– ¿Y cómo diablos activo la adamanta?
Dujok me miró como si fuera estúpida.
– Como la ha activado siempre, señora -respondió-. ¿No le enseñaron que las piedras se ponen en marcha gracias a ciertos tonos vibratorios? ¿No le dijo su marido que algunos sonidos modulados por la garganta humana son capaces de alterar la estructura de la materia?
El armenio, una vez más, tenía razón. Yo sabía aquello. Al menos en teoría, pero estaba tan nerviosa con todo lo que se había desencadenado en las últimas horas que mi cerebro había relegado las bondades de mi memoria a un segundo plano. Ansiosa por recuperar el dichoso talismán y salir corriendo con él en busca de Martin, seguramente había olvidado lo más importante: sin la invocación adecuada, sin vocalizar correctamente los ensalmos de John Dee que daban vida a sus joyas, las adamantas no pasarían de ser un vulgar mineral.
– En cuanto esa piedra funcione -auguró el armenio-, la que tiene Martin resonará por imitación. Es lo que filósofos naturales como Dee o Roger Bacon llamaban speculum unitatis, la unidad de los espejos, o los modernos físicos definen como entrelazamiento cuántico. Imagíneselo: dos partículas atómicas surgidas de una misma «madre» actúan siempre del mismo modo, no importa la distancia que las separe.
– ¿Y así sabremos dónde se encuentra Martin? -pregunté incrédula.
– Exacto. Tenemos la tecnología necesaria para detectar cualquier emisión electromagnética del tipo que emitirá su piedra, se produzca donde se produzca. Si la adamanta de Martin reacciona como la suya, obtendremos sus coordenadas casi en tiempo real. Usted haga su trabajo. Yo me ocuparé de eso…
– ¿Y si no se activa?-dije inquieta, ignorante de hasta dónde eran capaces de llegar los tentáculos de mi anfitrión-. ¿Y si nada funciona?
– Usted tiene el don, señora. Concéntrese en su adamanta y rece lo que sepa. Eso es todo.
No me dejó alternativa.
Temblorosa, tomé la adamanta entre ambas manos y la extraje de la anilla de plata que la convertía en un colgante. Artemi Dujok, mientras tanto, tomaba su teléfono móvil y tecleaba una dirección en su navegador de Internet. Dijo que necesitaba consultar la situación magnética del Sol de las últimas horas en la página de la Administración Nacional de los Océanos y la Atmósfera de los Estados Unidos, la NOAA. Yo sabía -por el trabajo de Martin como climatólogo- que su web difundía a tiempo real imágenes del Sol, midiendo sus emisiones de rayos X, trazando un mapa de auroras boreales previstas e informando de tormentas magnéticas y hasta de posibles apagones de radio provocados por sus explosiones de energía. Hasta hacía poco, los científicos habían desestimado sus efectos sobre el clima e incluso sobre la actividad sísmica de la Tierra, pero cada vez eran más los que empezaban a tenerla muy en cuenta. Dujok, en apariencia, se había sumado a esa lista.
Al ver la imagen del Sol en color verde moteada de manchas oscuras, el armenio se mostró satisfecho.
– Es un momento perfecto -dijo-. Nuestra atmósfera está empapada de viento solar, señora Faber. Tiene todo a favor para su ceremonia.
No quise pensar demasiado en lo que estaba a punto de hacer. Esa extraña combinación de alta tecnología y magia medieval me producía escalofríos. Prefería no saber qué estaba pasando ahí fuera y concentrarme sólo en la piedra que tenía delante. Acaricié la adamanta con las yemas de mis dedos y, con los ojos cerrados, la elevé al cielo. A continuación, borrando de mi mente toda inquietud o apremio, comencé a declamar las primeras palabras del libro de invocaciones del doctor Dee:
– Ol sonf vors g, gohó Iad Balt, lansh calz vonpho…
Nunca lo había hecho. Jamás se me permitió recitar esas palabras sin la presencia de mis instructores. Y aunque Sheila me había obligado a memorizarlas diciéndome que las guardara para una ocasión importante, el temor que me infundían fue siempre superior a la curiosidad. Al menos, hasta ese día.
Lo que no podía imaginar es que a la vez que esas palabras arcanas brotaban de mi garganta, el mundo, la iglesia de Santa María, su suelo de lápidas y hasta la presencia permanente de Artemi Dujok iban a desaparecer de mi vista.
Y lo hicieron. ¡Vaya si lo hicieron!
De repente, todo viró a negro.
Como si alguien ajeno a mí hubiera tomado el control.