Capítulo 66

Hubo una explosión.

Y a continuación, un ruido y un temblor infernales seguidos de olor a polvo y chamusquina.

Fue como si el ángel del Apocalipsis me hubiese golpeado la espalda con su trompeta de oro, lanzándome de bruces al ordenador de Dujok y estampándome contra el sarcófago de Juan de Estivadas. «¡Dios!» Por una fracción de segundo tuve la impresión de ser empujada por un huracán. Primero me estrelló contra la piedra, haciéndome rebotar contra ella al tiempo que me magullaba rodillas, antebrazos y frente, y luego me dejaba caer a plomo en algún lugar del centro de la iglesia.

Al sentir el último impacto creí romperme por dentro. El dolor y el sabor agridulce de la sangre en mi boca me hicieron maldecir no haber perdido la conciencia. Fue raro. Un golpe así debería haberme dejado fuera de juego, pero en lugar de aletargarme, todos mis sentidos se pusieron de punta. La onda expansiva me despabiló. De repente todo empezó a darme vueltas alrededor. Estaba tumbada boca arriba, con mi ropa hecha jirones y una de mis botas perdida un par de metros más allá.

Durante unos instantes no me moví. El cuerpo había dejado de enviar señales de emergencia al cerebro, que parecía, poco a poco, recuperarse del aturdimiento. Entonces, una densa humareda se extendió por toda Santa María a Nova. Gravitó amenazadora sobre mí y, antes de que me diera cuenta, se dejó caer cubriéndome por completo. Grandes volutas de polvo, humo y fragmentos de sílice se infiltraron en mis pulmones obligándome a toser con virulencia y multiplicando mi dolor.

– ¿Se encuentra bien, señora?

Artemi Dujok emergió de repente entre la niebla; tambaleándose y dando brazadas para disiparla.

– ¡Julia! ¡Responda!

Con el rostro tiznado y la expresión tensa, se inclinó para examinarme. Me echó un vistazo con ojo clínico, y cuando se cercioró de que mi aspecto no era del todo malo, dijo algo que procesé con cierto retardo:

– Tenemos que salir de aquí. -Tiró de mí con esfuerzo. Fue incapaz de alzarme-. ¿No lo entiende?

– ¿Quiere hu… ir?

Entonces añadió:

– Sé por dónde… Levántese.

Al segundo intento, logró ponerme en pie.

Me froté los ojos en un esfuerzo vano por librarme del humo mientras Dujok me empujaba hacia la pared contra la que había estado apoyado el sarcófago un minuto antes.

«Se-te-da-visionada» se había hecho añicos.

Seguía atontada.

– ¡Vamos! ¡Sígame!

Yo sabía que en esa dirección no había salida, que el armenio me estaba arrastrando hacia un muro de piedra de seis metros de altura imposible de sortear. Pero, aun así, caminé tras él. Lo que no esperaba era tropezarme con un bulto que casi me hizo caer de bruces. Cuando reconocí que se trataba de uno de sus hombres, empecé a tomar conciencia de la situación. Aquél era el tipo de la cabeza rapada. Había estado todo el tiempo tumbado a mi lado, encogido sobre sí mismo, conteniendo una herida en su costado por la que sangraba aparatosamente.

– ¡No se detenga! -me urgió Dujok.

– ¿Y éste?

– Janos sabe lo que tiene que hacer. ¡Usted corra!

Mientras el armenio se desvanecía humo adentro, mi cerebro necesitó un segundo más para procesar lo que había ocurrido: una bomba -o alguna clase de artefacto explosivo similar- había estallado dentro de la iglesia y reventado un buen número de losas del pavimento. El temible enemigo del que no había querido hablarme Artemi Dujok debía de habernos localizado. Y el desastre causado por su ataque era desolador. Laudas de mil años habían saltado por los aires llenando de escombros toda la nave. La fuerza de la explosión se había llevado incluso la más oriental de ellas, una muy vieja, algo más oscura que el resto, que hasta ese momento había servido de base al monumento del cosechero. Aquella piedra se había colapsado dejando a la intemperie seis o siete escalones sucios y estrechos que descendían al subsuelo.

Al principio creí que eran imaginaciones mías. Un efecto secundario del trance. Santa María a Nova carecía de cripta.

Pero estaba en un error. El armenio bajaba resuelto por ellos y me hacía señas para que lo imitara.

– ¡Espere! -Manoteé, tratando de apartar el polvo de mi vista.

Lo seguí por la angostura dando gracias a Dios por aquel milagro.

