Capítulo 65

Fuera de la iglesia de Santa María a Nova, algo malo estaba pasando.

Una décima de segundo antes de ver cómo su compañero Janos caía de bruces al suelo y se rompía la nariz, Waasfi, el joven de confianza de Artemi Dujok, sintió que un suspiro le rozaba la cara. Fue una sensación peculiar, como si el aire se rasgara al paso de un mosquito con un motor de reacción en el culo.

Su adrenalina se desbordó: «¡Nos disparan!»

Cuando varias esquirlas de piedra saltaron de las lápidas de mármol que protegían su espalda, ya no tuvo ninguna duda. Les estaban atacando.

Chac, chac, chac.

Tres tiros silenciosos más zumbaron a su espalda, mientras un punto rojo láser saltaba de tumba en tumba.

Janos se encontraba a cinco metros de él; le sangraban el rostro y el brazo izquierdo, y se retorcía de dolor junto al objeto al que los armenios se habían referido todo el tiempo como Amrak. «La caja.» Aquella cosa era una pieza del tamaño aproximado de un tablero de ajedrez que todos habían jurado defender con la vida.

Minutos antes de entrar en Santa María a Nova, Artemi Dujok había ordenado a sus hombres que procedieran a destaparla no muy lejos del acceso al templo. Si la adamanta que buscaban estaba allí, la caja podría activarla. El sheikh sabía que una de las torres secretas de su clan había sido levantada en ese lugar en la noche de los tiempos. En el fínis terraede los antiguos. Y también que sus guerrilleros sabrían cómo manejar ese caudal energético oculto. Debían destapar la caja y orientarla al muro norte, justo debajo de la hornacina de cierto Pedro Alonso de Pont. Pero Janos cuestionó la idea. Aquel hombre era un mercenario experto en el manejo de sustancias químicas y bacteriológicas, adiestrado en los campos de Sadam antes de que descubrieran que su madre era kurda y su padre un sacerdote yezidí, y no había dejado de lamentar que el plan de Dujok era una locura. Temía que si por alguna circunstancia la caja estallaba o entraba en ebullición como esa noche en Santiago, se llevaría por delante a todo el que estuviera a menos de diez metros a la redonda. Y eso significaba que ninguno de ellos saldría vivo de allí.

Waasfi lo contempló sin compasión. El destino, pensó, estaba vengándose de su pecadora resistencia.

Con calma, retiró el seguro a su subfusil mientras le ajustaba una sofisticada mirilla electrónica de infrarrojos. Sabía que su maestro estaba haciendo algo importante dentro de la iglesia y que de la impecabilidad de su trabajo dependía su éxito. Por eso, tal y como le habían enseñado, evaluó su posición antes siquiera de acariciar el gatillo.

Cuando vio a Janos arrastrarse hacia un lugar seguro dejando un reguero de sangre, supo que su compañero no iba a poder defenderse. El rastro acuoso que le manaba debajo del brazo indicaba que tenía un pulmón perforado. Dujok, por descontado, tampoco podría ayudarlo hasta que no saliera del templo. Y Haci, su segundo hombre, estaba en ese momento fuera de su campo visual. Se había instalado en un mirador junto a los nichos de entrada al camposanto.

Tal vez ya estuviera muerto.

¿Qué otra cosa podría salir mal?

Ah, sí. Amrak.

Momentos antes del tiroteo, la caja había tenido una reacción singular. A regañadientes, Janos había retirado su tapa de plomo dejando que el aire acariciara su contenido. Entonces le echó una ojeada. Lo que vio le resultó indefinible: era una superficie rugosa, negra, llena de grumos y protuberancias unidas como por trazos de una vieja escritura que no se parecían a nada de lo que hubiera visto antes. Por si fuera poco, en cuanto aquella cosa entró en contacto con la húmeda atmósfera de Noia, comenzó a virar de color. La «plancha» se tornó rojiza e inició una secuencia de chirridos quejumbrosos que lo sumió en el desconcierto.

«Pero ¿qué demonios…?»

Waasfi le ordenó por el intercomunicador que la depositase junto a la tumba marcada y se olvidara de ella.

Y vaya si se iba a olvidar.

Un proyectil del calibre treinta le golpeó por la espalda, tumbándolo de bruces. El impacto fue tan brutal que Janos sintió que su corazón se paró durante tres segundos, dejándolo sin aliento.

Fue entonces cuando Waasfi vio correr al agresor sobre el perímetro de piedra reverdecida que cerraba el cementerio. Iba armado con un arma de asalto. Parecía bien entrenado. Y zigzagueaba siguiendo técnicas de evasión que le resultaron familiares. «¿Un SEAL?» El armenio no movió un músculo. Se quedó tieso como un árbol, aguardando a distinguir su objetivo con nitidez. Por desgracia, cuando eso ocurrió el intruso también lo había visto a él.

No tuvo opción. Waasfi apretó el gatillo y dejó que el trueno de sus seis balas por segundo empotrara a aquel tipo contra las lápidas. Muerto.

Ni siquiera lo celebró. Otro sonido inconfundible -botas pisando gravilla a su espalda- atrajeron una segunda ráfaga de fuego. Y esta vez, un nuevo cuervo armado con el equipo de asalto de la Marina de los Estados Unidos cayó sobre el terreno.

Dos.

La adrenalina del armenio le corría ya por todo el cuerpo.

De repente se acordó de Haci. Aunque sus asaltantes usaban silenciadores, debía de haber oído sus disparos. Aquel lugar era un anfiteatro de hormigón. La parcela sobre la que se alzaba Santa María a Nova estaba rodeada de viviendas, casi todas más altas que su espadaña, y que la habían encajonado sin remedio. Una palmada allí retumbaría por todas partes. «Lo han abatido. Seguro», concluyó. Y su mente saltó a otra cosa. Recordó que los equipos de asalto norteamericanos nunca actuaban en parejas. Necesitaban un mínimo de seis hombres.

