«¿Quién tiene derecho a llamar a Dios?»
El cerebro de Roger Castle echaba humo mientras marcaba los diez dígitos del teléfono de Nuevo México con el que deseaba comunicarse de inmediato. Había solicitado a su secretario una línea segura y quince minutos sin interrupciones para resolver un asunto personal.
«¿Y qué podría decirle un simple humano que le resultara de interés?»
Acomodado en su sillón, con la mirada perdida en los jardines de la Casa Blanca, la línea encontró tono de inmediato. Al tercer timbrazo alguien levantó el auricular.
– ¿Andrew? ¿Eres tú?
Andrew Bollinger figuraba en la agenda privada del presidente desde hacía más de dos décadas. Lucía en sus primeras páginas, en el apartado «astrónomos». De hecho, ambos fueron compañeros de colegio y hasta jugaron en el mismo equipo de baloncesto. Desde que se conocieron en el curso de 1982, Castle tuvo muy presente que aquel sureño de rasgos orgullosos se convertiría en un auténtico genio de las matemáticas y la física. Como así había sido. Bollinger era uno de esos tipos que, con suerte y fondos suficientes, ayudaría a su país a poner un hombre en Marte. Cualquiera que los hubiera visto en aquellos años paseando por el campus de Albuquerque habría apostado por Bollinger como el joven con más futuro. Y así había sido hasta que él entró en política. Su amigo obtuvo el doctorado en Astrofísica a los veintitrés y tras la lectura de su tesis no tardó en lograr la dirección de las veintisiete antenas del Very Large Array Telescope de Socorro. Bajo su mando, el VLA se había convertido en un lugar famoso. Estaba de moda desde que apareciera en la película Contact, de Jodie Foster, aunque sus antenas jamás hubieran buscado señales de radio extraterrestres. En cuanto a sus proyectos, ya no sólo los financiaban filántropos y empresas de comunicación, sino también las hordas de curiosos que compraban sus camisetas o participaban en sus visitas guiadas. Todos acudían atraídos como moscas por lo que el VLA inspiraba: la escucha de «sonidos» del espacio profundo, de quásares, supernovas, de las frecuencias de radio naturales que emiten las estrellas, e incluso la recepción de mensajes de la sonda Voyager 2 desde más allá de Neptuno.
Con razón, a Castle no se le había pasado por la cabeza un candidato mejor para responder a las preguntas que empezaban a amontonársele.
– ¿Andrew? ¿Andrew Bollinger? -El presidente insistió. Hacer una llamada directa a un civil, aunque éste fuera un viejo amigo, le producía cierta excitación.
Al segundo, una voz masculina respondió:
– Dios mío, ¿Roger? ¡Roger! ¿Qué ocurre?
– ¡Bravo! -exclamó-. Es una suerte que aún recuerdes a los colegas.
– ¡Como para no hacerlo! ¡Te veo todos los días en las noticias! -rió nervioso-. ¿Cuánto hace que no hablamos? ¿Cuatro años? ¿Cinco, tal vez?
– Demasiado, lo sé. Y bien que lo siento, Andy.
– Dime, ¿qué puedo hacer por mi presidente? ¿No será una emergencia nacional?
A Andrew le gustaba bromear. Pasaba demasiado tiempo solo frente a sus ordenadores y el que empleaba en el «contacto humano» trataba de aderezarlo con ciertas dosis de humor.
– Verás. Necesito preguntarte algo.
– Adelante, presidente. Debe de ser muy importante para que me llames en persona.
– Lo es. ¿Recuerdas a Oso Blanco?
La línea se quedó muda por un instante.
– ¿Oso Blanco? ¿El jefe hopi?
– Ese mismo.
– ¡Claro que lo recuerdo! Sobre todo después de aquella excursión surrealista que hicimos los tres a su reserva… o donde diablos fuese. ¿No irás a decirme que ha resucitado? Porque ya murió, ¿no es cierto?
– Sí. Hace años. Sin embargo, quería pedirte que hiciéramos memoria juntos de aquella excursión. ¿Puedes?
Cómo olvidar la radiante tarde de primavera que pasaron al sur de Carlsbad persiguiendo algo tan absurdo como una piedra parlante.
Oso Blanco los había citado a las cinco en punto en un cruce de la Interestatal 62 con la 285, cerca de la frontera mexicana, para mostrarles su reliquia más sagrada. El entonces aún gobernador Roger Castle había aceptado la invitación poniendo sólo una condición al encuentro: quería que lo acompañase un científico de su confianza. Uno que lo ayudase a juzgar lo que vieran. Si algo había aprendido en su carrera política era a apoyarse en expertos. Ellos eran el mejor seguro de vida de los políticos. Los únicos que lo salvarían de cometer errores ante sus votantes y los tipos perfectos a los que echarles la culpa si algo salía mal.
El anciano hopi no puso inconveniente, pero aprovechó para pedirle otra cosa en justa compensación: su amigo y él viajarían con los ojos vendados hasta el lugar y no hablarían de aquella visita con nadie. Ni antes ni después.
