Capítulo 3

– ¿Julia Ál-varez?

Tardé unos segundos en asumir que aquella especie de «monje» estaba pronunciando mi nombre. Era evidente que no hablaba español. Y tampoco parecía que supiese francés o inglés. Para colmo de males, mis primeros esfuerzos para comunicarme por signos con él no habían funcionado. Ignoro por qué. Llámese instinto. Pero por su actitud entre tímida y conforme deduje que aquel tipo se había extraviado y ed0 pensaba hacerme ningún daño. No sería la primera vez que un peregrino se quedaba encerrado en la catedral. Algunos de los que venían de países lejanos no eran capaces de entender los carteles que informaban a los visitantes. De tarde en tarde, uno o dos se quedaban rezagados orando en la cripta ante las reliquias del Apóstol o en alguna de sus veinticinco capillas menores, y cuando querían darse cuenta los habían dejado atrapados en su interior, fuera del horario de visitas y sin posibilidad de salir o avisar a nadie… hasta que saltaban las alarmas.

Sin embargo, había algo en aquel sujeto que no terminaba de comprender. Su proximidad resultaba mareante. Extraña. Y me inquietaba -no poco- que supiera mi nombre y lo repitiera cada vez que le hacía una pregunta.

Cuando cae atreví a enfocarlo con mis luces, descubrí a un varón alto, joven, de tez morena y mirada clara, de aspecto algo oriental, con un pequeño tatuaje en forma de serpiente bajo el ojo derecho y un gesto de infinita gravedad. Tendría más o menos mi estatura y era de complexión atlética. Diría que había algo marcial en su porte. Atractivo, incluso.

– Lo siento. -Me encogí de hombros, mientras terminaba de examinarlo-. No puede estar aquí. Debe irse.

Pero aquellas órdenes tampoco surtieron efecto alguno.

– ¿Ju-lia Ál-varez? -repitió por cuarta vez.

Era una situación embarazosa. Sin perder la calma, traté de indicarle el camino hacia mi laboratorio y de ahí, con suerte, podría guiarlo hasta la calle. Señalé al suelo para que recogiera sus cosas y me siguiera, pero al parecer sólo logré ponerlo nervioso.

– Vamos. Acompáñeme -dije tomándole del brazo.

Fue un error.

El joven se sacudió como si lo hubiera agredido y se aferró a su bolsa negra dando un grito. Algo que sonó a «¡Amrak!» y que me puso los pelos de punta.

En ese momento me asaltó una duda temible. ¿Llevaba algún objeto robado en la bolsa? La perspectiva me aterró. ¿Algo valioso…? ¿Del tesoro de la catedral, tal vez? Y, en ese caso, ¿cómo se suponía que debía actuar?

– Tranquilícese. Está bien -dije extrayendo el móvil del bolso y mostrándoselo-. Voy a pedir ayuda para que nos saquen de aquí. ¿Me comprende?

El hombre contuvo la respiración. Parecía un animal acorralado.

– ¿Juli-a Álva-rez…? -repitió.

– No va a pasarle nada -lo ignoré-. Voy a marcar el número de emergencias… ¿Ve? Enseguida estará usted fuera de aquí.

Pero al cabo de unos segundos, el maldito teléfono aún no había logrado establecer su conexión.

Lo intenté una segunda vez. Y una tercera. Y en ninguna de las ocasiones obtuve resultado. Aquel tipo me observaba con rostro asustadizo, abrazado a su bolsa, pero al cuarto intento, y sin moverse de donde estaba, la dejó en el pavimento y la señaló para que me fijara en ella.

– ¿Qué es? -pregunté.

Y el intruso, que por segunda vez dijo algo que no era mi nombre, sonrió antes de articular la respuesta más extemporánea que podía esperar. Otro nombre. Uno que, por cierto, conocía muy bien:

– Mar-tin Faber.

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