– ¡Bajen las armas y abandonen sus posiciones con los brazos en alto!

Una voz amplificada por un megáfono, que hablaba en inglés, le sacó de dudas.

– ¡Les tenemos rodeados! -añadió.

Waasfi se tiró al suelo, pero no respondió. Avanzó reptando un par de metros hasta un viejo cruceiro protegido por una cubierta de piedra y se atrincheró tras él. Sabía que aquello podía pasar. Si identificaba desde dónde le hablaban, tal vez tuviera alguna oportunidad.

Vio a un tercer soldado dirigirse hacia la puerta de Santa María a Nova, donde Dujok y Julia Álvarez aún permanecían ajenos a todo aquello. El sheikh y la vidente estaban en otra cosa. Por eso Waasfi no se lo pensó. Lo colocó en su punto de mira y con un disparo certero le reventó el casco, abriéndole una brecha letal en el hueso parietal del cráneo. Al ver caer al tercer hombre, el armenio dio gracias a Dios y a su tío por haberlo provisto de munición de casquillo duro capaz de atravesar un blindaje de grosor medio. Eran las balas más caras del mercado, pero un precioso seguro de vida si no sabes a qué enemigo has de enfrentarte.

– ¡Ríndanse y abandonen sus posiciones! -La última orden de la voz se confundió con su disparo de precisión-. Si no deponen las armas, abriremos fuego pesa…

«¿Fuego pesado?»

Los ojos de Waasfi se entrecerraron.

«¿Tienen artillería?»

No había terminado de formularse la segunda pregunta cuando cinco proyectiles se estrellaron con saña a tres centímetros de él, haciendo añicos parte de una vieja inscripción latina. «Tiran a matar.» El armenio forcejeó con la correa de su Uzi cubierta de polvo de mármol, pero logró echarse a tierra justo cuando una nueva andanada hizo saltar por los aires la piedra en la que había tenido apoyada la cabeza.

Al caer hacia atrás Waasfi vio a su verdugo.

Era un tipo enorme, vestido de negro, que lo seguía con su puntero luminoso.

Una nueva bala golpeó el suelo junto a su rodilla. Y otra. Y otra más. Aquel bastardo con el rostro oculto por un pasamontañas lo tenía a su merced y parecía dispuesto a divertirse.

– Reza. -La orden sonó macabra a través de su pasamontañas. -¿Qué?

– Reza lo que sepas, cabrón.

Waasfi se acordó entonces de Melek Taus, el ángel protector de su clan, y se aferró a la culata de su arma para, al menos, morir como un héroe. Su último pensamiento fue para su tío. El hombre que lo había convertido en lo que era. Sheikh Artemi Dujok.

Pero el gigante no disparó.

Un proyectil amigo cruzó de este a oeste el cementerio. Sobrevoló su tapia y se estrelló justo contra la nuez del soldado. El quejido que produjo al desgarrar sus cuerdas vocales impresionó a Waasfi.

«¡Alabado sea Dios!»

Haci, que se había deslizado a rastras desde su posición hasta el acceso al patio principal del cementerio, acababa de salvarle la vida.

«Cuatro», sumó.

– ¿Todo bien? -Lo oyó gritar desde su posición.

– ¡Todo bien!

El guerrillero se levantó eufórico e hizo una señal a su compañero para que se reunieran junto a la pared norte de la iglesia. Debían poner a Amrak a buen recaudo. Haci, un tipo menudo, de ojos saltones y entrenado durante años en la frontera entre Armenia y Turquía, salvó enseguida la distancia que lo separaba de su objetivo. Allí, Janos todavía luchaba por sobreponerse. Abrazado a la caja, reptaba hacia la puerta de la iglesia. Tumbado entre sepulcros de piedra concentraba sus últimas fuerzas en las piernas para seguir empujando aquello y ponerlo a salvo. Todavía temía que explotara.

– ¡Es su última oportunidad! -El armenio herido oyó de nuevo la voz metálica amplificada que estaba fuera de su campo de visión. Esta vez, sin embargo, le pareció más distante-. Entreguen el emisor y les dejaremos con vida. Tienen cinco segundos antes de que abramos fuego a discreción.

«¿El emisor?» Janos bufó para sus adentros, exhausto. «¿Eso es para ellos esta maldita cosa?»

– Cinco… cuatro…

El interlocutor había iniciado una cuenta atrás.

– Tres…

Waasfi y Haci apuntaban a uno y otro lado, nerviosos, incapaces de determinar el lugar desde el que les estaban hablando.

– Dos…

La voz alargó imperceptiblemente su cuenta atrás. Pero no la detuvo.

– Uno…

Al segundo, el guerrillero sintió que el mundo se hundía a sus espaldas. Una pequeña nube de humo silbó justo detrás de él, mientras algo enorme y caliente pasó rozándole la cabeza, penetrando hasta el interior de Santa María a Nova. Aunque Janos tuvo reflejos para llevarse las manos a los oídos, la explosión le reventó los tímpanos. «Pero ¿no querían la caja?» Janos no había terminado de recuperarse cuando varias ráfagas de ametralladora zumbaron sobre él. Intuyó que debían de ser sus compañeros peinando el lugar. Pero el alivio le duró poco, porque cuando aún tanteaba con su brazo sano el lugar al que habría ido a parar Amrak, unas manos grandes lo tomaron por las axilas y lo arrastraron hacia el interior del templo.

– ¡Debemos salir de aquí! -Oyó gritar a Waasfi-. ¡Enseguida!

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