Capítulo 12

Pese a la hora tan tardía, el inspector Antonio Figueiras decidió acercarse a la comisaría de policía para rellenar el papeleo del incidente y cursar una orden de busca y captura para el tipo que se les había escapado en la catedral. La ciudad vieja estaba desierta. Descendió por la calle Fonseca contra dirección, con las luces de la sirena de su Peugeot 307 encendidas, justo después de dar órdenes a su patrulla para que no perdieran de vista el café La Quintana. Les había pedido que llevaran a la testigo a su despacho tan pronto como el norteamericano acabara con ella. «Que duerma en un calabozo, si es preciso -dijo-. Pero necesito tenerla bajo custodia hasta que me aclare qué carallo está pasando aquí.»

Antes de alejarse del promontorio en el que despuntaban las agujas de la catedral, Figueiras descubrió el perfil ahusado de un objeto enorme estacionado en el centro de la plaza. A través de los limpiaparabrisas dedujo que se trataba del helicóptero que había pedido. Con la que estaba cayendo, sus hombres debían de haberlo aterrizado a la espera de que las condiciones meteorológicas aconsejaran su vuelo.

«Mejor así», se dijo aliviada.

Cuando enfiló la avenida Rodrigo de Padrón, fuera ya del casco histórico, y aparcó en la zona subterránea del edificio del Cuartel General, tenía sólo una idea en mente: averiguar qué papel jugaban en aquel embrollo los talismanes del matrimonio Faber. Porque algún papel intuía que tenían. Que alguien se liara a tiros con la doctora Álvarez sólo se explicaba si hubieran tramado robarle algo precioso. Algo -dedujo- que valiera más que su propia vida. Para ser exactos, dos millones de libras esterlinas, según su declaración de aduanas.

– ¿Unas piedras preciosas del siglo XVI? -La voz al otro lado del teléfono no daba crédito a que lo hubieran sacado de la cama para una consulta profesional.

– Eso es, Marcelo. Isabelinas. Inglesas, vaya.

Marcelo Muñiz era el joyero más afamado de todo Santiago. Cualquier transacción con una piedra fuera de lo normal en Galicia siempre pasaba por sus expertas manos.

– No me suena haber visto nada así -dijo con tono de tasador profesional-. ¿Sabes el nombre de sus propietarios?

Figueiras se lo facilitó.

Unos minutos más tarde, después de encender su ordenador portátil y hacer las oportunas comprobaciones en su base de datos, Muñiz retomó la conversación con malas noticias:

– Lo siento, Figueiras. Te aseguro que por aquí no han pasado esas piedras. Tal vez no las hayan vendido…

– Puede ser -aceptó-. Pero dime una cosa: si tú te mudaras de Inglaterra a España y tuvieras algo así en tu ajuar, ¿por qué razón las incluirías en la declaración de aduanas?

– Por el seguro, claro -respondió sin dudarlo-. Si tienen valor y quieres que tu compañía las cubra al sacarlas de casa, debes tener un documento que lo acredite.

– Y si tuvieras algo así, ¿seguirías trabajando? ¿Seguirías madrugando para cumplir con un horario? ¿Harías una vida normal?

– Bueno -dudó el joyero-. Tal vez sus propietarios no quieren llamar demasiado la atención. Quizá para ellos el valor del objeto no sea únicamente pecuniario. Te sorprendería saber las motivaciones que llevan a una persona a atesorar joyas, más allá de su valor en el mercado.

– Quizá… -suspiró Figueiras algo decepcionado. El cansancio estaba empezando a hacer mella en él-. Eso lo averiguaré mañana.

Y colgó.

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