Capítulo 76

Cuando los tres rotores del insecto de acero de Artemi Dujok comenzaron a silbar de nuevo sobre nuestras cabezas, sentí un profundo alivio. Habíamos desandado nuestros pasos hasta la playa y encontrado nuestro helicóptero justo donde lo dejamos. Era una buena señal. Pero, sobre todo, no habíamos vuelto a tropezamos con ninguno de los soldados que casi acaban con nosotros en la iglesia de las lápidas. Ahora, aferrada a mi adamanta, empezaba a ver la luz al final del túnel por primera vez en mucho tiempo. Dujok, seguro de sí, me prometió que era cuestión de horas -un día tal vez- que volviera a estar junto a Martin. Y que antes de que me diera cuenta, aquella pesadilla habría terminado.

– ¿Y si sus secuestradores son superiores a nosotros? -murmuré desconfiada.

– Para eso la tenemos a ella -sonrió como si aquel extremo no le preocupara.

Ella era, claro, Ellen Watson.

La motorista no tenía el aspecto de ser el arma secreta que necesitábamos en un momento como aquél. Me pareció más bien una muchacha altiva, temeraria, capaz de cualquier cosa para conseguir sus objetivos. Pero, francamente, dudaba de que ella sola sirviera para contener a un grupo de terroristas armados hasta los dientes.

– Usted debe de ser Julia Álvarez, ¿verdad?

Sus ojos oscuros relampaguearon al encontrarme en el tráfago del helicóptero. Cuando me abroché el cinturón de seguridad y me ajusté los auriculares, Watson había escogido el asiento de enfrente y no me quitaba la mirada de encima.

– Así es -respondí lacónica.

– Me alegra haberla encontrado.

– Dígame -la atajé-: ¿es cierto que usted sabe dónde está mi marido?

– Desde luego -asintió-. Aunque contrastaré mis coordenadas con el señor Dujok en cuanto estemos en el aire, creo que ambos tenemos la misma información. Su marido se encuentra en la frontera nororiental de Turquía. ¿Lleva usted su adamanta encima?

Al menos, no podía negarse que aquella mujer iba directa al grano.

– Sí, claro.

– ¿Y puedo…? ¿Puedo verla?

Watson formuló su petición con cierta ansiedad. Se la tendí mientras la aeronave comenzaba a elevar sus patines de la arena.

– Es… simple y hermosa -murmuró, mientras la acariciaba sobre la palma de su mano. La roca volvía a estar apagada.

– Y muy potente, Ellen. Podría fulminarla si no sabe manejarla…

– Es extraño, ¿verdad?-nos interrumpió Dujok, más tranquilo al ver que su pájaro se elevaba sin contratiempos sobre la ría-. Que por una piedra así haya tanta gente capaz de matar y de morir…

Ellen se giró hacia él.

– Como ustedes, por ejemplo.

– O su presidente.

El armenio dijo aquello sin conceder demasiada importancia a su nueva pasajera. Levantó uno de los asientos desocupados que tenía frente a él y descubrió una pequeña cámara refrigerada de la que sacó varias botellas de agua mineral y unos sándwiches fríos que repartió para nuestro alborozo. Yo particularmente estaba desfallecida. Llevaba toda la noche sin pegar ojo y el estrés del ataque a Santa María a Nova, aunque me mantenía aceptablemente en guardia, me había abierto un apetito voraz. Mientras le hincaba el diente a un emparedado de cangrejo y lechuga, fui escuchando cómo Dujok y la motorista iban enfrascándose aún más en su discusión.

– Veamos -retomó ella-, ¿desde cuándo sabe usted que existe un proyecto en los Estados Unidos para hacerse con su control?

Dujok la miró con asombro.

– Desde que el padre de Martin llegara a Armenia buscándola, señorita. De eso hace muchos años…

– ¿El padre de Martin? ¿Bill Faber? -El segundo bocado a mi sándwich casi se me atraganta.

– William L. Faber. Exacto. ¿Conoce bien a su suegro, señora?

Sentí una punzada en el estómago.

– La verdad -tragué-, es que nunca lo he visto. Incluso el día en el que confiaba conocerle, en Biddlestone, no se presentó a nuestra boda.

– ¡No sabe lo que me hubiera extrañado verlo allí!-rió el armenio-. Es una persona muy huidiza, ¿sabe? Llegó a mi país en 1950, poco después de que el Pentágono hubiera obtenido sus primeras fotos de una supuesta Arca de Noé en el monte Ararat con sus aviones de reconocimiento. Se presentó ante mi comunidad como un jovencísimo peregrino. Le contó a todo el mundo que estaba allí en busca de una piedra sagrada que llamaba chintamani. Todos creyeron que era una especie de hippie cuando dijo que había recorrido el Himalaya tras ella, sin resultado, y que finalmente se había convencido de que la piedra podría haber ido a parar a nuestras montañas. Y cuando ya se había ganado el afecto de mi pueblo, desaparecería durante largas temporadas sin que nadie supiera a dónde iba ni qué hacía.

