A sólo unos metros de allí, dos vehículos de la policía local de Santiago, acompañados por una furgoneta de la Guardia Civil y una autobomba para la extinción de incendios, entraban a toda velocidad en la Quintana dos Mortos. Habían ascendido por la calle Fonseca guiados por las indicaciones de otra patrulla que, en ese momento, vigilaba la evolución de las luces dentro de la catedral. Al parecer, habían recibido un aviso de fuego desde el hostal de los Reyes Católicos y el operativo de emergencia estaba desperezándose como un oso al que le costara salir de su letargo.
– No parece fuego, inspector Figueiras -masculló el agente que llevaba un par de minutos frente a la puerta de Platerías, calándose hasta los huesos, sin perder de vista la cubierta del templo.
El inspector, un tipo rudo endurecido en la lucha contra el narcotráfico en las rías gallegas, lo miró suspicaz. Había pocas cosas que lo fastidiaran más que estar bajo un aguacero con las gafas llenas de salpicaduras. Su humor era de perros.
– ¿Y cómo ha llegado a esa conclusión, agente?
– Llevo un rato apostado aquí, señor, y aún no he visto humo. Además -añadió confidente-, no huele a quemado. Y, como sabe, la catedral está llena de materiales combustibles.
– ¿Han avisado al obispado?
Antonio Figueiras hizo aquella observación con fastidio. Odiaba tener que vérselas con la curia.
– Sí, señor. Vienen de camino. Pero nos han advertido que los conservadores suelen hacer horas extras, y las luces podrían ser de ellos. ¿Quiere que entremos?
Figueiras titubeó. Si su hombre tenía razón y no había otro indicio de fuego más que los brillos que se reflejaban de tarde en tarde en las ventanas, entrar por la fuerza sólo les traería problemas. «Comisario comunista profana la catedral de Santiago.» Casi podía ver los titulares de La Voz de Galicia del día siguiente. Por fortuna, antes de tomar su decisión, un tercer individuo vestido con uniforme azul ignífugo se les aproximó solícito.
– ¿Y bien?-lo recibió Figueiras-. ¿Qué dicen los bomberos?
– Su hombre tiene razón, inspector. No parece que sea un incendio. -El suboficial jefe de bomberos, un tipo resuelto, de cejas pobladas y mirada felina, compartió su diagnóstico con profesionalidad-. Las alarmas antiincendios no se han disparado, y las revisamos hace apenas un mes.
– ¿Entonces?
– Seguramente se trata de un fallo en el suministro eléctrico. Desde hace media hora, la red de esta zona está sobrecargada.
Aquella información lo intrigó.
– ¿Y por qué nadie me ha dicho nada de eso?
– Pensé que lo habría deducido usted mismo -dijo el bombero, sin acritud, señalando a su alrededor-. La iluminación de la calle lleva un buen rato apagada, inspector. Sólo hay luz en los edificios que cuentan con un generador eléctrico de emergencia, y la catedral es uno de ellos.
Antonio Figueiras se quitó las gafas para secarlas con una gamuza mientras farfullaba un improperio. Habían quedado en evidencia sus adormiladas dotes de observación. Entonces levantó la vista, se ajustó las lentes y vio que la plaza, en efecto, apenas se alumbraba por los focos de sus propios vehículos. No había ni una sola luz encendida en las casas vecinas, y sólo junto a la torre del reloj emergían esos desconcertantes destellos. Carecían de ritmo. Eran casi como relámpagos de una tormenta.
– ¿Un apagón general? -susurró.
– Es lo más probable.
Pese a la lluvia y la falta de visibilidad, Figueiras reconoció la silueta de un hombre enorme que caminaba a toda prisa hacia la puerta de Platerías y se detenía frente a su cerradura, como si pretendiera forzarla.
– ¿Quién es ése? -interrogó en alto.
El subinspector Jiménez, que estaba a su lado, sonrió.
– Oh, ése… Olvidé comentárselo. Llegó esta tarde a comisaría desde los Estados Unidos. Venía con una carta de recomendación. Dijo que trabajaba en un caso y que necesitaba localizar a una mujer que vivía en Santiago.
– ¿Y qué hace ahí?
– Bueno… -dudó-. Resulta que la mujer que busca trabaja en la Fundación Barrié y esta noche hace turno en la catedral. Cuando se enteró de lo del fuego, se vino detrás de nosotros.
– ¿Y qué va a hacer?
Jiménez, tranquilo, respondió con una obviedad:
– ¿No lo ve, inspector? Entrar.