Capítulo 25

Dicen que cuando alguien muere, el alma se ve abocada a la prueba más dura de su existencia. Afirman que justo antes de trascender hacia la dimensión superior, se la conduce frente a una especie de «caja negra», un contenedor sin forma ni dimensión en el que se ha ido almacenando todo lo que hizo dentro de su cuerpo desde el día que su cordón umbilical se cortó y sus pulmones respiraron por primera vez. Lo que el alma experimenta al asomarse a ese receptáculo supera cualquier experiencia sensorial. De repente, la conciencia se ve inmersa en una suerte de recreación en la que es capaz de percibirse desde afuera y juzgarse desde la mirada de los otros. En contra de lo que dicen las grandes religiones, en ese estadio no hay jueces. Ni tribunales. Ni tampoco ojos que nos fuercen a aceptar o no lo visto. Nada de eso es necesario. El alma deja salir a la energía pura que la habita y es capaz de valorar por sí misma lo aprendido mientras estuvo envuelta de carne. Después, tras repasar lo vivido, tomará el camino que le resulte más afín a su estado vibratorio.

Lo único bueno de ese proceso es descubrir que más allá hay camino. Ascensional o descendente, eso depende. Porque cielo e infierno son, en definitiva, el fruto de esa recapitulación extrema; el estado anímico en el que quedamos tras evaluar si en nuestra vida pudieron más los éxitos o los fracasos, las virtudes o los errores, el espíritu o la materia densa.

Todos -da igual la creencia que hayamos profesado- hemos oído hablar alguna vez de ese momento. Y aunque los líderes religiosos nos han confundido anunciándonos tribunales severísimos, grandes absoluciones y hasta la resurrección de los muertos, de lo único que puedo dar fe es de que el episodio del «repaso» es real.

Lo supe aquella madrugada en el café La Quintana cuando, tumbada de bruces a escasos centímetros del cuerpo inerte del coronel Allen, creí llegado el momento de rendir cuentas.

Me sorprendió lo fácil que me había resultado morir. Y lo que en un principio creí un desmayo indoloro, pronto se tradujo en un torrente químico de sensaciones y viejos recuerdos. No sé por qué deduje que había perdido la vida por culpa de una fuerte descarga eléctrica, como Uzza, el porteador del Arca de la Alianza. Diez mil voltios habrían bastado para detener mi corazón y achicharrarme el cerebro. Tal vez eso explicara por qué me sentía catapultada fuera del tiempo, arrojada a un mar de imágenes que ahora se me echaban encima.

Hice un tremendo esfuerzo por comprender. ¿Por qué no había sentido dolor al desplomarme contra el suelo? ¿Dónde habían ido a parar el café o Nick Allen? ¿Y el camarero?

Pero durante un buen rato, no ocurrió nada.

Nada de nada.

Fue como si estuviera disolviéndome muy despacio en un bienestar sin sobresaltos. Había dejado de tener frío y, poco a poco, fui adquiriendo la certeza de que me estaba apagando.

Cuando la paz fue total, algo se encendió dentro de mí. Escuché voces. Y sin saber cómo, imágenes de otro tiempo comenzaron a desfilar por debajo de mis ojos cerrados.

Debo contarlo. Y lo haré.

El primer recuerdo brotó con fuerza.

Era del día de mi boda, y por un momento creí que afloraba porque el coronel Allen había estado hurgando en mis sentimientos hasta el segundo antes de mi muerte.

En él vi cómo Martin y yo llegamos al condado de Wiltshire con la impresión de que nuestras vidas habían sido engullidas por un torbellino. Era primera hora de la mañana del domingo, el día después de mi primer encuentro con las adamantas de John Dee, y habíamos madrugado mucho para tenerlo todo a punto. Lo cierto es que ambos teníamos los nervios a flor de piel. No habíamos conseguido pegar ojo en toda la noche. Incluso discutimos.

Casi lo había olvidado.

Nuestra disputa se incubó la tarde anterior, después de nuestra velada con Sheila y Daniel. Y la culpa fue de las dichosas piedras. Ninguna de las dos había dejado de hacer cosas extrañas desde que me las entregaron. Martin y los ocultistas se alborozaban como niños cuando una brillaba, se agitaba, giraba sobre sí misma señalando objetos sobre el mantel de nuestra mesa o emitía un ruidito suave parecido al que haría una pequeña locomotora de vapor. «Muévela en este sentido», «Ponía sobre aquella pirámide», «Levántala con los meñiques», me decían. Al final me cansé de sus juegos. Si no nos retirábamos a descansar, la ceremonia del día siguiente iba a ser un desastre.

