Capítulo 14

El helicóptero que había tomado tierra en la plaza del Obradoiro no era un aparato convencional. Se trataba de un vehículo en fase experimental del que sólo existían tres prototipos en todo el mundo y que había sido dotado de una tecnología capaz de navegar incluso en las peores condiciones atmosféricas. Poseía una cubierta blindada y armamento pesado. Sin embargo, sus mayores virtudes eran otras. Podía alcanzar un techo de cinco mil metros, impensable para casi cualquier otro aparato de hélices; una velocidad de crucero de quinientos kilómetros por hora, y una autonomía de hasta doce horas en el aire. Estaba revestido por una aleación especial que lo hacía resistente a temperaturas extremas y había sido equipado con uno de los sistemas de navegación más sofisticados del mundo.

Aquel «monstruo» no tenía plan de vuelo. Ni matrícula. Oficialmente aún no existía. Y, por supuesto, nadie lo esperaba en Galicia. Había surgido de la nada atravesando Europa de punta a cabo, aguardando escondido en un aeródromo de escaso uso, cerca del embalse de Fervenza, a que llegara aquel momento.

Cuando su puerta lateral se abrió con un suave zumbido eléctrico, el hombre que había acabado con la vida de dos agentes del Cuerpo Nacional de Policía saltó a su interior, empapándolo todo. El portón se cerró tras él.

– ¿Qué ha pasado?

A bordo lo recibió un varón de mediana edad, ojos oscuros y vivaces, rostro curtido, bigotes largos y bien cuidados, que no le quitó su mirada severa de encima. Emanaba tal autoridad que el recién llegado bajó su arma, se postró humillado a sus pies y le habló en su idioma natal, el armenio, apenas elevando la voz.

– Tsavum e. Tuve que hacerlo, sheikh.

Su interlocutor guardó silencio.

– Si no los hubiera neutralizado, me habrían detenido y habríamos echado a perder toda la operación. Lo siento mucho, maestro.

– Está bien… -Cuando su anfitrión reaccionó, lo hizo poniéndole una mano sobre la cabeza, casi como si lo bendijera-. ¿Y en el templo? ¿Cómo ha ido? ¿La… viste?

Los ojos del joven se humedecieron.

– Tenía razón, sheikh -respondió con la respiración aún entrecortada y los ojos clavados en el suelo-. Es ella. Esa mujer puede activar «la caja». En la catedral lo ha hecho sin ni siquiera darse cuenta.

– ¿Sin darse cuenta?

– Tal es su poder, maestro.

El sheikh observó a su discípulo, turbado por aquella información. ¿Qué habrían dicho sus antepasados de eso? ¿Cómo habrían encajado que una extranjera poseyera la capacidad de afectar a una de sus reliquias más sagradas? Por suerte, él ya no se parecía a sus predecesores. Sus ademanes eran más bien los de un doctor que aguardara impaciente el resultado de una prueba médica difícil y no los que cualquiera esperaría del líder supremo de uno de los cultos más desconocidos, a la par que ancestrales, de la Tierra.

– ¿Y la piedra?-insistió sin alzar la voz-. ¿Averiguaste si la tenía?

– Votsh. No pude, sheikh. Ellos llegaron antes.

– ¿Ellos?… -Una nube de preocupación oscureció su mirada-. ¿Estás seguro?

Su joven discípulo asintió.

– Los americanos…

El maestro retiró su mano de la cabeza del joven y lo obligó a levantar la vista hacia él. Su rostro parecía haberse trasmutado. Tenía los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas por la impresión.

– Entonces, hermano, no nos dejan otra opción -dijo muy serio-. Habrá que intervenir antes de que el mal nos tome ventaja. Preparémonos.

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