Capítulo 96

Tom Jenkins clavó con fuerza sus dedos en la nieve y arrastró su cuerpo hasta el borde del precipicio. Sabía que, en adelante, debería medir al milímetro cada uno de sus pasos si no quería echar a perder toda la operación o acabar con sus huesos estampados seis metros más abajo. En un gesto reflejo, comprobó su teléfono satelital por enésima vez, confirmando con fastidio que seguía sin cobertura.

«Estamos solos.»

Desde su atalaya, la visión de la caverna era inmejorable. De una ojeada podía controlar el laboratorio, la brecha de acceso a la sima e incluso la oquedad del techo que conectaba el lugar con el exterior. Por un momento tuvo la impresión de estar en la cornisa del Panteón de Roma, junto a su celebérrimo óculo, espiando el suelo como si fuera una paloma. Por eso, con exquisito cuidado, se acomodó lo mejor que pudo en el saliente, instaló sus prismáticos sobre un pequeño trípode plegable y se dispuso a contemplar el espectáculo que se desarrollaba a sus pies. No tenía una prisa especial por actuar. Se había asegurado el apoyo de Nick Allen y la enorme ventaja -impagable en términos militares- del factor sorpresa. Si jugaba bien sus cartas, pronto saldría de allí con su compañera, el matrimonio Faber a salvo y las dos piedras que le habían prometido al presidente.

La preocupación de Jenkins era ahora la de hacer saber a Ellen que el séptimo de caballería había llegado en su auxilio. De eso dependía en parte el éxito de su plan. Pero ¿cómo lo lograría?

Ellen Watson parecía petrificada. Su silueta era inconfundible incluso enfundada en ropas térmicas. Contemplaba a Artemi Dujok y al joven del mono rojo en su maniobra por tumbar a Julia sobre una camilla y conducirla hasta el laboratorio, y no parecía que tuviera pensado intervenir.

– ¿Ve esa zona de ahí?-susurró Allen a Jenkins, señalando un armario metálico situado a unos metros a la izquierda de Ellen-. Creo que es el almacén de armas…

Tom asintió con desgana. Había algo en el lenguaje corporal de Ellen que lo alertó, pero no lograba determinar de qué se trataba.

– Si lográramos alcanzarlo y hacernos con algunas de ellas, podríamos encauzar la situación. Son seis contra dos y están desprevenidos.

Jenkins se mordió el labio sin tenerlas todas consigo.

Mientras calculaban sus fuerzas, otra escena estaba desarrollándose en el laboratorio. Un monitor plano de cincuenta pulgadas daba cuenta del tiempo que faltaba para el impacto de la primera andanada de protones de alta energía contra la Tierra. La NASA había recalculado varias veces la velocidad del tsunami de protones sobre las predicciones de Andrew Bollinger y ahora el equipo de Faber había interceptado sus cifras gracias a una antena especial plantada fuera del glaciar.

Veinte minutos, cuarenta segundos.

El contador marcaba el tiempo para su primer contacto con la ionosfera y el momento en el que todas las comunicaciones vía radio del hemisferio norte se apagarían.

«Mi teléfono ya lo ha hecho», se lamentó Jenkins. Los satélites Iridium debían de estar ya fuera de combate.

Los dígitos se movían inexorables. El anciano y Dujok no los perdían de vista. Mientras tanto, alrededor de Julia se habían situado Sheila, Daniel y Martin. La habían tomado de las manos mientras uno de los ayudantes del armenio se afanaba en ajustar unas correas elásticas alrededor del cuerpo y le colocaba un casco con cables en la cabeza. Con profesionalidad, iba comprobando que todas sus terminaciones estaban bien ajustadas.

– ¿Qué diablos hacen? -murmuró Jenkins, forzando la óptica de sus prismáticos.

Entonces el consejero del presidente vio cómo la camilla de Julia era empujada hasta uno de los extremos del glaciar. Allí, dispuestas sobre una especie de tarima, estaban la mesa de invocación y las dos adamantas.

«¡Las veo!», murmuró.

Las piedras habían comenzado a emitir una débil luminosidad. Un brillo pulsante que Allen contempló con cierta inquietud.

