Capítulo 40

A las seis menos cuarto de la madrugada, la sala de reuniones 603B, en el sexto piso del complejo de oficinas de la embajada de los Estados Unidos en Madrid, estaba sumida en la penumbra. Una niebla nicotinosa gravitaba frente a la imagen que un proyector Full HD de Sony lanzaba contra la pared. Era el único rincón del edificio en el que todavía se podía fumar sin temor a una sanción, aunque, a decir verdad, eso era lo que menos preocupaba a Rick Hale en aquel momento. El agregado de inteligencia en la sede consular acababa de mantener una conversación telefónica con uno de los agentes de su grupo al que las cosas no le habían ido precisamente bien.

Hale tenía que despachar aquel briefing como fuera.

– Ésta es Julia Álvarez. Española. Treinta y cinco años. Separada recientemente de Martin Faber, el hombre al que el PKK secuestró hace unos días en la frontera turco- armenia -entonó con actitud profesoral ante la fotografía a color de una mujer pelirroja, ciertamente atractiva, obtenida con teleobjetivo-. Las imágenes que están viendo fueron obtenidas ayer por la tarde en Santiago de Compostela, en el extremo noroeste de la península Ibérica.

El agregado hablaba en un inglés de acento sureño, casi de vocalista de música country. Lucía una mueca descolgada que lo hacía parecer infeliz. Y seguramente lo era. Y es que a aquel hombre bajito, calvo, de ademanes desconfiados, no debía de complacerle demasiado su temprana reunión con dos burócratas recién llegados de Washington. Y menos aún que la hubieran convocado en medio de otra delicada operación de inteligencia.

– Anoche -prosiguió-, el comandante Allen se entrevistó con la señora Faber para informarla del secuestro de su marido. Siguiendo nuestro protocolo para casos de filtración de secretos oficiales, quisimos recabar cualquier pista sobre el tipo de vida privada de Martin Faber. Ya saben, cualquier cosa que confirmara nuestras sospechas.

– Háblenos de esas sospechas, señor Hale. ¿Desconfiaban de su antiguo agente en la frontera armenia?

La pregunta vino de Tom Jenkins, consejero del presidente. Era raro que un hombre como él se ocupara del trabajo de campo, pero había llegado apenas media hora antes a Madrid con la orden expresa de que se le informara del caso Faber y no había tardado ni un suspiro en presentarse en la embajada y exigir esa reunión.

– En realidad, señor, debería saber que Faber no trabaja para nosotros desde 2001 -se excusó el agregado.

– No trabaja para la NSA desde 2001 -le precisó.

Hale se tragó el sapo mientras Jenkins, un tipo de unos treinta años, rubio como un predicador mormón y de mirada azul hielo, aprovechaba para poner otro asunto sobre la mesa:

– Verá, señor Hale. Cuando en la Oficina del Presidente hemos revisado la ficha del agente Faber nos hemos dado cuenta de algo muy curioso. Nada más aceptar su destino para la zona kurda que se abre entre Armenia y Turquía, Martin Faber solicitó varios informes confidenciales a Langley.

– ¿Informes?

– Imágenes, para ser exactos.

Richard Hale se encogió de hombros.

– Soy todo oídos.

– Le ayudaré a centrar el problema: justo antes de darse de baja en la Agencia de Seguridad Nacional, el señor Faber pidió que le enviasen por valija diplomática, a Ereván, una colección de viejas imágenes aéreas obtenidas en su zona de trabajo. Fotos obtenidas entre los años 1960 y 1971. Fueron tomadas en secreto por aviones espía U2 y SR-71 y por nuestro satélite KH-4 y todas correspondían al área del monte Ararat. Precisamente donde ahora ha desaparecido. Bonita casualidad, ¿no le parece?

– ¿Ha dicho KH-4? -se escabulló Hale-. ¡Eso es chatarra de la época de Kennedy, señor! Hace años que están fuera de servicio.

