Capítulo 17

El caso es que Sheila acudió hasta esa alacena que tanto me había intrigado, la abrió y sacó de su interior una caja de madera decorada con vistosos adornos en plata. Cuando la depositó junto al juego de té, pensé que se había equivocado. Si esperaba ver dos esmeraldas de buen tamaño, mi deseo se frustró en el acto. Sobre un forro de terciopelo rojo descansaban un par de piedras de aspecto anodino, negras, que parecían recién sacadas del lecho de un río. No daban la impresión de tener valor alguno. De hecho, tampoco eran joyas en el sentido que todos damos al término. Eran lisas, delgadas, sin pulir, del tamaño de una moneda y con un aspecto más bien tosco, que recordaba la silueta de un riñón.

– Toma la que quieras y acércala a la ventana, querida.

Hice lo que Sheila me pidió. Agarré la que parecía más grande y la acerqué hasta donde había dicho.

– Ahora, mírala al trasluz.

Obedecí. Ella siguió hablando:

– Algunas médiums aseguran que esta clase de piedras se activan cuando reciben la luz del Sol y son giradas en el sentido de las agujas del reloj. En ciertos momentos especiales, la radiación solar cambia su estructura molecular y pone en marcha algo en su interior.

– ¿De veras?

Escéptica, volteé la piedra entre los dedos sin notar nada especial. La que había elegido era opaca. Pesada. Y tan muerta como cualquier otra de su especie.

– Mírala mejor -insistió-. Trata de acompasar tu respiración y sigue girándola, querida.

Cuanto más la observaba más me convencía de que aquello era una simple roca y que los amigos de Martin eran unos malditos chiflados.

– Puede pasar una de estas tres cosas -anunció Sheila muy solemne-: que no sientas nada porque tu mente no está preparada para recibir este talismán; que al activarse, su fuerza nuble tu cerebro y trastorne temporalmente tu capacidad de comprensión…; o que te mate.

– ¿Esto puede… matarme?

Hice la pregunta por pura cortesía, con una estúpida sonrisa en los labios. Aunque la piedra era lo menos amenazador que había visto nunca, Sheila deslizó su comentario utilizando un tono de advertencia que me desconcertó:

– Seguro que conoces la historia de Uzza -dijo.

– ¿Uzza…?

– Según el Antiguo Testamento, Uzza fue uno de los porteadores del Arca de la Alianza. Por desgracia aquel esclavo no poseía la sabiduría de los levitas respecto a esa reliquia sagrada y aunque éstos le habían prevenido una y otra vez de que bajo ninguna circunstancia tocara el Arca, un día Uzza no pudo evitar hacerlo. Ocurrió en uno de sus numerosos traslados. El carro que la contenía trastabilló con una piedra y Uzza, por instinto, se apresuró a sujetarla para impedir que cayese al suelo.

– Lo recuerdo -apostillé sin levantar los ojos de la piedra-. Murió fulminado, ¿no es cierto?

– Sí. Pero no lo mató el Arca.

– ¿Ah, no?

– El Arca contenía las Tablas de la Ley. Los mandamientos de Dios grabados en piedra. Esas planchas inscritas eran del mismo material que el objeto que ahora tienes en tus manos. Por eso digo que puede matarte.

Amagué un escalofrío al escuchar aquello. De hecho, me disponía a devolver la reliquia a su caja cuando algo en la adamanta me sobresaltó. No sabría muy bien definir qué fue. Me pareció un destello fugaz, un brillo como el que emitiría un prisma al ser tocado por un rayo de Sol. Pero la piedra era opaca, sin vetas ni superficie brillante alguna que pudiera reflejar la luz. Sin decir nada, intrigada, me la llevé de nuevo a la altura de los ojos. Entonces descubrí algo más. La pieza, que conservaba intacto su aspecto tosco e inofensivo, poseía una singularidad que me había pasado inadvertida hasta ese preciso instante: si la luz le caía oblicuamente, un minúsculo sector de su superficie clareaba haciendo que su tono oscuro se tornara verdoso. Me pareció una locura, pero por un momento tuve la impresión de que la adamanta de Dee estaba recubierta por alguna clase de piel. Una membrana delgadísima que, según se la mirara, permitía vislumbrar la presencia de una forma en su interior. Algo parecido al hueso de un dátil.

– ¿Has visto algo, querida?

Asentí, atónita.

– ¿Vosotros no?

Hipnotizada por mi hallazgo, jugueteé un poco más con la piedra. La volteé para que el Sol la bañara desde diferentes ángulos, tratando de convencerme de que aquel efecto de trasparencia no podía ser real. No lo logré. Me daba cuenta de que, en una fracción de segundo, había dejado de considerarla un simple guijarro para admirarla como si fuera un diamante.

Sentados a mis espaldas, Daniel, Martin y Sheila me observaban satisfechos.

– Lo has visto, ¿verdad?

Asentí otra vez.

Martin no cabía en sí de emoción. Había dejado a un lado su taza de té mientras crujía uno tras otro sus nudillos, como hacía siempre que algo lo ponía nervioso.

– Os lo dije -sentenció al terminar-. Julia tiene el don.

– Parece que lo tiene, sí -asintió Sheila, sin dejar de observarme-. Felicidades.

Pero antes de que pudiera decir nada, ocurrió algo más. Fue breve y todavía más extraño si cabe. Algo que no supe calibrar entonces y que, sin saberlo, estaba llamado a cambiar mi vida para siempre: aquella piedra de corazón traslúcido se sacudió entre mis dedos como si estuviera viva. Fue una agitación brusca, como cuando el teléfono móvil pasa a modo vibración. Pude ver el rostro de asombro de Daniel. Y el de Martin. Aunque aquel movimiento en espiral apenas fue el preámbulo de otro fenómeno. La adamanta comenzó a ganar altura por encima de mis yemas y a irradiar una luz que inundó a relámpagos breves e intensos el salón, proyectando nuestras sombras contra la pared.

– ¿Vu… vuela? -tartamudeé.

– ¡Por todos los santos! -rugió Daniel Knight-. ¿Qué haces, jovencita?

No bien terminó de decir aquello, la piedra volvió a posarse en mi mano. Estaba caliente. Muda. Muerta otra vez.

– ¡No lo sé! -grité-. ¡Esto se ha movido!

Sheila me taladraba con la mirada, esbozando sin embargo una enorme sonrisa de satisfacción.

– Tiene propiedades antigravitatorias -susurró Daniel.

– ¡Vaya! Debo darte la enhorabuena, Martin. -Sheila estaba encantada-. Es justo la mujer que esperábamos. No hay duda.

Y añadió dirigiéndose a mí:

– Puedes quedarte la adamanta, querida. Está claro que la piedra te obedece. En adelante, será tu talismán.

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