Capítulo 67

La puerta de la habitación 616, en la planta de cuidados intensivos del hospital Nuestra Señora de la Esperanza, se abrió sin que nadie se anunciara. Nicholas Allen aguardaba hambriento la llegada del desayuno, así que al oír cómo ésta se deslizaba se incorporó animoso. Lo que vio, sin embargo, le quitó las ganas de comer. «Otra vez ese tipo», torció el gesto al reconocer a Antonio Figueiras caminando con paso distraído hacia su cama acompañado de otro hombre al que no había visto jamás. Ambos parecían resueltos a hablar con él, pero esa urgencia era más evidente si cabe en el desconocido.

– Mister Allen… -se arrancó el inspector en su inglés de medio pelo, con su cara de calavera y su gabardina hecha unos zorros-, un compatriota suyo ha venido a visitarlo.

El coronel, todavía con el gotero tirándole de un brazo, movió la cabeza hacia el recién llegado.

– Si es de la funeraria -murmuró-, dígale que saldré de ésta. Tendrá que buscarse a otro.

Tom Jenkins apretó los dientes, simulando una sonrisa.

– Excelente. Me alegra que conserve su sentido del humor, coronel -dijo-. Eso augura una pronta recuperación.

– No lo conozco, ¿verdad?

– Trabajo en la Oficina del Presidente de los Estados Unidos. He venido a pedirle algo en su nombre.

– ¿Uh? ¿La Oficina del Presidente? -silbó-. Sí que ha sido usted rápido…

– Verá, coronel: en nuestra embajada en Madrid me informaron de que usted y Julia Álvarez fueron atacados con alguna clase de arma electromagnética hará unas ocho horas. ¿Podría confirmármelo? ¿Es eso cierto?

Allen miró a aquel tipo con una indisimulada desconfianza. Había tenido su «accidente» en el cumplimiento de una misión reservada y debía medir hasta qué punto podía hablar de ciertas cosas con perfectos desconocidos.

– ¿Quién le dijo eso?

– El responsable de inteligencia de la embajada, Richard Hale.

– Oh, sí. Rick. -Se relajó-. Supongo que el director Owen lo puso al corriente de mi caso.

A Tom no le pasó desapercibida la cara de sorpresa del inspector Figueiras. Su limitado nivel de inglés lo dejaba fuera de los matices de la conversación, pero no lo suficiente como para no darse cuenta de la importancia de lo que estaban hablando. Figueiras no había relacionado aún los apagones de la noche anterior con la presencia de un fuerte emisor electromagnético en el centro de Santiago. No sabía muy bien a qué se referían exactamente, aunque lo intuía.

– Y dígame, coronel -prosiguió Jenkins-, ¿tiene usted la menor idea de quién ha podido atacarlos?

– Desde luego que sí. Ya se lo dije al jefe Owen. Pero si quiere saber más… -tosió-, tendrá que esperar a que redacte mi informe definitivo.

– Un informe para el Proyecto Elías que nunca nos dejarán ver, ¿no es eso?

Allen no respondió.

– Verá: es urgente que encontremos a la mujer que estaba con usted anoche, coronel -replicó Jenkins-. No podemos perder el tiempo en cuestiones burocráticas.

– ¿Urgente? ¿Y para qué necesita el presidente a esa mujer?

Tom se inclinó sobre él, susurrándole algo al oído que cuando Figueiras alcanzó a escucharlo, casi le hizo dar un salto:

– Usted lo sabe tan bien como nosotros. Necesita su piedra. El presidente quiere el control total de esta situación. Y lo quiere ya.

La reacción de Allen a aquella confidencia fue aún más explícita que la suya. Su languidez se esfumó de repente, al tiempo que se retrepaba sobre sus almohadones con los ojos abiertos como dos soles.

– No sé qué sabrá usted de Elías -protestó-, pero el proyecto tiene la máxima prioridad. No puede obligarme a decirle nada sin una orden de mi superior. ¡Nada! ¿Lo ha entendido?

Tom lo miró inmisericorde.

– No importa lo que diga ahora, coronel. Usted colaborará…

El asesor del presidente pronunció aquellas palabras mirando a Figueiras, que tenía los ojos abiertos como platos. La mención de Jenkins en susurros a una «piedra», stone, le hizo recordar su última conversación con el joyero Muñiz.

