Capítulo 36

Y de repente Nicholas Allen abrió los ojos.

«¡Me ahogo! -boqueó-. ¡Aire!»

Fue un mal despertar.

Por instinto, el coronel se llevó las manos al pecho y lo palmeó con fuerza para que entrara oxígeno. El movimiento brusco le produjo un dolor indescriptible en los alveolos pulmonares. Al segundo, el pánico se multiplicó. Una nueva vibración, tal vez un espasmo, lo sacudía cerca del corazón. El militar se palpó la zona buscando una hemorragia que no halló. Su camisa estaba seca. Y también el resto de su ropa. Tosió. Se encogió sobre su estómago y, con el malestar cada vez más contenido, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se incorporó.

Su primera reacción fue de desconcierto.

«¡Dios!»

Alguien lo había arrastrado por el suelo, desarmado y abandonado como un muñeco roto junto a una pared de ladrillo caravista. Había olvidado dónde estaba, pero al echar una ojeada a la penumbra y encontrarse con la expresión inerte del camarero, lo recordó.

«¿Qué… qué ha pasado?»

El estrecho local estaba en silencio. Sólo las luces de emergencia permitían adivinar la ubicación de la salida ayudando a situar el mobiliario circundante. Y aunque algo le dijo que estaban solos y que lo que quiera que los hubiera tumbado ya no se encontraba entre ellos, sus músculos se tensaron. Lo mismo les ocurrió a los nervios de su cara cuando la sacudida que lo había despertado regresó. Ésta fue tan intensa que de no haber echado mano al bolsillo de su americana en aquel mismo instante, le hubiera atravesado el tórax.

Sólo al sentir el tacto regular de su responsable, se calmó.

«¿Cómo he podido ser tan estúpido?»

Y, sin pensarlo, se lo llevó a la sien.

– ¿… Allen? ¿Me escucha?

El coronel se tambaleó mareado. Notó que tenía los huesos entumecidos por la baja temperatura. Su teléfono móvil también estaba frío.

¿Cuánto tiempo llevaba inconsciente?

– ¡Coronel Allen! ¡Responda!

Al oír su nombre por segunda vez, el gigante reaccionó. Se aferró al sofisticado Iridium 9555 con conexión vía satélite y carraspeó buscando su voz.

– Nick Allen al habla… -titubeó.

– ¿Coronel? ¿Es usted?

– Afirmativo -dijo, ahogando una mueca de dolor.

Acababa de descubrir una pequeña contusión en su antebrazo izquierdo. Tenía hematoma. Un pitido secuencia- do le anunció que la batería del teléfono no iba a durar mucho.

– ¡Al fin! ¿Dónde se encuentra? Soy el director Owen. ¿Qué ocurre? Llevo una hora intentando hablar con usted. ¡Una hora! Tenía el móvil apagado. Los satélites son incapaces de triangular su posición. ¿Se encuentra bien?

– Sí, señor. Eso creo…

Casi podía sentir el aliento entrecortado de Michael Owen en el rostro, crispado tras la mesa de su despacho, rojo de ira y con las uñas clavadas en el auricular.

– ¿Seguro? -Su voz denotaba desconfianza-. ¿Dónde está?

Allen echó un vistazo a su alrededor tratando de recordar qué demonios había pasado. Se encontraba sentado en el suelo del café La Quintana, con dolores que iban y venían por todo el cuerpo y una cefalea que lo estaba taladrando vivo. El militar hizo un esfuerzo por sobreponerse y alcanzar su arma reglamentaria. Entonces, sus peores temores se confirmaron: alguien había estado allí durante su desmayo. Le habían vaciado el cargador y hurgado en su cartera. El iPad se había volatilizado y el contenido de su maletín de cuero estaba desparramado por el suelo, como si lo hubieran registrado a conciencia.

Pero había algo más. Algo que terminó de desconcertarlo.

Julia Álvarez había desaparecido.

– ¿Qué… qué hora es? -gimió.

– ¿Hora? ¡Maldita sea, coronel! Son casi las cinco y media de la mañana en España. ¿Sabe qué hora es en Washington?

El coronel tragó saliva.

– ¡Las once y media de la noche!-bufó Owen-. ¿Dónde diablos ha pasado las últimas horas, señor Allen?

El aguerrido militar no respondió. Estaba entumecido. Sucio. Y tenía la boca seca.

– Deme sus coordenadas, coronel. Voy a entrar en una reunión y necesito tenerlo localizado.

– Joder… -gruñó buscando un punto de apoyo.

El brazo izquierdo del agente trastabilló al tratar de auparse.

– Me parece que nos la han jugado, señor -añadió quejumbroso.

– ¿Qué? -Durante un par de segundos la voz al otro lado de la línea enmudeció-. ¿Qué quiere decir, coronel?

Nicholas Allen se irguió luchando contra la ola de náuseas que intentaba abrirse paso a través de su esófago. Tenía el estómago de punta, le dolía su vieja cicatriz de la cabeza y sufría un mareo que, pese a lo extraño, también le resultaba vagamente familiar.

– Sus amigos, director -dijo como pudo, acompañando sus palabras de un fino toque de ironía que no le pasó desapercibido-. Sus viejos amigos han estado aquí. Y se han llevado a la mujer de Faber.

– Pero ¿quién diabl…?

Owen no llegó a terminar su frase. La batería de litio del móvil de su agente en España acababa de agotarse. El director de la agencia de información más poderosa de la Tierra ya sabía lo que tenía que hacer. Debía avisar a sus hombres en la embajada de Madrid. Ellos se ocuparían de encontrar a Allen. Y pronto.

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