Aceptó.
Llegado el mes de marzo, con las oficinas del estado funcionando a medio gas por culpa de la Semana Santa católica, Castle y Bollinger se pusieron en manos de los hopi. El lunes 13 el gobernador dejó una escueta nota prendida en su agenda, indicando sólo el lugar de recogida y un mensaje medio en broma medio en serio a su ayudante para que, si pasaban veinticuatro horas sin saber de él, avisaran a la Guardia Nacional.
Por suerte, no fue necesario. Hubieran tenido muchos problemas para localizarlos, en especial porque cambiaron hasta tres veces de vehículo y la mayor parte del tiempo circularon por caminos privados, pistas de tierra alejadas de las carreteras principales, y no pagaron nada con tarjeta de crédito. Primero fue un sedán negro, después una furgoneta y más tarde un viejo pero robusto todoterreno que se las vio con un largo trayecto campo a través. En ningún momento Oso Blanco y su gente dejaron de recordarles que no debían ver adonde se dirigían. «Es un lugar sagrado. El hombre blanco no es bienvenido», insistieron. Ellos no lo cuestionaron. Pero cuando los depositaron en el escondite de la dichosa piedra parlante habían dado tantas vueltas que ni en un millón de años les hubiera sido posible marcar aquel lugar en un mapa.
Supusieron que estaban en una especie de mina. Una gruta oscura y fresca iluminada por un equipo electrógeno, que desembocaba en una sala grande.
– No tienen nada que temer -dijo Oso Blanco, adivinando sus recelos.
– Su piedra… -susurró el gobernador, incrédulo-, ¿está aquí?
– Así es -asintió complaciente-. La tiene delante de usted, señor.
Uno de sus acompañantes iluminó algo que brilló un metro más allá.
Era una especie de cristal del tamaño de un cuarto de dólar. Tenía los bordes irregulares, sin vetas visibles. Era opaco, brillante como la obsidiana, y daba la impresión de haber sido arrancado no hacía mucho de una roca mayor. Como una lasca de sílex. Ni siquiera la habían protegido en una urna. De hecho, los nativos la habían depositado sobre un fino lecho de hojas secas, colocándola en lo que parecía el centro de un anfiteatro natural. A Bollinger y a Castle les llamó la atención descubrir un grupo de cinco muchachos que yacía a su alrededor. Estaban muy quietos. Tanto que parecían estatuas. Habían apoyado sus cabezas unos palmos bajo la piedra y entonaban un canto monótono, triste, apenas perceptible.
– ¿Qué hace esa gente? -preguntó el astrofísico, intrigado.
Oso Blanco hizo una señal para que se acercaran. Y al hacerlo, algo los desconcertó aún más. No eran los muchachos quienes cantaban. ¡Era la roca! Su melodía, explicó el anciano, actuaba como una onda portadora modulada a intervalos regulares por algún mecanismo invisible.
– Son jóvenes con dones especiales, señor Bollinger -aclaró Oso Blanco-. Sólo están escuchando a la piedra. Si su canto experimentara la más leve variación, me avisarían.
Andrew se quedó impactado. «La naturaleza no hace eso», pensó.
– ¿Qué? ¿Me cree ahora, gobernador? -Oso Blanco estaba pletórico-. La piedra lleva hablándonos así más de una semana.
«¿Hablándoles?»
El astrofísico se acercó curioso a aquella especie de lasca. Sorteó a los escuchas y acercó poco a poco su índice hasta tocarla. Luego, con la aquiescencia del jefe indio, se la acercó a los labios. Todos lo dejaron hacer. También aquella cosa, que siguió «cantando» ajena a su presencia. Los hopi no se opusieron a que sus huéspedes la tomaran entre las manos, la sopesaran, la midieran e incluso la golpearan con los nudillos o se la acercaran al rostro. Su examen -en no pocos momentos, rudo- se prolongó durante casi media hora. Y en todo ese tiempo, el zumbido no dejó de escucharse ni un segundo. Por más que la escrutaron y agitaron, ningún detalle los hizo cambiar de idea sobre su naturaleza inerte y compacta. No era una máquina. Carecía de fuente de alimentación o de altavoces. No era tampoco un hongo, un fragmento de metal ni nada que pudiese emitir una señal. Y sin embargo lo hacía.
Sentados junto al venerable Oso Blanco fuera ya de aquel lugar, tuvieron ocasión de parlamentar un buen rato sobre lo que habían visto. Fue una conversación distendida que se extendió durante casi dos horas y que les aportó más dudas que certezas.
– Esa señal es la conversación que la piedra mantiene con la tierra de los dioses -dijo el anciano en un momento dado.
– ¿Y usted la entiende?
El viejo hopi contempló a Bollinger como si se apiadara de su ignorancia.
– Por supuesto. Todos los de mi estirpe la entendemos.
– ¿Y qué dice?
– Habla del día del fin.
– ¿En serio? ¿Da una fecha? -saltó Castle.