– ¿Recorrió toda Asia en busca de una piedra? -pregunté-. ¿Y quién pagaba todo aquello?

– Ahora sé que fue el Proyecto Elías, señora. Pero entonces nadie tenía ni idea de su existencia. De hecho, Bill contó que supo de la existencia de esa roca sagrada gracias a un súbdito ruso, un pintor de cierto renombre entonces llamado Nicolás Roerich, que la pintó como un venerable instrumento de comunicación con los cielos. Roerich llegó incluso más allá, llegando a afirmar que quien la poseyera dispondría de la llave para entrar en Shambhala.

– ¿Shambhala?

– Es un viejo y extendido mito asiático, señora Faber. Shambhala es un reino oculto en el que habita la hermandad de sabios que rige, en secreto, los destinos de nuestra especie. Un Paraíso terrenal inaccesible para los impuros y de un poder inimaginable.

– Pero el Tíbet queda muy lejos del Ararat, señor Dujok… -protestó Ellen Watson.

– No para un mito como éste, señorita. Aquella chintamani o como quiera que la llamase tenía muchas cosas en común con nuestras adamantas. Los seguidores de Roerich decían que cuando chintamani se oscurecía, tenía el poder de atraer nubes sobre ella. Creían que cada vez que se hacía pesada anunciaba un derramamiento de sangre. Y no era infrecuente que aparecieran signos sobre ella justo antes de sucesos importantes.

Artemi Dujok tragó saliva antes de proseguir:

– En el sur de Asia todavía creen que chintamani llegó a la Tierra a lomos de un caballo volador, y suelen representarla así en los templos budistas más importantes. En esos cuadros, la piedra presenta el aspecto de una protuberancia bulbosa que brilla dentro de un cofre y que se desplaza sobre un equino. ¡Signo evidente de que es una roca que ha viajado por todas partes! Bill Faber, por supuesto, conocía la historia del caballo Lung-ta y nos la trajo cuando yo apenas era un adolescente.

– ¿Y le habló de Elías?

Dujok sonrió.

– Oh, sí. Al final hablamos de todo. Bill y yo nos hicimos muy amigos. Pasó varios años en Armenia y terminó invitándome a estudiar en los Estados Unidos y a sumarme a su proyecto.

– ¿Y encontraron lo que buscaba?

– Más o menos. Al ganarse la confianza de los sheikhs de mi poblado, le contaron que en el monte Ararat se escondía la fuente de todas esas piedras. Su chintamani, le dijeron, debió de salir del Arca de Noé al acabar el Diluvio. Entonces vinieron los rusos. Armenia era una provincia pobre para el Politburó soviético, pero en Moscú se enteraron de que había un «capitalista blanco» en la región y vinieron a por él. Logró escaparse, pero los rusos aprovecharon para contaminarnos con su propaganda. Nos dijeron que Faber trabajaba para un proyecto secreto del enemigo que sólo quería robarnos minerales de gran valor estratégico. Y dijeron también algo más: que el padre de su presidente actual, señorita Watson, los apoyaba.

– ¿El padre de Roger Castle conoció el Proyecto Elías? ¿Está usted seguro?

– Completamente. William Castle II estuvo al corriente del secreto y trabajó para él. Bill Faber también. Y Martin, a su vez, heredó esa tarea hasta que me conoció. Curioso círculo, ¿no le parece?

– Desde luego.

– Pregúntese, señorita Watson, por qué su presidente está tan interesado en Elías. Creo que lo que le he contado resuelve esa duda.

– Le preguntaré, no le quepa duda.

– Y, de paso -dijo tendiéndole un teléfono satelital mientras estudiaba su reacción-, averigüe también de dónde salieron los hombres que nos han atacado. ¿Los envió él?

Watson lo miró de hito en hito:

– Eso puedo decírselo ya, señor.

– ¿De veras?

– Esos hombres son SEALS. Llegaron en un submarino clase Virginia que en estos momentos navega en la zona de la ría, a pocas millas de aquí.

– Será una broma, supongo.

– En absoluto. Es Elías el que ha enviado ese submarino. De eso no tengo duda. Y no creo que el presidente sepa nada.

Dujok palideció de repente, como si aquella última frase ocultara algo terrible.

– Entonces, ¡haga esa llamada!

De un golpe cerró la nevera que había descubierto bajo el asiento y se puso muy rígido. Dio un par de órdenes en armenio a su piloto y después clavó su intensa mirada en la norteamericana.

– ¿A qué espera? -le gritó-. Si ahí abajo está el monstruo que usted dice, todavía tardaremos cinco minutos en estar fuera del alcance de su potencia de fuego. ¡Llame ya, por Dios!

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