– …Julia, debes tratar de relajarte -dijo el anciano en un tono que Jenkins y el coronel escucharon con nitidez. Por una inesperada carambola acústica, al moverse hacia aquel rincón su voz rebotaba con una definición meridiana sobre la bóveda de hielo que los dos mirones tenían a sus pies.

– ¿Relajarme?-protestó Julia-. ¿Con estas correas?

– Son por tu seguridad,chérie -la tranquilizó Martin-. Desconocemos qué potencia puede llegar a desarrollar tu mente en estas circunstancias. Sabes que no deseamos causarte ningún daño.

– Recuerda -terció Dujok- lo que te ocurrió en Noia cuando Amrak desplegó su nube magnética a tu alrededor. Tuviste suerte de no desnucarte en la caída…

El anciano se les acercó con prisa.

– El impacto magnético está previsto para dentro de dieciocho minutos -los urgió-. Debemos empezar.

– ¿Y cómo sabéis que éste es el momento? ¿Que éste es el día grande y terrible?

Daniel Knight se había adelantado solícito hasta la camilla de Julia. Asía un portafolios y un bolígrafo bajo el brazo como si se dispusiera a llevar el control de la sesión. De hecho, fue él quien respondió a Julia, señalando algo en la pared.

– John Dee lo dejó todo profetizado en suMonas Hierogliphica, querida. -Pestañeó ante los focos del laboratorio-. En ese libro dibujó un signo que, por cierto, también aparece grabado en el Arca.

– ¿John Dee estuvo aquí?

– No. No lo creo -respondió tajante-. Sabemos que Dee viajó mucho por Europa. París, Lovaina, Bruselas, y también Hungría, Bohemia y Polonia. Sin embargo, no existe ni una sola pista que indique que viajara a Turquía, y mucho menos que alcanzase una latitud entonces tan remota para un occidental como ésta.

– ¿Y cómo llegó a conocer ese símbolo?

– Debió de mostrárselo alguno de los muchos peregrinos que ascendieron al Ararat para venerarlo. Está claro que ésta es su representación más antigua.

– ¿Un peregrino?

– Hasta el terrible terremoto de 1840 que derrumbó parte de la cara norte de la montaña, las visitas al Arca eran algo frecuente entre los nativos de la región.

– ¿Y crees que el símbolo esconde una profecía, Daniel?

– Sin duda. Dee la descifró, pero por razones que son fáciles de entender no se arriesgó a dejarla por escrito. No en un tiempo en el que la Inquisición vigilaba todos y cada uno de sus movimientos, escrutando sus libros con lupa.

Un mensaje disfrazado en un gráfico, comprensible sólo para los iniciados, era el método más seguro de transmitir una información redactada hace milenios.

– Y lo copió de este lugar.

– En efecto. Noé, descendiente de ángeles como nosotros, la grabó en la cubierta de su nao, junto al puente de mando, para que las generaciones futuras reconocieran el momento en el que otra catástrofe similar pudiera afectarnos. Creo que sabía que ningún dios nos avisaría de nuevo…, así que nos dejó esta advertencia. Es como una de esas señales de tráfico que anuncian curvas peligrosas… Si aprendes a interpretarla, puedes reducir la velocidad de tu vehículo cuando la veas y sortear el riesgo. Fijaos bien. Está justo aquí.

Los prismáticos electrónicos de Jenkins ampliaron doscientas veces el área que había indicado el desgarbado gigante de barbas rojizas y piel sonrosada.

– ¿La veis?

Julia y Ellen asintieron. Jenkins la enfocó con toda claridad, sonriendo enigmático. Le pidió a Allen que echara un vistazo.


– Vaya, vaya -susurró el asesor del presidente-. Ése debe de ser el signo que aparecía en las fotos rusas que tiene custodiadas el Proyecto Elías. ¿No es cierto?

El coronel le devolvió las lentes, asintiendo. El inspector gallego que lo había interrogado ni se imaginó lo cerca que había estado de resolver el caso, pensó.

