Al abrir los ojos, noté que tenía una terrible jaqueca y que las náuseas se me habían instalado en la boca del estómago.
– ¿Se encuentra bien, señora?
La cara de Artemi Dujok estaba inusitadamente cerca. Enseguida comprendí que me habían tumbado en el suelo de la iglesia de Santa María y que el armenio se había apresurado a atenderme. Su gesto, sin embargo, no era de apremio. Y eso me tranquilizó.
– ¿Qué… qué ha pasado? -balbuceé.
– Felicidades. Ha logrado activar la adamanta -dijo con una sonrisa.
– ¿De veras?
– Sí.
– De repente todo desapareció a mi alrededor -gimoteé-. Se volvió oscuro. Y pensé… pensé…
– Cálmese. No le ha pasado nada, señora. Tan sólo que, al exponerse a su fuerte campo electromagnético, se ha desvanecido. Suele ocurrir. En cuanto se incorpore y beba algo de líquido, se recuperará enseguida.
Pero no era mi salud lo que más me importaba en ese momento.
– ¿Y ahora qué va a pasar? -pregunté.
– Muy fácil. Su piedra nos ayudará a cumplir con lo que todo fiel busca en un templo como éste -sentenció-. Hablar con Dios.
Mi mueca de disgusto no le pasó desapercibida.
– Pensé que a quien buscábamos era a Martin -protesté.
– Dios lo es todo, señora. Y eso incluye también a su marido. Por eso, gracias al don que duerme en su interior, le hemos enviado una señal.
– ¿Una señal? -Palidecí-. ¿A Dios?
– Ya la piedra de Martin, naturalmente.