Capítulo 100

El Despacho Oval de la Casa Blanca era todo un hervidero. Desde que Roger Castle hablara con su amigo Bollinger no había perdido ni un minuto. Los bedeles habían retirado los confortables sofás Chester blancos del centro de la estancia y en su lugar habían instalado una mesa con pantallas de vídeo con las que el presidente podía conferenciar hasta con cinco centros estratégicos a la vez. «Vigilar y rezar», recordó. Castle había dado órdenes estrictas de que no se informase aún al Consejo de Seguridad Nacional y, por lo tanto, declinó las sugerencias que recibió para que utilizara lasituation room del sótano, pensada para casos de emergencia como aquél.

El Despacho Oval era mucho mejor. Más recogido.

Ahora, desde su escritorio, el presidente podía ver qué se estaba cociendo en el centro de seguimiento de satélites del Goddard Space Flight Center, en el radiotelescopio gigante de Socorro, en la Oficina Nacional de Reconocimiento y hasta en la Agencia Nacional de Seguridad. Todos llevaban casi media hora vigilando sin pestañear lo que estaba ocurriendo en la ionosfera. Habían sido puestos, en un grado u otro, al tanto de la existencia de las piedras y también del Proyecto Elías. Al igual que el secretario de Defensa y el vicepresidente, que estaban en pie frente a los monitores compartiendo el mismo gesto de estupefacción que su jefe.

«Hasta que no sepamos la magnitud de la crisis, es mejor actuar con prudencia», valoró Castle.

Andrew Bollinger -quizás el más desinformado de aquel grupo tan heterogéneo- había acertado su pronóstico de pleno. Por eso estaba allí. Y por esa razón cada uno de los convocados aguardaba su diagnóstico final. La lluvia de protones que había predicho llegaría a la Tierra a más velocidad de la habitual ya estaba, en efecto, descargando toda su potencia sobre el monte Ararat.

– Bien, doctor. -Castle evitó deliberadamente dirigirse a su amigo por el nombre de pila-. Su tormenta ya está aquí. ¿Qué cree que va a ocurrir ahora?

Bollinger carraspeó.

– No hay precedentes de una borrasca radiactiva de esa categoría, presidente. La última que conocemos, la de marzo de 1989, fue dieciséis veces menos potente que ésta y fundió grandes generadores, se cargó dos de nuestros satélites militares y un número no determinado de orbitado- res soviéticos. Pero, sobre todo, dejó sin luz a seis millones de canadienses. Esta vez va a ser peor. Mucho peor.

– ¿Balance de daños hasta el momento? -preguntó al resto de las pantallas Roger Castle, severo, sin agradecer siquiera el dato.

– El doctor Bollinger está en lo cierto, señor presidente. -Tomó el turno una mujer negra, de unos cincuenta años, asomada a la cámara del centro Goddard-. La primera oleada de protones ha provocado que un trece por ciento de los satélites de comunicaciones hayan perdido o tengan serias dificultades con su conexión con la Tierra en este momento. Tal y como esperábamos, un aumento del 0,5 por ciento de la potencia del Sol podría provocar esa clase de daños en los orbitadores.

– ¿Y qué otras consecuencias podemos esperar de esta tormenta, doctor Scott?

Edgar Scott, parapetado tras su gruesa montura de pasta, sentado en su aséptico despacho de la Oficina Nacional de Reconocimiento, tomó la palabra sin apresurarse.

– No tenemos tablas para hacer esa clase de estimaciones, señor. Pero si esta descarga de protones se mantiene durante más tiempo… -dudó-, de entrada, es seguro que las transmisiones de onda corta y de radioaficionados se interrumpirán definitivamente. Aún es pronto para valorar su efecto sobre el campo magnético de la Tierra. De momento, tenemos unas bonitas auroras boreales en latitudes muy por debajo del Polo Norte. Mi previsión, si es eso lo que quiere oír, es que, como poco, provocará envenenamientos masivos por radiación. Ya sabe: afecciones oculares, cánceres de piel, mutaciones en cultivos, alteraciones en la cadena alimenticia…, ese tipo de cosas.

– Es como la Tercera Caída que pronosticó el profeta Enoc, señor -terció Michael Owen desde su despacho de caoba de la Agencia Nacional de Seguridad-. Una plaga bíblica letal.

– ¿La «Tercera Caída», Michael?

– Bueno, señor presidente, no quiero ser el más agorero del grupo, pero en los vaticinios de ese profeta se anuncia que, tras el Diluvio Universal, el siguiente fin del mundo nos llegará por fuego. Desde luego, la metáfora no puede ser más oportuna. Describe con exactitud lo que está ocurriendo con el Sol, ¿no le parece?

