Capítulo 2

Fuera de la catedral llovía con ganas. Era el orballo. Esa precipitación típica del norte de España que, sin llamar la atención, va filtrándose hasta calarlo todo. Los adoquines de la plaza del Obradoiro estaban entre sus más célebres perjudicados y a esa hora eran incapaces de tragar más. Por eso, cuando una elegante berlina color burdeos atravesó la explanada más célebre de Galicia y se estacionó justo en la puerta del hostal de los Reyes Católicos, levantó una ola de agua que salpicó las paredes del establecimiento.

Dentro, en recepción, el conserje de guardia echó un vistazo por la ventana que tenía más cerca y apagó el televisor. Llegaban sus últimos clientes. Solícito, puso el pie en la calle justo cuando las campanas de la catedral daban las doce. En ese momento, el conductor paró el motor de su Mercedes, apagó los faros y ajustó la hora de su reloj de pulsera como si aquello formara parte de un ritual.

– Hemos llegado, cariño. Compostela.

La mujer que estaba a su lado se desabrochó el cinturón y abrió la puerta. Se sintió aliviada al distinguir al recepcionista aproximándoseles con un enorme paraguas negro.

– Buenas noches, señores -dijo en un inglés perfecto. El olor a tierra húmeda inundó el interior impecable del vehículo de alquiler-. Nos avisaron que llegarían tarde.

– Excelente.

– Los acompañaré al hotel. Nosotros nos ocuparemos de aparcar el coche y llevarles el equipaje a la habitación lo antes posible -sonrió-. En la suite les hemos dejado algo de fruta. La cocina está ya cerrada.

El hombre echó un vistazo a la plaza vacía. Le gustaba la atmósfera que la piedra confería al lugar. Era increíble que un recinto como aquél reuniera en armonía una catedral de fachada barroca, el inmueble del siglo XV en el que estaba su suite y un palacio neoclásico como el que tenían enfrente.

– Dígame una cosa, amigo -susurró cuando le entregó las llaves del Mercedes y un billete de diez euros-, ¿no han terminado aún la restauración del Pórtico de la Gloria?

El conserje echó un vistazo fugaz a su fachada. Le fastidiaba que los andamios la afeasen de aquel modo, ahuyentando a turistas con clase como aquéllos.

– Mucho me temo que no, señor -suspiró-. La prensa dice que ni los técnicos se ponen de acuerdo sobre el estado de conservación de la catedral. Seguramente tengamos obras para largo.

– ¿Usted cree? -El huésped sacudió la cabeza, incrédulo-. Entonces, ¿por qué hacen turnos de veinticuatro horas?

El hombre dijo aquello al ver cómo las dos colosales ventanas que estaban sobre la puerta principal de la catedral, por debajo de la estatua del Apóstol peregrino, irradiaban una luz potente, anaranjada, que oscilaba en su interior con aspecto amenazador.

Al conserje le mudó la cara.

Aquello no parecían luces de obra. Titilaban y emitían unos destellos anaranjados que no presagiaban nada bueno. Debía llamar a la policía. Y enseguida.

Загрузка...