– Eso no importa -lo conminó el asesor-. Esas tomas del cuarto orbitador de la serie Keyhole que solicitó Faber fueron consideradas material muy sensible en su día. No olvide que el monte Ararat fue la frontera natural entre Turquía y la entonces Unión Soviética y su filtración habría supuesto un grave incidente diplomático. Tal vez una guerra.

– Supongo que ahora me dirá qué fue lo que interesó tanto a Faber de esas fotos.

– Así es, señor Hale. Y le ruego que nos diga lo que sepa al respecto. En esas tomas, en una cota cercana a los cinco mil metros, aparecía algo que tuvo a medio Departamento de Análisis de la CIA ocupado durante años. Lo llamaron la «anomalía del Ararat», y pese a que al principio sospecharon que podría tratarse de una estación de espionaje y transmisiones soviética, el perfil de su estructura rectangular, de bordes muy definidos, ubicado al borde de uno de los glaciares más próximos a la cumbre, no logró identificarse con nada conocido.

Jenkins se hizo con el mando a distancia del proyector y lo dirigió hacia su ordenador portátil. Mostró entonces una imagen en blanco y negro de la cima triangular de una montaña. Rodeado con un círculo rojo, algo del tamaño aproximado de un submarino nuclear, de perfil ahusado y bordes rectos, se adivinaba bajo una fina capa de nieve. Era negro y parecía brillar al Sol.

– ¿Y eso no es un búnker soviético? -aventuró Hale.

– Sabe tan bien como yo que no lo es, señor.

Las palabras de Tom Jenkins sonaron firmes.

– Los veteranos como usted conocen esta historia -prosiguió-. Y también que en Langley concluyeron que esa cosa aparcada sobre el glaciar Parrot sólo podía ser el Arca de Noé. ¿Me equivoco?

– La pena es que soy ateo, señor Jenkins. No creo en cuentos chinos -precisó Hale.

– En cuentos hebreos en todo caso, señor.

Al fondo de la sala, apoyada junto al extintor de la puerta, una mujer joven, más o menos de la quinta de Jenkins, los interrumpía sin asomo de ironía.

– Está bien, hebreos -aceptó el agregado.

La mujer era una belleza morena, con los inconfundibles ademanes de quien ha servido mucho tiempo en el ejército.

– Y, si me lo permiten, caballeros -continuó-, yo precisaría aún más: cuento sumerio.

– ¿Sumerio?

Rick Hale no supo cómo esquivarla.

– El relato original del Diluvio es sumerio, señor Hale. Cualquier estudiante de Historia Antigua sabe que ellos fueron los primeros en redactar una crónica de la Gran Inundación en la que se menciona un arca salvadora.

– Perdone, señora. ¿Quién es usted?

– Ellen Watson -se presentó dando un paso al frente y tendiéndole una mano larga y cuidada-. Trabajo también para la Oficina del Presidente. ¿Me permite que vayamos al grano?

– Sería de agradecer. -Sonrió, desconectando el proyector y encendiendo la luz de la sala.

– Muy bien -aceptó-. Hábleme del Proyecto Elías para el que trabajaba Martin Faber.

Al agregado de inteligencia de la embajada el estómago le dio un vuelco. «¿Cómo diablos…?»

– ¿Se refiere a la Operación Elías?

– Usted lo ha dicho.

Rick Hale tragó saliva:

– No puedo dar detalles de algo así sin comprobar antes qué nivel de acceso a secretos oficiales tiene usted, señora. Cuestión de seguridad nacional.

– Mi nivel de acceso es el de la Casa Blanca, señor Hale -replicó.

– Lo siento. Eso no basta. Aquí no.

– Entonces, ¿no va a hablarme de Elías?

El rostro de la mujer se ensombreció.

– No sin una orden por escrito del director de la Agencia Nacional de Seguridad, Michael Owen. Lo conocen, ¿verdad?

– Es una lástima -resopló la mujer-. Aunque supongo que, al menos, podría decirme qué le contó la esposa del señor Faber al agente de la NSA que la ha entrevistado. ¿Sabe si hablaron del Arca? ¿Les dijo algo de la secreta obsesión de su marido por esa reliquia bíblica?