Las escaleras terminaban frente a una pared que dejaba escaso margen de maniobra. Descubrí que la única salida que ofrecían era una suerte de gatera de sólo cuatro o cinco palmos de altura, practicada en la base del muro, que Dujok había cruzado ya.

– ¿A qué espera? -Lo oí gritar al otro lado.

Pensé en hacer caso omiso a sus órdenes cuando sentí pasos a mis espaldas. Pasos firmes. De soldado. Retumbaban en la planta principal de la iglesia. Si eran de quienes habían atacado el templo o tenían algo que ver con los ladrones de piedras de los que me había advertido Martin, lo mejor sería seguir al armenio.

Salté al interior del túnel justo cuando el trueno de otro disparo llegó desde la planta superior.

«Santo Dios. Janos!»

Con el corazón en un puño, segura de que a Janos acababan de matarlo, mi trayecto por los infiernos se me hizo breve. El túnel -más bien los restos de un antiguo desagüe- desembocaba a apenas treinta metros de allí, en dirección oeste, justo bajo la calle Escultor Ferreiro, y se unía a otro más amplio que sin duda formaba parte del alcantarillado del pueblo. La escasa luz diurna que entraba por uno de los sumideros del techo me ayudó a situarme: aquella cloaca de piedra tallada, antiquísima, apestaba a orín y huevos podridos, pero nos alejaría del templo.

– ¿Qué ha pasado? -grité a Dujok mientras me ponía en pie de nuevo y me sacudía la ropa, buscando en vano la bota que había perdido. Los efectos de mi «viaje» aún no habían desaparecido del todo. Tenía una desagradable sensación de mareo gravitando en el estómago y la impresión de que podría desplomarme en cualquier momento.

– Nos han encontrado -dijo muy serio.

– ¿El coronel Allen?

– O los suyos, ¿qué importa? -gruñó tirando de mí-. El caso es que vienen a por usted… y a por esto.

El armenio sostenía mi piedra en su mano izquierda. Aún destellaban luces en su interior. Rescoldos de una energía que se resistía a consumirse.

– Sólo dígame una cosa… -Tragué saliva, embargada por aquella visión-. Lo encontraremos, ¿verdad?

– ¿A Martin? ¡Desde luego! Ahora ya sabemos dónde está. A un paso del Ararat. Siento no tener tiempo para explicárselo mejor, pero debemos alejarnos de aquí cuanto antes.

– ¡No… No puede dejarme así, señor Dujok! ¡Ni siquiera sé si ha hecho usted o no esa maldita llamada con la piedra! -Me sorprendí gritando aquella locura, siguiéndolo medio descalza por un pavimento pringoso y resbaladizo.

– Cállese y camine, señora Faber.

Qué torpe fui. En lugar de bajar la cabeza y reunir fuerzas para seguir sus pasos, una ola incontrolada de pánico se apoderó de mí. Di tres zancadas, cuatro a lo sumo, antes de que el corazón terminara por desbocárseme. Estaba histérica. Taquicárdica, más bien. Incapaz de pensar con serenidad y casi a punto de vomitar de la angustia.

– ¿Callarme? -Mi tono de voz se elevó muy por encima del suyo, rebotando por la cloaca que se abría ante nosotros-. ¿Cómo quiere que me calle? ¡Casi nos matan por su culpa! ¿No lo ha visto? ¡Casi nos matan!

– Cierre la boca.

– ¡No quiero! -repliqué al punto.

Dujok apretó mi mano hasta hacerme daño, sin detenerse.

– ¿Es que no ve que nos siguen?

– ¡Quiero irme de aquí! -Me revolví, agitando el brazo que aún tenía libre-. ¡Déjeme salir!

– ¡No se detenga! -me urgió.

– Ni lo sue…

Entonces, casi a tientas, sin saber lo que hacía, me zafé de él justo al borde de una pequeña rampa descendente, haciéndole perder el equilibrio. Aferrado aún a la piedra, el armenio hizo un extraño quiebro para no caer de bruces al canal de agua que discurría a nuestros pies. Aun así no pudo evitar desplomarse de rodillas contra el pavimento.

El golpe fue seco. Su arma chocó con estruendo contra el suelo y se escurrió pendiente abajo.

Por un instante, los ojos de aquel hombre chispearon de ira.

Una furia incandescente, súbita, que me dejó helada.

Y durante unos segundos, Artemi Dujok me miró con una expresión feroz, como si fuera a arrancarme la cabeza. Sin embargo, contra toda lógica, mientras se incorporaba y se frotaba los meniscos, aquel gesto se deshizo. Temblé. Mi guía había alzado su rostro enmarcado por aquellos grandes bigotes dejando en suspenso cualquier movimiento, igual que lo haría un perro de caza al olisquear la cercanía de una presa.

