Capítulo 85

La cabeza iba a estallarme.

Tras siete horas y cuarenta minutos de vuelo -y de soportar el zumbido monocorde de las aspas, los pitidos de aviso cada vez que atravesábamos una zona de vigilancia de radar o las conversaciones mecánicas autorizándonos a entrar en los espacios aéreos de Francia, Italia y Grecia-, me sentía como si me hubiera quedado atrapada en una montaña rusa. Apenas había podido dormir. Estaba cansada de soportar giros, requiebros y turbulencias, y mi resistencia física amenazaba con extinguirse de un momento a otro. Por suerte alcanzamos nuestro objetivo en el extremo nororiental de Turquía antes de que eso sucediera. El aparato aterrizó en algún lugar no identificado casi sin que me diera cuenta de lo que hacía. Yo tenía la espalda destrozada. Mis neuronas no eran capaces de procesar un bit de información más y mi único anhelo era dormir en una cama como Dios manda.

Quizá por eso Artemi Dujok retrocedió sobre sus pasos y me propinó un buen golpe en el hombro para que reaccionara.

– ¡Camine! ¡Ya falta poco! -me alentó.

Ya era noche cerrada en Turquía. Una noche negra, fría y tachonada de estrellas. Habíamos descendido con los motores del Sirkovsky en «modo silenciador» unos minutos antes, a apenas trescientos metros de nuestro objetivo, y ahora, protegidos por el mutismo y la soledad infinita de aquel páramo, nos proponíamos asaltarlo. Yo caminaba como una zombi, a la cola del grupo, arrastrando los pies de mala manera, ajena a las rachas del viento gélido y seco que me cruzaban la cara.

No quería dar un paso más. Y menos hacia ese punto que Dujok había descubierto en su ordenador y que tenía el aspecto de un cráter sin fondo.

Asustaba.

Pese a mi aturdimiento, tenía bien presente el dichoso agujero y cómo apareció en su pantalla, en Noia, cuando trianguló la posición de la adamanta de Martin. Fue él quien me explicó que su nombre geográfico era cráter de Hallaς. Pero saberme ahora tan cerca de sus bordes afilados, a oscuras, y pese a las gafas de visión nocturna y las prendas de abrigo que nos había facilitado el armenio, me llenaba de inquietud. Razones no me faltaban. Esa depresión debía de tener unos cuarenta metros de caída vertical. Era un hoyo perfecto de paredes vitrificadas por el calor. Una trampa sólo accesible a un buen equipo de escalada que yo no veía por ninguna parte. Así pues, ¿cómo demonios íbamos a descender ahí sin dejarnos la piel por el camino?

– Si vamos al cráter, yo no… -susurré a Dujok, preparándome para lo peor.

– No vamos al cráter, señora, sino al edificio que está junto a él. La señal de Martin partió de ahí.

Su aplomo me provocó un escalofrío.

– ¿De… ese edificio?

La nueva perspectiva tampoco me sedujo. A unos cien metros de donde nos encontrábamos, descendiendo por una suave ladera, se levantaba un inmueble fortificado de tamaño considerable que daba la impresión de llevar abandonado algún tiempo. Pese a la falta de luz, en sus paredes se apreciaban erosiones que me parecieron impactos de bala. Yo no era una experta en eso, pero me había encontrado con marcas parecidas durante mis restauraciones. La guerra civil había dejado como un colador a muchas parroquias de Galicia.

– ¿Y qué haremos si los secuestradores de Martin están esperándonos ahí dentro? -le susurré, apretando el paso a su lado.

– Déjelos de nuestra cuenta, señora Faber. No serán un problema -dijo Dujok.

– ¿Ah, no?

– No -me calló con aplomo.

El armenio, sus dos hombres armados, Ellen Watson y yo no tardamos en alcanzar su fachada. En realidad no se trataba de un único recinto. La casona principal estaba integrada en un grupo de edificios menores también con aspecto de abandonados. Sus tres estructuras más destacadas daban al conjunto cierto aspecto de granja. Pero no lo era. La mayor, una casa de dos plantas y tejado a dos aguas, disponía incluso de un pequeño minarete. A sus pies se extendía un patio que ejercía las veces de aparcamiento, y enfrentado a él otro edificio anexo -el mismo que en las tomas satelitales aparecía censurado con una mancha blanca- se alzaba orgulloso mostrando un aspecto ciertamente inusual.

Grandes planchas de acero cubrían de mala forma una especie de torre hecha de una sola pieza. No pude fijarme bien en ella pero presentaba el aspecto de un colmillo gigante que se hubiera clavado al suelo, dejando subterránea la mayor parte de su estructura. Carecía de ventanas, adornos o cualquier otro tipo de elemento superfluo. Y pese a que irradiaba una inequívoca sensación de antigüedad, tenía a la vez un extraño toque vanguardista.

– ¡Vamos! -me apremió Dujok al verme tan absorta.

– ¿Qué es eso? -lo increpé.

– Una antena.

– ¿De veras?

– Una antena de señales de alta frecuencia, señora. ¡No se detenga, por favor!

– Pero parece muy antigua… -protesté.

– ¡Y lo es!

Caminamos entonces hasta la puerta principal de la casa de mayor tamaño. Los cinco nos apostamos a ambos lados de sus jambas esperando una señal de nuestro líder. El portón, una enorme plancha de madera reforzada con clavos y forja, estaba abierta de par en par, aunque seguíamos sin oír ni ver nada sospechoso. Ellen Watson, que estaba desarmada como yo, protestó.

– ¿Vamos a entrar ahí, sin más?

Dujok asintió.

– Sí. Y ustedes lo harán primero -dijo, mirándonos a las dos.

– ¿Nosotras?

– No me parece una buena idea…

– No es una idea -gruñó entonces Dujok-. Es una orden.

Y diciendo aquello, levantó el cañón de su uzi apuntándome al estómago.

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