Hale no apreció sombra de ironía en sus preguntas. Es más, sabía que si no respondía de manera convincente, todo podría ir a peor.

– Me temo que su conversación fue más prosaica de lo que se imagina, señorita Watson -dijo al fin.

– ¿Prosaica?

– Mi agente no tuvo tiempo para conversar a fondo con ella. Sufrió un pequeño… -Hale se esforzó por encontrar la palabra menos mala- contratiempo.

– ¿Qué clase de contratiempo?

Los ojos de Jenkins brillaron.

– De momento sólo dispongo de detalles confusos -admitió a regañadientes-. Pero justo antes de reunirme con ustedes recibí una llamada del agente que enviamos a Santiago, el comandante Nicholas Allen, y sus noticias no son buenas.

– No lo entiendo -protestó Ellen.

– Eso es porque ustedes no saben que esta noche el coronel Allen intervino in extremis en un tiroteo que, al parecer, pretendía acabar con la vida de la señora Faber.

– ¿Han intentado matar a Julia Álvarez?

– No se alarmen. Nadie salió herido. El caso es que ella quedó bajo la protección de nuestro hombre y…, bueno…, lo más acertado que puedo decirles es que, mientras conversaban, ambos fueron objeto de un ataque de clase EM. Allen quedó fuera de combate durante una hora y la mujer ha desaparecido. En estos momentos se ha cursado una orden para buscarla.

– ¿Un ataque EM? ¿Electromagnético? -Tom Jenkins no salía de su asombro-. ¿En una zona urbana de España? ¿Está usted seguro? Eso es casi como acusar a los rusos de utilizar armas nucleares de baja potencia para asaltar un supermercado en New Hampshire.

– Entiendo que les parezca raro. El uso de armas electromagnéticas está restringido a campos de pruebas del Departamento de Defensa, pero varios países hostiles conocen sus rudimentos. De hecho, si usted echa un vistazo a Internet se llevará la impresión de que son de dominio público.

– No veo adonde quiere llevarnos, señor Hale -protestó Ellen, sin perderlo de vista.

– La NSA cree que un enemigo de los Estados Unidos está cocinando un guiso no autorizado a nuestras espaldas -farfulló-. Un gran guiso.

– ¿Y violaría algún otro secreto si fuera un poco más específico sobre la identidad de ese enemigo fantasma, señor Hale? -ironizó Watson.

Aquel tipo bajito y desagradable se acarició la calva nervioso.

– Lo que voy a decirles no debe salir de aquí -advirtió, severo-. ¿Me han entendido?

– Claro -sonrió Ellen.

– Se lo explicaré de la forma más sencilla posible, señora. Mi agencia cree que alguien con capacidad para operar armas EM portátiles se interesó por Faber en Turquía y Armenia. El escenario que barajamos es que primero lo quitaron de la circulación. Y ahora han hecho lo mismo con su mujer.

– ¿Y cree que eso tiene alguna relación con las «anomalías del Ararat»? -lo atajó Jenkins.

– No lo sabemos.

La mujer también lo presionó:

– Y, según la NSA, ese enemigo tan bien armado es… ¿el PKK? ¡No me joda!

Richard Hale, sudoroso, señaló entonces las carpetas con el emblema de la CIA que les había dejado sobre la mesa justo antes de empezar la reunión.

– Es todo lo que puedo entregarles por ahora -dijo-. Si echan un vistazo a esa documentación, encontrarán un informe completo sobre las circunstancias que rodearon la desaparición del agente Faber. Aunque parece poco probable que supieran que Faber fue uno de los nuestros, todo apunta a que fue obra del PKK

– ¿Quiere hacernos creer que un grupo de separatistas kurdos, que apenas tienen dinero para comprar balas para sus kalashnikovs, disponen de un arma de alta tecnología?

La reflexión de Jenkins lo acorraló un poco más.

– No deberíamos subestimarlos.

– ¿Qué quiere decir exactamente?

– Quizá detrás del PKK se esconda alguien muy superior táctica y tecnológicamente.

– ¿Quizá? ¿Lo suponen o tienen alguna prueba?

