Fue el frío lo que me despabiló. Un frío cortante y seco envolvió mis manos y comenzó a recorrerme todo el cuerpo. Su tacto hostil me sacó del estado de beatitud en el que había dormitado. A mis primeras tiritonas las siguió la desagradable sensación de tener el pelo húmedo y la certeza de que o me ponía pronto a buen recaudo o no tardaría en congelarme.
Por si fuera poco, cuando por fin abrí los ojos, el resplandor amortiguado del día dañó mi retina, secándome los lagrimales de golpe.
¿Dónde estaba?
Mi último recuerdo era el de haber sido atada a una camilla bajo la cálida mirada de Martin y haber recibido sus instrucciones para que me relajara. Debí de perder el conocimiento con las piedras en los puños.
«¡Las piedras!»
Apreté las manos para sentirlas. No estaban allí. Lo único que mis dedos pudieron aferrar fue nieve.
Me encontraba tumbada boca arriba, a cielo abierto, bajo una capa de niebla gris que lo envolvía todo e incapaz de decidir si debía moverme o permanecer donde estaba. Por alguna razón, no me encontraba con fuerzas para pensar. Mi cerebro se había entumecido y daba vueltas a un extraño ensueño en el que creía haber sido testigo del descenso de la escalera de Jacob. Era una idea estúpida. Extemporánea. Pero lo más molesto de ella era la recurrencia con la que volvía a mi mente una y otra vez. Recordé entonces cómo el libro del Génesis cuenta una historia parecida. La visión que tuvo el patriarca Jacob de una escala por la que había visto subir y bajar criaturas de luz antes de que la voz de Dios le anunciara que su descendencia se extendería por todo el planeta. La conocía bien porque eran muchas las imágenes que había visto de ese momento en iglesias y obras literarias. Y aunque ignoraba por qué palpitaba con esa intensidad en mis entrañas, tenía la rara impresión de haberla tenido enfrente.
A la verdadera escala.
E incluso a sus ángeles subiendo por ella.
– ¡Ha abierto los ojos! ¡Mirad!
Una voz amiga se alborozó a mi lado en cuanto parpadeé.
– Julia! ¡Menos mal! ¿Se encuentra usted bien?
La cara de Ellen Watson se inclinó sobre mí. Me examinó como si fuera un pez dentro de su acuario. Ellen se había enfundado un gorro de lana gris y una bufanda que le tapaba cuello y orejas, haciéndola casi irreconocible. Estábamos a la intemperie. Fuera del glaciar. Pero eso me desconcertó menos que el hombre que asomó tras ella y que no identifiqué. Tenía la punta de la nariz enrojecida por culpa de las bajas temperaturas y los pómulos, los labios y el mentón muy agrietados. Parecía joven. Irradiaba un tono de distinción que perdió en cuanto se puso un móvil al oído y dejó de interesarse por mí.
– Es Tom Jenkins -me explicó Ellen-. Trabaja conmigo para el presidente de los Estados Unidos. Estamos intentando dar nuestras coordenadas por teléfono para que nos saquen de aquí. La tormenta solar ha dejado inutilizados varios satélites y nos está costando establecer la conexión…
– ¿Tormenta solar? ¿Qué tormenta? -balbuceé, tratando de incorporarme. Notaba que ya no había correas que me apresaran.
– No se mueva, por favor -dijo poniéndome una mano en el pecho. Su gesto me alarmó-. Todavía no sabemos si tiene alguna lesión.
– ¿¿Lesión??
Ellen asintió.
– No recuerda nada, ¿verdad?
Sacudí la cabeza, incrédula.
– Nicholas Allen. -Soltó el nombre como si le quemase en la boca-. ¿Sabe quién es?
– Claro… Lo conocí en Santiago. Estaba conmigo cuando Artemi Dujok y sus hombres me secuestraron.
– Él la ha sacado del glaciar. Hace una hora más o menos se colapso por un movimiento sísmico pero logró empujarla a tiempo hasta la entrada del túnel de acceso. Tiene suerte de que ese hombre no le tenga miedo a la muerte…
– Uh… ¿Ha dicho un terremoto?
La pregunta me salió del alma. Quizá debí agradecer antes a Allen que me sacara de apuros, pero mi cerebro no era aún capaz de valorar lo ocurrido.
– Uno grande, sí -asintió Ellen, sin sombra de reproche-. Creemos que está relacionado con la alteración del campo magnético provocado por sus adamantas y alimentado por la tormenta de protones de la erupción solar… La misma que nos ha dejado sin satélites.
La escuché sin comprender.
– ¿Y las piedras?
– Han desaparecido en el glaciar.
– ¿Y el Arca?
– También.
Casi no me atreví a formular la siguiente pregunta.
– Y… ¿Martin?
Ellen reaccionó como más temía. Apartó su mirada luminosa de mí como si debiera medir sus palabras.
– Antes de la avalancha ocurrió algo extraño en la cueva… -dudó-. Las piedras sintonizaron con una fuerza extraña; una especie de nube caída del cielo se precipitó donde estábamos y…
– ¿Y Martin? -insistí.
– Martin fue engullido por esa cosa, Julia. Desapareció.
El corazón se me puso en la garganta. Tom y Ellen se limitaron a permanecer donde estaban, atentos a si decidía hacer algún movimiento brusco. No lo hice.
– ¿Y el coronel Allen?
– Está magullado. Sufrió algunas quemaduras al salvarla, pero se encuentra bien.
– Y… ¿los demás?
– Todos los ángeles han desaparecido.
– ¿Qué quiere decir eso?
– Dujok, Daniel Knight, Sheila… Todos. La nube se los llevó.
– ¡La escala!
– ¿Cómo?
– La escala de Jacob -susurré-. Ella se los ha llevado. Santo Dios. -Noté cómo se me atragantaban las palabras pensando en la suerte de Martin-. Han tenido éxito. ¿No se da cuenta? Lo han logrado… Han conseguido lo que se proponían.
– ¿Lo han logrado? ¿Qué han logrado? -Jenkins se encogió de hombros, como si aún no supiera de qué iba todo aquello. Supongo que esperaban que me echara a llorar o algo por el estilo.
– Julia tiene razón. Han vuelto a casa, Tom -me ayudó Ellen.
– Oh, Dios. Estáis trastornadas. Las dos -farfulló mientras comprobaba asombrado si el teléfono satelital volvía a tener cobertura-. El maldito terremoto os ha hecho perder el juicio.