Capítulo 28

En el mundo real, las cosas estaban tomando un cariz aún más extraño si cabe.

La nube fosforescente que minutos atrás había estado flotando sobre la catedral de Santiago había descendido a ras del suelo, colándose como niebla densa entre los soportales. Empezó siendo una especie de lenteja de pequeño tamaño, pero por alguna razón había mutado hasta convertirse en un vapor elástico, que se extendía sobre los adoquines de granito, impregnándolo todo a su paso.

Una vez desparramada, sus efectos sobre personas y enseres eran sorprendentes. Aquel geoplasma transportaba una carga eléctrica en su interior capaz de colapsar cualquier aparato en un amplio radio y de saturar el sistema nervioso de mamíferos y aves. Sólo una ropa especial como la que llevaban los ocupantes del helicóptero estacionado en la plaza del Obradoiro garantizaba cierta inmunidad ante el fenómeno. Su tejido estaba diseñado de modo que podía desviar cargas eléctricas a través del suelo, igual que lo haría una toma de tierra convencional.

– ¡Adelante! ¡Vamos!

El sheikh sabía lo que tenía que hacer cuando «la caja» se abriera. Había ordenado a sus hombres que insertaran encima de sus armas unas linternas especiales, aisladas con un cobertor parecido al de sus trajes, y que se moviesen con rapidez hacia el interior del único establecimiento de la plaza vigilado por la policía. Era evidente que allí tenían a Julia Álvarez.

Con destreza, los tres sortearon los cuerpos inertes de varios hombres uniformados. Se habían desplomado en la puerta misma del café. Tenían los ojos abiertos, vidriosos, mirando a ninguna parte. Por supuesto, no les ofrecieron resistencia alguna. Tampoco el camarero, al que encontraron sentado en el suelo, con una mueca grotesca en la cara y una pila de platos hechos pedazos a su alrededor.

– ¿Cuánto dura el efecto de Amrak, maestro?

La pregunta de Waasfi, el muchacho de la coleta y el tatuaje de la serpiente en la mejilla, hizo que el sheikh girara sobre sus pasos:

– La cuestión no es cuánto dura, sino cuánto afecta a los humanos. Entra dentro de lo posible que algunos no despierten nunca, hermano. Tal es su potencia.

Mientras sus linternas barrían el interior intacto del local, el sheikh cambió de conversación:

– Tú viste a la esposa de Martin en la catedral. ¿La reconocerías si volvieras a encontrarla?

– Ajo. Sin duda.

Caminaron en silencio hasta el fondo del establecimiento. Todas las mesas estaban vacías salvo una, a cuyos pies yacían dos cuerpos más. El primero correspondía a un varón de complexión fuerte, alto, que se había desplomado boca abajo cuan largo era. El segundo pertenecía a una mujer. Se había desequilibrado hacia atrás, derrumbándose sobre sus propias piernas. Todavía se sostenía erguida y tenía la cabeza clavada en el pecho como si fuera una muñeca rota.

Waasfi la tomó de la barbilla y la levantó.

Era ella. Julia. Tenía el gesto desencajado, como si la muerte -o lo que fuera que provocara «la caja»- la hubiera alcanzado en medio de una conversación. «Tiene unos hermosos ojos verdes», pensó.

En cuanto el haz de linterna de Waasfi pasó sobre su rostro, sus pupilas se contrajeron.

El armenio sonrió.

– Aquí está -anunció sin retirársela.

El sheikh apenas le prestó atención. Se había puesto en cuclillas junto al gigante vestido de traje negro, y hacía esfuerzos por darle la vuelta para identificarlo.

Cuando lo hizo, su gesto se ensombreció.

– ¿Ocurre algo?

Su maestro sacudió la cabeza, consternado.

– Tenías razón, Waasfi. Ellos están tras la pista de Martin. Yo conozco a este hombre…

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