– Así es, gobernador. Una y otra vez. Pero no utiliza el tipo de calendario al que ustedes están acostumbrados. En la vastedad del Universo el tiempo no se mide con arreglo a las órbitas que completa la Tierra alrededor de nuestra pequeña estrella. Debe comprenderlo.
– ¿Y qué tiempo da?
– El tiempo del Sol, señor.
– Dios Santo, Roger. ¡Han pasado más de veinte años de aquello!-protestó enérgico Andrew Bollinger al otro lado del teléfono-. ¡Casi prefiero ni acordarme!
– ¿Nunca volviste a ocuparte de aquello? Pero ¿qué clase de científico eres?
Bollinger no rio el sarcasmo de su amigo:
– Todo lo que concluí, Roger, es que aquellos días el Sol decidió bombardearnos con una bonita tormenta electromagnética. Fue una especie de huracán Katrina de plasma. Quizá tú no lo recuerdes, pero yo tengo grabada a fuego esa fecha. El 13 de marzo de 1989 pasaron muchas cosas raras en América. En San Francisco las puertas automáticas de la mayoría de los garajes de los suburbios empezaron a subir y bajar solas, como en una escena de Poltergeist. La mitad de nuestros satélites se desprogramó, y hasta el trasbordador espacial Discovery tuvo que abortar su regreso a la Tierra al volverse locos los indicadores de sus tanques de hidrógeno. ¿Y sabes qué fue lo peor?
Castle había enmudecido.
– Que la red eléctrica de Quebec se colapso por completo. ¡21 500 megavatios se fueron al carajo durante noventa segundos! ¡Y sin venir a cuento! La mitad de Canadá estuvo nueve horas sin electricidad y se tardaron meses en reparar las averías que causó aquello. Cuando me enteré del desastre al regreso de nuestra excursión, hasta me pareció normal que aquella piedra cantara.
– Nunca me hablaste de eso.
– Jamás me preguntaste, Roger. Volviste a tus asuntos enseguida y no nos vimos en mucho tiempo. Estabas muy ocupado.
El presidente pasó por alto el sutil reproche de su amigo.
– El caso es que ahora tengo gente detrás de piedras como las de Oso Blanco -dijo-. Piedras que emiten señales y que podrían sernos útiles en la predicción de catástrofes de ese tipo. Mi equipo sabe que esas señales aumentan su potencia de manera exponencial y pueden llegar a alcanzar el espacio exterior, pero no sabemos qué significa ese comportamiento.
El astrofísico no dijo nada.
– No sé qué pensarás de todo esto, Andy -continuó Castle-, pero te diré lo que me sugiere a mí. ¿Y si aquella maldita piedra fuera… -titubeó- una especie de emisora para alertar a una civilización extraterrestre de algo? Podría haber detectado algún cambio en el magnetismo terrestre y haberse puesto a emitir para avisarlos, como si fuera una baliza de socorro o algo así… ¿Tiene eso algún sentido para ti?
– ¿Bromeas? ¿Sabes qué condiciones extremas debe reunir una señal para escapar de nuestra atmósfera y alcanzar un punto lejano del Universo? Además -gruñó-, si eso ocurriera, si la dichosa piedra de Oso Blanco, o cualquier otra, enviara señales al espacio profundo, nuestra red de antenas y satélites la habría detectado.
– Nuestros satélites espía lo han hecho.
– ¿Qué?
– Algo está saliendo de nuestro planeta, y no lo estamos enviando nosotros, Andy. Lo que necesito saber es adonde se dirige esa señal. ¿Podrías ayudarme con eso?
– Claro. -El tono de Bollinger no sonó muy convencido-. Pero no parece fácil, Roger.
– No te he dicho que lo sea.
– Aunque consiguiera determinar el rumbo de esa señal y averiguar su destino, ahí fuera hay al menos un millar de planetas extrasolares a los que podría dirigirse. Hemos inventariado colosos del tamaño de Júpiter, de estructura gaseosa, demasiado cercanos a sus estrellas para albergar vida y tener una civilización capaz de escuchar una señal procedente de la Tierra. Pero también…
Andrew Bollinger titubeó.
– Bueno… También manejamos un cálculo conservador que cifra en unos cuarenta mil los sistemas planetarios «tipo Sol» a menos de cien años luz de nosotros. Ya sabes, planetas que orbitan alrededor de una estrella del tipo M, ni muy grande ni muy débil. Y aunque estadísticamente sólo cinco de cada cien reúnen condiciones de habitabilidad similares a la Tierra, eso significa que en este barrio cósmico hay al menos dos mil lugares con posibilidades reales de acoger a alguien que podría escuchar tu señal.
– ¿Tantos?
– Quizá haya más -admitió Bollinger-. Por eso tu pregunta tiene una respuesta tan compleja.
– ¿Lo crees posible o no?
– ¿Que haya gente ahí fuera escuchando la señal que emiten unas piedras?
– Voy a enviarte los datos de esas señales, Andy. Tú averigua lo que puedas. ¿Vale?
– Claro, presidente.