– Échenle un vistazo al informe -insistió-. Encontrarán un detalle que…, hum…, podría apoyar esa idea. Martin Faber fue secuestrado durante un monumental atasco de tráfico en la carretera que une Bazargan, en Armenia, con el asentamiento fronterizo de Gürbulak. Es un área montañosa de difícil acceso, salpicada de pequeñas aldeas, con la frontera cerrada oficialmente desde 1994 y que posee una densidad de población minúscula. -¿Y?

– Nuestras fuentes subrayan que el día de su desaparición, sin causa aparente, un apagón total dejó sin energía a toda esa área.

– ¿Un apagón total? -Los ojos azules del asesor presidencial relampaguearon a la luz del encendedor.

– No se trató de un simple corte del fluido eléctrico -matizó Hale-. El atasco de tráfico se produjo porque algo detuvo los motores de todos los vehículos en un radio de treinta kilómetros. Y lo mismo sucedió con repetidores de telefonía móvil que cuentan incluso con baterías suplementarias para emergencias. Y lo que es aún más raro: también afectó a las telecomunicaciones vía satélite, las radios de policía, bomberos, hospitales y hasta la torre de control del aeródromo de Igdir, en territorio turco. Fue como si se hubiera abierto un paraguas electromagnético sobre un área de cincuenta kilómetros cuadrados que impidió el paso de todo suministro energético durante varias horas.

– Quiere decir algo parecido al «Efecto Rachel» -murmuró Ellen al oído de Hale-. Ha oído hablar de eso, ¿verdad?

Richard Hale se quedó estupefacto. Aquella gente sabía más de lo que había estimado.

– ¿Conoce el Efecto Rachel? -masculló.

El término remitía a una vieja historia de la segunda guerra mundial. Se suponía que precisamente él debería estar más al corriente de ese episodio que ninguno de sus colegas. Hale había publicado años atrás un artículo sobre el tema en una revista de inteligencia. Según recordaba, en junio de 1936 Rachel Mussolini, esposa del dictador italiano, tenía previsto pasar unos días en Ostia, cerca de Roma, cuando su vehículo oficial se quedó sin potencia en medio de un colapso circulatorio de proporciones épicas. Su marido se lo había advertido medio en serio medio en broma poco antes de que dejara el palacio de gobierno: «No me extrañaría que te llevaras una gran sorpresa durante tu excursión de hoy, querida.» Y la tuvo. Ninguno de los esfuerzos del chófer por revivir el coche sirvió de nada. El parón duró casi una hora y afectó a todos los vehículos que circulaban en ese momento cerca de ella, hasta que en una sincronización inexplicable todos los motores se pusieron en marcha a la vez. Un informe posterior de II Duce atribuyó el fenómeno a ciertos experimentos que en ese momento realizaba Guillermo Marconi en la zona. Y es que, al parecer, mientras el padre de la radio investigaba frecuencias de emisión de largo alcance había tropezado con una suerte de «rayo de la muerte» que Mussolini primero y la Administración Truman después quisieron monopolizar para uso militar. Se trataba de un simple ancho de banda capaz de interferir en cualquier motor de explosión, civil o militar, terrestre, aéreo o náutico. Entre los aliados se llegó a pensar que aquel «rayo» fue también el responsable de la muerte de cientos de animales de pequeño y mediano tamaño alrededor de la granja de Marconi. Animales cuyo oído más sensible que el humano recibió la señal, los desorientó y los mató de un derrame cerebral. De hecho, ese efecto colateral habría impresionado tanto a Marconi que detuvo en seco todas sus pruebas.

– El Efecto Rachel… -asintió Hale-. Hace años que nadie lo menciona, señora. Pero, ahora que lo dice, lo de Santiago de Compostela y el apagón de Bazargan podrían tener un origen parecido.

– Podrían… -repitió Watson-. Es una pena que nos sea de tan poca ayuda, señor Hale. No nos deja otra opción que investigar por nuestros medios. Y dé por seguro que el presidente no va a detenerse ante la opacidad de la NSA.

– Ni ante la de la Operación Elías -subrayó Jenkins.

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