Capítulo 64

Antonio Figueiras llegó al aeropuerto al tiempo que el vuelo regular que traía sus refuerzos no solicitados tomaba tierra en Lavacolla. Estaba nervioso. No había pegado ojo en toda la noche y las noticias del ejército sobre el paradero del helicóptero no eran nada halagüeñas. Decían que los radares habían sufrido varios colapsos esa madrugada y habían sido incapaces de registrar ciertas operaciones de proximidad.

Ahora, merodeando por la terminal de llegadas con un ejemplar manoseado de La Voz de Galicia bajo el brazo, hacía tiempo para esperar a aquellos tipos. Dos estadounidenses interesados por el caso-¡dos más!- que el comisario principal le había encargado atender personalmente.

– ¿Inspector Figueiras?

Una voz de mujer le sacó de sus cavilaciones. Al girarse casi se cayó de la impresión. Era una muchacha joven, morena, de curvas proporcionadas, vestida con unos pantalones ajustados y americana negra de Armani, provista de una cartera de ejecutivo, que le tendía la mano en ademán de saludo. Y qué mano. Una palma suave. De dedos largos y manicura francesa que se deslizó como la seda en su áspera pezuña.

– Soy… yo -tartamudeó en un inglés aceptable-. Y usted debe ser…

– Ellen Watson, de la Oficina Ejecutiva del Presidente de los Estados Unidos.

– ¿De la Oficina del Presidente?

Ella sonrió. Era muy consciente del efecto que causaba esa presentación.

– Y éste es Tom Jenkins, mi compañero -añadió, señalando a un tipo rubio, de ademanes fríos-. Asesor de Inteligencia. Espero que se lleven bien. Van a tener cosas que hacer juntos.

«¿Ah, sí?»

Tras los formalismos oportunos, Figueiras los guió hasta el aparcamiento. La hermosa Ellen se perdió rumbo a los mostradores de alquiler de vehículos donde se hizo con una moto de gran cilindrada con todo su equipamiento, mientras que el tipo estirado que la acompañaba se quedó junto a él.

«Mala suerte», maldijo para sus adentros.

A Figueiras, el americano no le pareció precisamente un tipo hablador. Se sentó en el asiento del copiloto de su Peugeot, se abrochó el cinturón de seguridad y se limitó a pedirle que lo llevara a ver al coronel Allen. No necesitó ni un segundo más para darse cuenta de que no iba a sonsacarle nada del caso si no lo abordaba directamente. Y es que aquella gente -como ocurría siempre que trabajaban con servicios de seguridad extranjeros- iba a la suya. Esto es, a pedirlo todo y a dar lo menos posible a cambio.

– Es un caso complicado, ¿no es cierto? -comentó con aire distraído el inspector mientras sorteaba la estrecha carretera del aeropuerto, rumbo a la ciudad. Estaba amaneciendo y el perfil de Santiago auguraba un día más despejado de nubes que el anterior-. Esta noche han muerto dos de mis hombres cuando vigilaban un vehículo aéreo que se dio a la fuga desde la plaza de la catedral. Un vehículo… extranjero. ¿Sabe usted algo de eso?

– ¿Fue ése el vehículo en el que se llevaron a Julia Álvarez?

– Eso creo, sí.

El americano sonrió enigmático sin añadir nada.

– ¿Qué le hace tanta gracia, señor Jenkins?

– Que hoy va a ser su día de suerte, inspector -dijo sacando su teléfono móvil del bolsillo-. En este momento, lo que usted busca se encuentra estacionado cerca de estas coordenadas -leyó-: 42° 47' latitud norte. 8o 53' longitud oeste.

Figueiras se encogió de hombros.

– No entiendo mucho de mapas.

– No importa. Corresponden a un pueblo llamado Noia, inspector -dijo Jenkins, como si no tuviera demasiado interés en ampliar detalles-. Nuestros satélites tienen localizada allí a Julia Álvarez. Pero no se preocupe. No dejaremos que la saquen del país.

– ¿Y cómo piensa impedirlo? Ustedes sólo son dos…

Jenkins volvió a esbozar aquella mueca de suficiencia en su rostro delgado y pálido.

– ¿Adonde cree que va mi compañera con tanta prisa?

– ¿A… Noia?

Jenkins asintió.

– Una vez allí, si necesita refuerzos, sabrá cómo pedirlos. Contamos con usted para eso, ¿verdad?

El inspector se puso nervioso, dando un volantazo.

– ¡Esos hombres han asesinado a dos policías, señor Jenkins! Deberíamos avisar a comisaría y enviar a mis hombres. ¡No puede dejar sola a una mujer frente a esos tipos!

El americano lo tomó del brazo, manteniéndoselo pegado al volante.

– Siga conduciendo, inspector, y no haga tonterías -lo increpó-. Este es un caso que sobrepasa sus límites. Déjenos actuar a nuestro modo y yo me encargaré personalmente de entregarle a sus asesinos.

– ¿A su modo? -La expresión de Figueiras no pudo ser más estúpida. Enderezó el volante y volvió a dar gas al motor.

– Tenemos más medios desplegados en este caso de los que se imagina. Para nosotros, la seguridad de Julia Álvarez y de su marido es tan importante como para usted. ¿Me ha entendido?

– Entonces, señor Jenkins, pienso convertirme en su sombra -dijo sacudiéndose la garra de su acompañante de encima y dando otro golpe al volante que hizo temblar el vehículo-. Esos dos policías muertos eran amigos míos.

– Estoy de su parte, inspector. Puede quedarse conmigo el tiempo que desee -sonrió flemático el norteamericano-. Pero ahora, si es tan amable, me gustaría entrevistarme de una pieza con el coronel Nicholas Allen. No pierda de vista la carretera.

Figueiras se ajustó las gafas, en un gesto instintivo, y pisó el acelerador.

– Muy bien. Llegaremos en cinco minutos -dijo.

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