Fue al regresar al hotel cuando saltaron las primeras chispas.

– ¿No ha sido el día más alucinante de tu vida? -dijo Martin antes de dejarse caer en la cama.

– ¡Y qué lo digas!-respondí, echando ácido por los poros-. He descubierto que sabes mucho más de mí de lo que creía.

– ¡Uh! ¿Lo dices por…?

– Sí. Justo por eso -lo atajé-. Así que te acercaste a mí porque creías que era vidente, ¿no? ¿Por qué no me lo dijiste antes?

Martin me miró como si fuera una extraterrestre.

– ¿Y no lo eres?

– ¡No! ¡Pues claro que no!

– ¿Estás segura? -me atajó mordaz-. Tú misma me contaste que de pequeña hablabas con tu bisabuela muerta. Que en tu casa, tu madre había visto varias veces esa procesión de almas en pena… ¿Cómo la llamáis?

– La Santa Compaña.

– Exacto. La Santa Compaña. Y tampoco fui yo quien se inventó que desciendes de una saga de brujas gallegas que lo saben todo de hierbas medicinales. ¡Si hasta destilas un ron que cura la artritis!

Fue el colmo. Martin quiso irse por las ramas sin abordar la cuestión fundamental. No podía permitírselo.

– ¿Y por qué no me contaste lo de las piedras? -Dejé que mi malestar impregnara todas y cada una de aquellas palabras.

– Bueno… -dudó-. Hasta ahora eran una especie de secreto de familia, chérie. Pero dado que mañana vas a formar parte de ella, creí que debías conocerlo. ¿No te ha gustado la sorpresa?

– ¿Sorpresa? ¡Me he sentido vuestra cobaya! ¡Una atracción de feria! ¿De dónde han salido esos, esos…?

– ¿Amigos? Daniel es un sabio. Y Sheila es… algo así como tú.

– ¿Qué quieres decir?

– Era la única que hasta ahora sabía cómo hacer reaccionar a las piedras. Aunque no como tú lo has hecho. A la vista está que no me he equivocado contigo. ¡Las haces hablar! ¡Tienes el don!

– ¿Hacerlas hablar? Maldita sea, Martin. ¿De verdad crees que las piedras hablan?

De un salto, abandonó la cama y se plantó junto a mí.

– Estas sí.

– ¿Cómo puedes decir eso?

– En veinte años, Julia, nadie ha visto a las adamantas comportarse como lo han hecho esta tarde. ¡Parecían vivas! Tendrías que haber visto la cara de Sheila. Tú tienes el don -repitió-. El mismo que Edward Kelly, el vidente favorito de John Dee. Si quisieras, podrías mirar a través de ellas y hacerlas vibrar. ¡Eres su médium!

La mirada terminó de nublárseme. El hombre con el que iba a casarme me hablaba como si fuera una extraña.

– Me asustas, ¿sabes? -dije con los ojos humedecidos-. Creí que eras un científico. Un hombre racional… He puesto mi vida en tus manos ¡y no te reconozco!

– Julia, por favor… Estás asustada-susurró-. Pero no tienes nada que temer.

– No estoy tan segura.

– Después de la boda tendrás tiempo de aprender a usar las piedras, chérie, y de comprobar que sigo siendo el científico del que estás enamorada. Las estudiaremos juntos. Te lo prometo. Tú les darás vida. Yo las interpretaré.

No respondí.

– Lo comprenderás todo. Verás que, aunque ahora te parezca cosa de brujas, lo que está pasando tiene una explicación sencilla. Sheila y Daniel también están deseando dártela.

– ¿Y si hubiera perdido mi confianza en ti? -Lo miré tan severa como fui capaz-. Me siento engañada, utilizada. ¡Compréndelo!

– No lo dirás en serio.

– No… -Bajé la mirada. Sus manos fuertes apretaban ahora las mías tratando de darme una seguridad que hacía rato que había perdido. Todo era confuso para mí-. Claro que no…

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