suponíamos.
– ¿Cuánto más?
– Mucho -dijo seco-. Prepárese. Nos vamos.