– ¿Se ha dado cuenta? -susurró.

Su prudencia sobrevenida me desconcertó. No supe qué decir.

– ¿No lo nota?-insistió con la mirada perdida en el tramo de galería que acabábamos de dejar atrás-. ¡No se oye nada!

– Nada… -repetí.

– Han dejado de seguirnos.

El armenio tenía razón. Mudos, aguardamos a que algún ruido delatara la presencia de nuestros atacantes en la cloaca. Sólo alcanzamos a distinguir el suave murmullo de las aguas lamiendo el suelo que pisábamos, pero aquellos ochenta o noventa segundos de quietud tuvieron un efecto balsámico en ambos. La calma y el frescor del lugar consiguieron apaciguar nuestros ánimos. Aunque me dolía la mano y el pulso todavía golpeaba con fuerza mis sienes, la respiración había comenzado a acompasárseme y los músculos empezaban a tonificarse de nuevo. De repente, la amenaza latía lejana.

– Debemos salir de aquí… -rompió el silencio Dujok, ya en pie.

Resoplé.

– No tiene de qué preocuparse, señora Faber. Todo saldrá bien.

Muy a lo lejos, por encima de las bóvedas de piedra que nos cubrían, seguramente más allá de la iglesia de Santa María a Nova, el ulular de varias sirenas me convenció para ponerme en marcha.

– ¿Sabe? -dijo Dujok conciliador, mientras retomaba el paso, bastante más tranquilo-. Ha hecho usted el trabajo de Jacob.

– ¿De Jacob? ¿Qué Jacob?

El armenio sonrió.

– El patriarca bíblico, señora. Jacob fue un hombre de vida sorprendente. Compró la primogenitura de su familia a su hermano Esaú. Se peleó con un ángel de carne y hueso al que incluso llegó a herir en una pierna. Pero, sobre todo, pasó a la Historia porque gracias a una adamanta como la suya tuvo una visión extraordinaria camino de la Tierra Prometida.

– ¿Con una adamanta? -Mientras trataba de no perder el ritmo de sus zancadas, en realidad me preguntaba cómo podía aquel hombre pensar en la Biblia en un momento como aquél.

– Un día se quedó dormido sobre ella y lo que soñó lo dejó estupefacto -prosiguió-: de repente, los cielos se abrieron y el sorprendido Jacob contempló cómo una escalera ígnea se desplegó a unos pasos de él. Al poco, una turba de criaturas comenzó a descender y ascender por sus peldaños, ajenos a su presencia. Sin saber muy bien cómo, Jacob había atraído a los Mensajeros de Dios y, con su piedra, les había abierto una vía de descenso a la Tierra.

– ¿Qué intenta decirme con eso, señor Dujok? -Aspiré aire-. ¿Eso es lo que ha hecho usted con mi adamanta? ¿Abrir una escalera al cielo?

Artemi Dujok sonrió por primera vez en mucho tiempo:

– Usted lo ha dicho. No yo.

Un ruido lejano, súbito, como si un muro se hubiera venido abajo en la iglesia que habíamos dejado atrás, nos hizo apretar el paso.

– ¿Y quién espera que descienda ahora por ella?

– Ángeles. Seres de luz. Los mensajeros de los que hablan todas las religiones, señora Faber. Cuando lleguen, nos ayudarán a vencer el apocalipsis al que estamos abocados.

– ¿De veras cree eso?

– No sólo lo creo yo, señora. -Tiró de mi brazo dirigiéndome a un claro que se abría unos metros a nuestra izquierda, al final de una encrucijada de galerías-. También Martin.

Aguardé un segundo antes de decir nada. Dudé si hacerlo, pero me animé:

– Ahora que lo menciona, todavía no le he preguntado si usted sabe por qué lo han secuestrado…

Dujok no titubeó.

– Por la misma razón por la que nos persiguen a nosotros, señora. Quieren sus piedras para abrir ese portal invisible al que se refieren todas las religiones del planeta, ese que existe entre su mundo y el nuestro, y así ser los primeros en poder hablar con Dios. Y, si es posible, los únicos.

– ¿Y con las piedras les basta?

– No. También necesitan la tabla que las hace funcionar.

El armenio se detuvo entonces junto a una escala corroída por el óxido que ascendía hasta el techo de aquella galería. Terminaba en un boquete redondo, perfecto, por el que se asomaba el inconfundible perfil de Waasfi. Debía de hacer un buen rato que nos esperaba.

– ¿La tabla? ¿Qué tabla?

– Suba. Rápido -ordenó-. Diré a mis hombres que se la muestren. Hoy se ha ganado verla.

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