Capítulo 89

– ¿Ángeles? Pero ¿se ha creído usted una sola palabra de esa jerigonza?

Ellen liberó toda su tensión en cuanto Daniel dio orden de que nos condujeran a una habitación sin ventanas para que pasáramos allí la noche. Tenía los ojos enrojecidos y aspecto de muy cansada.

– La verdad, no sé qué pensar… -susurré, mientras comprobaba el estado ruinoso de nuestras camas. Dos jergones de trapo sobre sendos somieres corroídos por la humedad.

– ¿Que no sabe qué pensar? -me gritó-. ¡Los ángeles no existen, señora Faber! ¿Es que no se da cuenta? Esta gente ha dado con una fuente de energía poderosa y tratan de esconderla disfrazándola de una mitología trasnochada. Si usted les concede sólo un resquicio de confianza, seguirán engañándola. Y lo peor: se saldrán con la suya, distrayéndonos ese conocimiento.

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Conoce usted la frase de Arthur C. Clarke? «Cualquier tecnología superior es indistinguible de la magia.» Creo que define muy bien la situación a la que nos enfrentamos.

– Ahora lo entiendo. -Abrí los ojos-. Estados Unidos está interesado en las piedras porque cree que son parte de una tecnología superior. ¿Es eso?

– Si Artemi Dujok nos dijo la verdad, un proyecto secreto dentro de mi propio gobierno ha estado intentando analizar esa tecnología desde hace más de un siglo. Mi presidente lo ha descubierto y quiere que se haga la luz sobre este asunto tanto como usted. Estamos en el mismo lado, Julia.

– Sólo que mi marido y yo somos peones prescindibles.

– Nadie ha dicho eso. Martin Faber es ciudadano norteamericano.

– Está bien… Debemos calmarnos. Hemos acumulado mucha tensión.

Ellen se sentó en el camastro.

– Sí. Tiene razón.

– Mañana por la mañana saldremos hacia la montaña. En busca de Martin. Entonces se aclarará todo -suspiré-. Dígame una cosa: ¿tan importantes son para su país unas piedras antiguas con algunas capacidades eléctricas?

– Son mucho más que eso y usted lo sabe.

– ¿Y tienen una idea sobre el origen de esa tecnología?

Ellen se reclinó sobre el colchón, clavando su vista en el techo.

– Se me ocurren varias hipótesis. Que sean los restos de una tecnología prehistórica que perdimos tras alguna catástrofe climática, que fuera un legado dejado aquí por una humanidad de otro planeta, un fragmento de una tecnología del futuro traído por error a nuestro tiempo…

– ¡Y no cree usted en los ángeles! Me sorprende, Ellen.

– Ángeles, fantasmas, dioses, espíritus… Todos son términos que disfrazan nuestra ignorancia. Si pudiéramos llevar esa bombilla de ahí a la época de María Tudor -dijo señalando al techo que miraba-, nos acusarían de brujería por haber creado una roca incandescente.

– John Dee pasó por eso… -susurré-. Tal vez tenga razón.

– ¿Ha oído hablar alguna vez de los «cultos cargo», señora Faber?

Negué con la cabeza.

– Fue algo que sucedió al final de la segunda guerra mundial, en islas de Nueva Guinea que no habían tenido apenas contacto con el hombre blanco. Nuestro ejército estaba preparando el frente contra Japón, así que decidimos cortar sus suministros y disponer de bases desde donde poder atacarlos. Pero no quiero cansarla con una historia tan vieja, Julia…

– Oh, no, no. Prosiga, por favor -insistí.

Ellen inspiró hondo.

– Está bien. Comenzamos a instalarlas en atolones del Pacífico sur. Imagínese el impacto sobre los nativos: de repente, miles de hombres salidos de ninguna parte, pertrechados de bastones de fuego y pájaros metálicos, tomaron los bosques cercanos a sus aldeas y los esquilmaron para acondicionarlos como instalaciones militares. En su ingenuidad, creyeron que éramos dioses y que teníamos poder infinito sobre la naturaleza.

– ¿Y por qué lo llamaron culto cargo?

– Porque al ver cómo esos dioses dejaban caer del cielo más y más contenedores con la palabra «cargo» impresa en ellos, creyeron que habíamos decidido abrir las compuertas del paraíso para compartir nuestras riquezas con ellos. De hecho, nacieron entonces varias religiones que todavía se resisten a desaparecer.

– ¿En serio?

– Así es. Y todo fue fruto del contacto con una «tecnología superior» que ellos creyeron mágica. ¿Ve adonde quiero ir a parar?

– Lo único que veo es que usted prefiere una visión materialista de las cosas a una religiosa.

– Desde luego. Y tenga la certeza de que será esa visión la que nos sacará de aquí. No los ángeles.

– ¿Qué quiere decir?

– Llevamos varias horas en Hallaς, señora Faber. A estas alturas, nuestros satélites habrán triangulado ya la posición de las reliquias de Dee. No creo que estemos solas por mucho tiempo.

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