– … Haga lo que quiera -prosiguió él-. Encontraremos a la mujer con nuestros medios y usted y sus mandos quedarán como aquellos antipatriotas que ignoraron las órdenes directas de su presidente. Piénselo.

Nick Allen se removió en su cama, incómodo.

– ¿Puedo… hacerle una pregunta, coronel? -titubeó entonces el español.

Antonio Figueiras sentía que tenía su pequeña oportunidad para saber algo más de aquel enredo. Allen lo miró con hastío.

– ¿Conoce las siglas TBC? ¿Qué sabe usted de The Betilum Company? -disparó vocalizando aquel nombre como buenamente pudo.

Su pregunta extrañó a Tom Jenkins todavía más que al militar.

– ¿Dónde diablos ha oído usted eso…?

– Respóndame, se lo ruego -insistió.

El coronel lo miró desconcertado.

– Es una compañía encubierta del proyecto de la Agencia para la que trabajo, inspector. Comprenda que no pueda hablarle de eso. Es información reservada.

– ¿Y sabe por qué esa compañía se ha dedicado a comprar primeras ediciones y manuscritos de un tal… -sin amilanarse, Figueiras echó un ojo al bloc de notas que llevaba encima-John Dee?

El militar se sintió acorralado. No era fácil encontrar el rastro de algo así. Dee -lo sabían todos en la estructura de Elías- era la obsesión particular de Martin Faber. Incluso la de su padre. El climatólogo había estado bajo el control de su progenitor hasta que ambos se alejaron de la NSA y la Agencia retomó las riendas del proyecto, confiándole al coronel Allen su parte operativa. Sus últimos movimientos habían sido, en efecto, la adquisición de tratados de magia vinculados al mago isabelino para intentar comprender qué buscaban exactamente los Faber en ese personaje.

– Necesitábamos… -Nick dudó-, queríamos descifrar un signo que vimos en unas fotos antiguas. En un material secreto del que no puedo decir nada.

– ¿Unas fotos? -Tom intervino de repente-. En Madrid nos hablaron de unas viejas imágenes del monte Ararat que Martin Faber pidió a la CIA poco antes de dimitir. ¿Son ésas?

– Tal vez -rezongó ahora con evidente desgana. Si había pretendido dar una pista a Figueiras que lo condujera a un callejón sin salida, aquel tipo de la Oficina del Presidente le había echado a perder su estrategia.

– ¿Tal vez, dice?


– ¿Y el símbolo que investigaba?-insistió Figueiras más animado, tendiéndole su cuaderno-. ¿Era éste?


Nicholas Allen se inclinó sobre la página garabateada con evidente hastío. Al reconocerlo, el gesto adusto del militar se arrugó. Tomó el cuaderno de manos del policía preguntándose hasta dónde podría hablar. Aquel diseño figuraba, en efecto, en la portada de un libro de John Dee impreso en 1564. Eso no era un secreto. Y Figueiras, seguramente, ya debía de saberlo.

– Justo ése, sí -admitió, devolviéndole el dibujo al minuto.

– ¿Y qué relación tiene con las piedras, coronel? -lo atajó el norteamericano. Figueiras lo miró con fastidio. Él había tenido la educación de no inmiscuirse en su interrogatorio.

Pero Allen volvió la cara hacia la ventana de su habitación, tratando de evitarlos a ambos.

– ¿Sabe? No importa que no hable ahora, coronel -añadió Tom Jenkins, poniéndole una mano encima de sus piernas-. Lo hará pronto. Sabemos dónde se encuentran las dos adamantas en este momento. Nuestros satélites las han localizado. Y también tenemos información de hacia dónde se dirigen Julia Álvarez y sus secuestradores. ¿Y sabe otra cosa? Voy a pedirle que me acompañe. Usted va a venirse conmigo a Turquía. Ahora.

– ¿A Turquía? -se revolvió-. ¡Estoy hospitalizado!

– Yo también podría ir con ustedes. -Figueiras se postuló con entusiasmo, pero Jenkins evitó el lance dirigiéndose de nuevo al militar:

– Usted ya ha estado antes en el lugar donde van a reunirse las piedras, habla su idioma y conoce a ambos desaparecidos. Le exijo que ayude al presidente de su país.

– ¿Y si no lo hago?

– Si no me acompaña, coronel, yo mismo me ocuparé de que no salga de aquí… nunca.

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