El rostro de Castle se tensó.

– ¿Conoce usted algo de las profecías de los indios hopi, director Owen?

El afroamericano puso cara de circunstancias, mientras que en el monitor de al lado, su amigo Andrew se removía inquieto.

– Ya veo -suspiró el presidente-. Yo fui gobernador de Nuevo México y los traté mucho. El caso es que ellos, al igual que otros pueblos americanos como los mayas, creen que la humanidad está condenada a sufrir destrucciones periódicas si antes no consigue la clemencia de sus dioses. Según ellos, vivimos en el cuarto mundo. Los tres anteriores fueron destruidos por fuego, hielo y agua. Y aunque por desgracia sólo nos han llegado leyendas de cómo fue la última devastación, parece que esa destrucción por fuego a la que usted alude ya ha ocurrido al menos una vez…

– Yo soy creyente, señor -dijo la mujer del Goddard-. Y la cuestión, presidente, es que en la última caída o como quiera usted llamarla, contamos con ayuda divina directa.

– La doctora tiene razón.

– Gracias, señor presidente.

– El caso es que eso que dice la Biblia lo cuentan también otros doscientos diecisiete relatos del Diluvio censados por antropólogos de los cinco continentes. Y ninguno anuncia que, si vuelve a repetirse algo así, vayamos a contar con la ayuda de nadie. Estamos solos frente a esto. Asumámoslo y actuemos en consecuencia.

Michael Owen hizo su reflexión con aspecto derrotado. Castle podía imaginar lo que estaba pasándole por la cabeza. El propósito último del Proyecto Elías, lograr comunicarse con la «Instancia Superior» ante un evento cataclísmico global para pedir socorro, había fracasado. Otros se le habían adelantado y él no había podido hacer nada por impedirlo.

– Si el bombardeo de protones sigue siendo tan intenso en las próximas doce horas -volvió a intervenir la técnica del Centro Goddard- los Estados Unidos se verán azotados por él con fuerza y no habrá quien nos salve.

– ¿Uh? ¿Quién de ustedes habló de ayuda divina? -Edgar Scott miraba nervioso hacia algún lugar fuera del campo de visión de la cámara que lo enfocaba. Por sus respuestas, daba la impresión de que o no estaba atento o la señal de la videoconferencia le llegaba con retardo-. ¿Se refieren a un Arca de Noé o un barco como el que describe la Epopeya de Gilgamesh, director?

– Sí… Algo parecido -gruñó el fornido director de la NSA-. No tenemos nada de eso que nos salve de ésta.

– Eh… -volvió a agitarse Scott-. Bueno. Tal vez sí.

El presidente estaba poniéndose nervioso. Scott parecía distraído. Como si, además de su conversación a cuatro bandas, tuviera sus sentidos puestos en otra cosa.

– ¿Qué insinúa, doctor Scott?

– Verán… El HMBB está enviándonosen directo nuevos datos de la emisión X del monte Ararat. Por desgracia, todo esto ha sido tan rápido que no llegamos a tiempo para cambiarlo de órbita y evitar que sobrevolara el norte de Turquía. Y, claro, tampoco le pedimos que «soltara» la frecuencia de las piedras que estaba rastreando. Podría haberse achicharrado, pero el satélite funciona, así que…

– ¿Así que…? -La urgencia podía leerse en los ojos de Owen-. ¡Déjese de circunloquios y explíquese!

– El HMBB está en servicio, señor. Y sigue mandando lecturas de las cumbres del Ararat.

– ¿Sigue activo? ¿Seguro? -La mujer del Goddard se giró hacia algún asistente, ordenándole con gestos que comprobara ese extremo.

Scott se había levantado las gafas y se frotaba los ojos, nervioso. Su gesto era severo.

– Así es. Acaba de informar de un sismo de 6,3 grados de magnitud en el pico mayor de la cordillera. Y algo más: la señal de las piedras ha desaparecido… ¡y la nube de plasma también!

Durante un segundo, los cuatro interlocutores enmudecieron.

– ¿Ha cesado la lluvia de protones? ¿Está usted seguro, doctor?

– Sí, señor presidente.

Roger Castle no tuvo tiempo ni de suspirar aliviado. Su teléfono móvil encriptado comenzó a vibrar encima de la mesa. En otras circunstancias no hubiera atendido la llamada, pero el nombre que aparecía en su pantalla le hizo dar un brinco. Eran más buenas noticias. Bastaba con leer la identificación digital de quien pretendía hablar con él.

«Thomas Jenkins. Llamando.»

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