– Si la examináis en detalle -la voz de Knight continuó rebotando en la bóveda prístina como el agua-, esta figura muestra lo que parece una combinación de signos astrológicos y ocultistas. La esfera con los cuernos recuerda al símbolo de Tauro. Y con esa cruz por debajo podría evocar alguna clase de principio femenino. Venus, tal vez. Pero no debemos engañarnos. Nosotros hacemos esas interpretaciones porque nos ciega la cultura occidental, tan cargada de imágenes alquímicas y astrológicas. En tiempos de Noé no existía nada de eso. Su lectura debe hacerse, por tanto, sobre principios mucho más simples. Esto es un aviso sencillo. Universal.

– Ve al grano, por favor -insistió el anciano, mirando de reojo el reloj del monitor. Catorce minutos. Treinta y dos segundos.

– Está bien -gruñó-. El círculo con el punto en el centro O fue usado como símbolo del Sol en el antiguo Egipto, y aun antes. De hecho, todavía la moderna astronomía lo emplea para referirse al Astro Rey. El punto central es el que tiene la clave de todo. Evoca las manchas solares. En la antigüedad, su aparición, distinguible a simple vista, era tomada por un signo temible. Algunas de las doscientas leyendas que recogen la catástrofe del Diluvio mencionan que antes de la inundación, el Sol enfermó. Eran alusiones a sus manchas. En cuanto a esa media luna que lo corta, representa las olas de plasma que producen las manchas. En la prehistoria no sabían qué eran. Son invisibles. Pero sintieron sus efectos en la piel, en hemorragias internas, cegueras…, como si hubiesen sido embestidos por una fuerza maléfica. Cornuda.

– ¿Y la cruz?

– Tampoco es una cruz, Julia -sonrió Knight, como si se compadeciera de ver a una mujer tan hermosa atada a un camastro-. Se trata de una especie de espada que se clava sobre dos protuberancias gemelas… Exactamente como las cumbres del Ararat. El conjunto esconde una advertencia y una esperanza para nuestra especie: el momento en el que el Sol hinque su potencia sobre este lugar será también el tiempo en el que tendremos la oportunidad de abrir nuestro enlace con la fuente de la que bebió Dee y reconectarnos con Dios o sus mensajeros. Los vigilantes. Nuestros antepasados no corruptos.

– El signo es antiquísimo -precisó Martin, tomándome de la mano. El casco me presionaba ya la coronilla y las sienes-. Los primeros descendientes de Noé lo extendieron por todas partes como advertencia a las generaciones futuras y puede encontrarse en petroglifos de todo el planeta.

– ¿Y qué se supone que debo hacer yo con todo esto? -preguntó Julia.

– Concéntrate en la mesa de invocación,chérie. Con eso bastará. Reconoce cada signo y su valor. Combínalos en tu mente. Sujeta las piedras con ambas manos y trata de canalizar lo que quiera que te transmita tu alma -convino Martin-. Los electrodos a los que estás conectada han sido diseñados para percibir la más leve variación en la actividad eléctrica de tu hemisferio izquierdo, que ahora se verá estimulada por estos signos. Si esa variación se corresponde con un fonema, el ordenador lo sintetizará y lo enviará a estos altavoces. No puede haber forma más pura de extraer esa información de tu interior. Las vibraciones acústicas que extraeremos de tu mente abrirán la «escalera al cielo».

– ¿Y qué te hace pensar que funcionará, Daniel?

– Oh… -sonrió-. Es algo que está en el código genético de los humanos. Antes de expulsaros del Paraíso, Dios os enseñó la lengua perfecta. La hablasteis hasta que llegó la confusión de Babel, cuando el Altísimo adormeció ese idioma primordial en vuestra mente. Los ángeles nunca lo aprendimos porque, cuando éramos puros, no lo necesitábamos para comunicarnos. Así que nuestra única posibilidad de activar esta especie de emisora de los tiempos antiguos y llamar a nuestro lugar de origen es encontrar esos fonemas en alguien con tus dones.

– ¿Y cómo empiezo? -insistió la mujer, desesperada.

– Respira hondo. Tranquilízate. Busca tu equilibrio interno. Y recuerda lo que eres capaz de hacer con tu don.

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