Capítulo 55

– Ha hecho usted un buen trabajo, señora Faber -murmuró Artemi Dujok mientras se quitaba la mochila que cargaba a la espalda y abría su portátil en busca de una red a la que conectarse. Parecía más animado de lo que lo había visto hasta entonces. Había dejado su arma apoyada en el sarcófago de Juan de Estivadas y la adamanta justo sobre la tapa.

Brillaba.

– ¿Sabe? Es admirable que su marido haya recurrido a una frase con tanto sentido como «se te da visionada» para hacernos llegar su mensaje. De algún modo -añadió- esa capacidad suya de visión es lo que ha hecho siempre tan especiales los contactos con estas piedras. Le ocurrió algo similar a su último propietario…

– ¿John Dee?

El armenio estaba introduciendo unos comandos en su ordenador con frenesí, pero levantó la vista del monitor un segundo, para mirarme.

– ¿John Dee? No. ¡Claro que no!

Esta vez fui yo la sorprendida.

– ¿Ah, no?

– La última vez que la historia se fijó en sus piedras fue en 1827 -dijo regresando a su teclado-. Un joven norteamericano de Vermont, en Virginia, dijo haberse hecho con ellas. Con las dos. Aunque su historia presenta muchas similitudes con la de Dee. En el colmo de coincidencias con el sabio de la reina de Inglaterra, ese muchacho afirmó que fue una criatura angélica quien se las entregó. Y lo hizo junto a un libro de láminas de oro, escrito en un lenguaje extraño que consiguió traducir gracias a ellas.

– Nunca he oído hablar de nada parecido…

– Pues es extraño, señora Faber. Es un episodio muy famoso. Sobre todo en los Estados Unidos, la patria de su marido.

– ¿Ah, sí?

– Tal vez si le digo el nombre del muchacho que recibió las piedras, caiga en la cuenta -añadió misterioso-: Joseph Smith.

– ¿Joseph Smith?

– El fundador de los mormones -sonrió sin levantar la vista del ordenador-. O, para ser más preciso, de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

– ¿En serio?

– Smith fue su fundador y profeta. Y antes de que aquel libro de páginas de oro desapareciese, hubo muchos testigos que lo vieron e incluso dieron fe de su existencia ante notario.

– ¿Los mormones tienen que ver con las adamantas?

Lo cierto es que yo no sabía casi nada de los mormones. Había nacido en un país católico, así que todos los movimientos cristianos de nuevo cuño me quedaban un poco lejos. No obstante, al haber trabajado en restauración de arte sacro en muchas iglesias de Galicia, sabía que los mormones llevaban años microfilmando sus viejos libros de bautismo y defunción para atesorarlos en Utah antes del «fin de los días». Ellos creen -o eso me contaron los párrocos, tan asombrados como yo de esa obsesión suya por sus registros- que sólo aquellos cuyo árbol genealógico esté archivado en un búnker especial que han construido en Salt Lake City tendrán verdadera opción a la vida eterna.

– Smith no sólo se hizo con las adamantas, señora -precisó Dujok sacándome de mis cavilaciones-, sino que les devolvió el nombre por el que fueron conocidas en la Antigüedad. Cuando lo conozca, tal vez aprecie mejor su infinito valor.

– ¿Más aún?

– Más -dijo-. Verá: entre las revelaciones que recibió Joseph Smith junto a las piedras estuvo la de que el patriarca Abraham fue uno de sus más insignes propietarios. Debió de heredarlas de los descendientes de Noé. Y las llamó Urim y Tumim.

– Urim y ¿qué…?

– Significa «luces» y «recipientes» en la antigua lengua hebrea, señora Faber. Por supuesto, el patriarca las usó con propósitos adivinatorios y de comunicación en Ur, cerca de la moderna ciudad de Nasiriya, en Irak, donde se han hallado también tablillas de arcilla del sigloXVII antes de Cristo con fragmentos de la Epopeya de Gilgamesh.

– Entonces Abraham tuvo esas piedras…

– Así es. La lista de personajes notables que han accedido a ellas hasta 1827 es impactante. Desde Moisés a Salomón, que las guardó junto a los tesoros del Templo, pasando por emperadores romanos, papas, reyes, financieros, políticos…

– ¿Y qué fue de Smith?

– Enloqueció -respondió Dujok con gesto grave, concentrado ahora en las gráficas que surgían en la pantalla-. Asumió tanto su condición de último profeta enviado por Jesucristo para redimirnos que fundó su Iglesia y años más tarde murió linchado por sus enemigos en Illinois. En cuanto a Urim y Tumim, debieron de desaparecer en aquel tumulto. Jamás volvió a oírse hablar de ellas… Al menos, públicamente.

Dujok enarcó una ceja, como si tratara de subrayar el suspense de sus palabras.

– ¿Públicamente? ¿Qué quiere decir?

– Tras cuatro décadas en paradero desconocido, bajo la administración de Chester Arthur se localizaron en el suroeste de los Estados Unidos. Estaban custodiadas por indios hopi, con los que Arthur negoció para quedárselas. Fue entonces, en los primeros laboratorios de la Marina, cuando se descubrió que tenían comportamientos que se escapaban a la materia conocida. Cambiaban de peso, de color o temperatura a la vez, como si se comunicasen o reaccionasen a señales externas.

– Y eso es lo que usted espera que suceda ahora, ¿no?

– No lo espero -dijo señalándome su ordenador-. Está sucediendo. ¡Mire aquí!

Загрузка...