Capítulo 49

La cubierta del sarcófago de Juan de Estivadas estaba llena de cicatrices. El rostro de su propietario había sido desfigurado a cincel por algún desaprensivo y su caja presentaba un boquete en el costado que se había arreglado con cemento, de mala manera. Artemi Dujok repasó los daños con sus dedos, pero no dijo nada. Tampoco mencionó que dos de sus siete blasones habían desaparecido, debilitando su estructura hasta convertirla en una pieza que podría colapsarse con sólo empujarla.

– ¡No se quede ahí parada!-me urgió Dujok al intuir mis dudas sobre la salud del monumento-. Sólo la desplazaremos unos centímetros. Echaremos un vistazo y la dejaremos como está.

– Tiene quinientos años… -murmuré.

– Se lo prometo. Nadie lo notará.

Nos situamos a los pies de Juan de Estivadas y nos aferramos a los dos extremos de su tapa. El primer intento no dio resultado. O la losa pesaba más de lo que parecía o, lo que era peor, al añadirle cemento la habían pegado al cajón. A la segunda arremetida, la losa cedió. Un ruido de rozamiento retumbó en la nave dejando a la vista un hueco negro y regular.

Aunque la caja desprendía un fuerte olor ácido, fui la primera en echarle un vistazo.

Lo que encontré me dejó perpleja.

Estaba vacía. Total y absolutamente vacía.

– Aquí no hay nada. -La decepción se notó hasta en la última sílaba.

– ¿Está usted segura?

Dujok, que seguía de pie frente a mí, se sacó una linterna del bolsillo y rastreó el receptáculo con avidez. Sólo polvo y algunas telarañas brillaron en el fondo. Por dentro, el sepulcro presentaba un aspecto aún más deplorable que por fuera. En sus paredes había agujeros por todas partes, como si aquella caliza frágil y porosa se la hubieran comido los gusanos. Una capa de mugre gris y seca, de al menos un centímetro de grosor, cubría su base. Por suerte, gracias a la luz, Dujok descubrió algo que, de inmediato, nos llamó la atención: parecían marcas de arrastre. Eran recientes. De dedos. Partían del lado derecho e iban a morir al ángulo interior de la esquina donde me encontraba.

– ¡Ahí la tiene!-gruñó él satisfecho, señalando ese vértice con su foco-. ¡Asómese! ¡Está justo ahí!

Enseguida hice lo que me pidió.

El armenio tenía razón: exactamente bajo mi vertical, un pequeño hatillo de tela protegía lo que bien podría ser mi adamanta. Alguien lo había anudado con un cordón dorado y colocado con esmero en un hueco en el que no pudiera verse por accidente.

Nerviosa, imaginé a Martin preparando esa bolsita con sus grandes manos y escondiéndola allí a hurtadillas. Quizá por eso la tomé entre las mías sin saber muy bien qué hacer con ella.

– ¡Ábrala!

Desaté el cordón como pude y, temblando, me alejé unos pasos del sarcófago en busca de un lugar en el que contemplar su contenido con mejor luz. Al minuto, la tela había desvelado su secreto. Tal y como suponíamos allí estaba. Perfecta. Engastada en una anilla de plata para que pudiera llevarla al cuello. Iba a perderme en la ola de sensaciones y recuerdos que me traía aquel objeto cuando la voz áspera de Artemi Dujok tronó a mis espaldas:

– ¿A qué espera? ¡Debemos activarla enseguida!

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